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— ¿Quieres bajar a Rissman? — me dijo en hiss — Souilik acaba de declarar que nos vamos dentro de un «basike».

Su voz melodiosa hacía aún más suaves las sílabas hiss. Estaba inclinada con su larga cabellera rubia a ambos lados de su cara dorada, extrañamente humana al lado de las caras verdes de los Hiss. Comprendiendo mi perturbación me sonrió con esta sonrisa maravillosa de los sinzúes que puedes ver ahora en sus labios.

— Bien — dije —, salgamos.

— No tardes — me gritó Souilik —, nos marcharemos pronto. Ah, si hubieses podido ver Rissman antes… pero se acabó para siempre — añadió entre dientes.

No hablamos gran cosa Ulna y yo durante nuestro paseo sobre el suelo helado de Rissman entre los ksills. No obstante, desde este momento empezamos a comprendernos. No es fácil intimar con un Sinzu; su orgullosa reserva está muy lejos de la cordialidad un poco indiferente de la mayoria de los Hiss. Pero, cuando dan su amistad es para siempre. Cuando volvíamos, Ulna resbaló y se cayó. Me precipité para ayudarla y sentí en mis brazos su cuerpo frágil, bajo la escafandra, y vi a través del cristal sus ojos clavados en los míos. Comprendí entonces que a pesar de los millares de años-luz que separaban su planeta del mío, me resultaba más próxima, más querida que todas las hijas de los nombres que había conocido en la Tierra.

En el «sas», cuando nos hubimos sacado las escafandras, me acarició la mejilla, con un gesto rápido de su mano, y huyó, cruzando la puerta.

Encontré a Souilik en el «seall». Estaba con Es-sine, Akeion, Beichit y Snezin.

— En lo que os concierne, esta es la maniobra — decía —. Pasaremos por el «ahun» y saldremos a ras de Siete. Nos acompañarán 25 ksills de tripulación mixta. Los demás atacarán a los Misliks y formarán una zona caliente en el planeta, zona que utilizaremos para aterrizar. Siete ksills de los mayores desembarcarán los «sahiens» que ocuparéis los Sinzúes y el Tserreno. Luego nos iremos porque no podríamos resistir el rayo Mislik y tampoco podríamos mantener la zona caliente. Intentaremos ayudaros desde arriba con bombas. Debéis procurar llegar hasta las fortalezas y, previo estudio, destruirlas. Dispondréis de doce «sahiens» de los que tomará el mando Akeion, luego os vendremos a recoger en una segunda zona caliente.

Con gesto brusco cortó la comunicación con los otros ksills.

— Vuestro «sahien» es el único que está pintado de rojo, y tengo órdenes formales del Consejo de hacer que vuelva sano y salvo a Ela. En cuanto a los demás se hará todo lo que se pueda.

Volvió a restablecer la comunicación y dio las consignas.

El primer vuelo de ksills despegó en el crepúsculo rojizo. Nosotros salimos diez minutos después. Souilik puso en marcha un complicado mecanismo.

— Nuestro paso por el «ahun» será tan corto que mis reflejos serían demasiado lentos. Este mecanismo se encargará de hacer la maniobra.

— Espero no equivocarme porque si no… ¡Atención despegamos!

Allá a lo lejos podía ver en la pantalla del «Nadir» la superficie desolada de Rissman. Ulna vino a sentarse a mi lado, yo me así fuertemente al brazo del sillón. Por un momento la pantalla estuvo vacía y luego apareció en ella el más fantástico espectáculo que jamás haya visto.

Volábamos sobre un llano bordeado de montañas negras. La obscuridad era casi totaclass="underline" lejos, en el horizonte, brillaba un rubí: Kalvenault. Cada diez segundos aproximadamente se encendía en el suelo un brasero incandescente. Las bombas térmicas caían como lluvia, la zona caliente estaba naciendo. Souilik hablaba con locuacidad por el micrófono, dando órdenes a la flota de ksills. A lo lejos, tras el horizonte, explosiones formidables iluminaban el cielo recortando la silueta insegura de montes desconocidos. A pesar mío me vino al pensamiento un titular de periódico «Nuestro corresponsal en el frente de la guerra cósmica declara…»

Souilik se volvió:

— De prisa, Clair, tu escafandra. Los Sinzúes también. Vamos a aterrizar.

Al pasar ante él se levantó y con una espontaneidad rara en los Hiss me abrazó:

— Lucha con todo tu ánimo por lalthar y por tu sol.

Essine me hizo un gesto con la mano. Seguido de Ulna, Akeion y Herang penetré en el «Sas».

— Estamos en el suelo, podéis salir. Vuestro «Sahien» está a la izquierda — dijo la voz de Souilik en mi casco.

Armados con pistolas térmicas, salimos al exterior. El suelo estaba cubierto de Misliks muertos, aplastados, medio fundidos. El «Sahien», parecido por su forma a un coche americano, nos esperaba. Un Hiss desconocido abrió la puerta: por prudencia no nos quitamos las escafandras. Nuestra contraseña era «arta», palabra inexistente en lengua hiss, para evitar confusiones.

— «Arta, Arta, Arta — gritaba la voz de Souilik — despejad la zona caliente. Debemos marcharnos. No hay un Mislik viviente a menos de cuatro «brunns». Las fortalezas están a 25 «brunns» oeste-noroeste con relación a nosotros. Os guiaremos. Aquí París. Cierro,»

Para bromear había sugerido a Souilik que tomara París como contraseña.

— Aquí Arta, entendido, ¡allá vamos! — contestó Akeion.

Dio algunas indicaciones en sinzu para las tripulaciones de los «sahiens». Puse en marcha el nuestro y emprendimos nuestro incierto camino. La conducción del sahien era fácil, un volante para marcar la dirección, un pedal más para la velocidad y una sola marcha y marcha atrás. Sentada a mi lado Ulna controlaba un teclado que correspondía a las armas delanteras. Todo lo que pasaba en un ángulo de 180° se reflejaba en una pantalla situada delante de nosotros. Heram, detrás, vigilaba el resto del horizonte. En el centro Akeion, en su puesto de mando, podía comunicar con los ksills o con cualquier «sahien». También dirigía el lanzamiento del arma Hr'ben de la que ignorábamos los efectos.

Durante unos cinco minutos, marchamos sin incidentes y a gran velocidad. El «sahien» mordía el suelo helado del planeta sin nombre o se deslizaba en el aire sólido. Ante nosotros el horizonte se iluminaba continuamente con nuevas explosiones, explosiones silenciosas en este mundo sin aire, pero las notábamos por el temblor que sacudía el suelo. A veces, al contraluz, se distinguía en el cielo la silueta de un ksill, óvalo o circular según el aspecto en que se presentaba, pasando a ras del suelo a una velocidad vertiginosa.

Entonces aparecieron los Misliks. Primero fue un resplandor metálico indefinido, en una hondonada bañada en sombras.

El «sahien» de nuestra izquierda disparó y a la luz del obús térmico brillaron las caparazones geométricas que se deslizaban hacia nosotros. Pasamos al lado de montones de metal medio fundido; por todas partes las crestas violetas de los sobrevivientes emitían en vano.

Recorrimos una llanura. Luchando continuamente, franqueamos un estrecho desfiladero para lo que tuvimos que emplear unos diez proyectiles. Los demás sahiens nos seguían limpiando los rincones. Al llegar a un circo rodeado de acantilados, los Misliks cambiaron de táctica. Desde las alturas se dejaban caer sobre nuestras máquinas. Perdimos dos «sahiens» en tres minutos, aplastados antes de hallar el medio de poder defenderse. Este consistió en utilizar a la vez los rayos térmicos y los campos gravitatorios intensos; de esta forma, el Mislik muerto en su caída era desviado por un aumento repentino de la gravedad. Mientras tanto los demás «sahiens» lanzaban sus obuses sobre los altos picos.

A través de un segundo desfiladero llegamos a una llanura. Allá a lo lejos, en el horizonte rojizo, se destacaban las fortalezas. Eran tan altas que las explosiones sólo iluminaban sus bases. Nos acercamos poco a poco, perdiendo otros tres «sahiens» pero destruimos a más de cinco mil Misliks. Cuanto más nos acercábamos más sorprendente y fantástico era el espectáculo. Los ksills lanzaban bomba tras bomba, los fogonazos se multiplicaban continuamente, hasta el punto que parecía de día. El calor vaporizaba las masas de gas helado y por un momento pareció atmósfera. Esta niebla hacía imposible apreciar las distancias. Pasamos al lado de un ksill de gran tamaño aplastado contra el suelo; un Hiss muerto yacía junto a él.