Выбрать главу

A partir de entonces no encontramos ya un solo Mislik vivo. En el exterior un termómetro marcaba 10° bajo cero y esto estaba muy por encima de la capacidad de resistencia de los Misliks. Akeion se lo comunicó a Souilik.

— Bueno — dijo éste —, cesaremos el bombardeo de las fortalezas. Que bajen los peritos y que intenten comprender el dispositivo Mislik. Aún podemos protegeros durante un basike. Luego concentraros al este de las fortalezas; bajaremos a buscaros.

— Pregúntale cómo les va allá arriba, Akeion.

— No del todo mal. No hay más de un 40 % de pérdidas — contestó Souilik —. Hasta luego.

Aparqué el «sahien» al pie de la fortaleza. Los otros seis nos alcanzaron en seguida. Herang bajó, otros Sinzúes le siguieron. Iban de un lado a otro buscando las huellas de la «Máquina que apaga los soles». Bajé a mi vez y ordené a Ulna que se quedara en el interior con su hermano. Empuñando mi pistola me reuní con los Sinzúes. Rodeado de Misliks muertos, yacía el cadáver de un Hiss que apretaba aún su arma. Me acerqué y a través del cristal del casco le reconocí: era el estudiante que mandaba el puesto de vigilancia que nos había cerrado el paso a Szzan y a mí la noche en que llegaron los Sinzúes. Su primer viaje había sido el último. Un poco más allá, vi los restos de un ksill, estrellado contra unas rocas. Me acerqué a la base de una de las fortalezas, estaba construida con centenares de Misliks muertos, soldados los unos a los otros. Tan lejos como podía llegar la luz de mi lámpara, aquella enorme estructura metálica estaba hecha de un conglomerado de Misliks; se podía adivinar aún la forma geométrica de los caparazones. Así, pues, La Máquina apagadora de estrellas, no existía en sí, o mejor dicho, no era más que un amasijo de Misliks, cuya misteriosa energía así unida, era capaz de actuar sobre las reacciones nucleares de las estrellas. Los técnicos sinzúes no tenían pues nada que estudiar.

A nuestro alrededor, seguían lloviendo bombas, el suelo vibraba. El «basike» casi había transcurrido. Ordené a los Sinzúes que volvieran a los «sahiens» y me dirigí al mío. Al pasar junto al ksill destrozado no sé que impulso me llevó a recoger al Hiss muerto y a llevarlo a nuestras máquinas. No soporté la idea de abandonar a ese ser en un planeta extranjero, muerto, en medio de los Hijos de la Noche.

Recorrimos algunos centenares de metros y al este de la tercera y última fortaleza nos pusimos en formación de defensa por si los Misliks volvían a atacar. Pero no pasó nada. Al cabo de un rato aterrizó el primer ksill gigante y luego otros le siguieron, haciéndolo en último lugar el de Souilik. Dejamos nuestro «sahien» a los Hiss del primer ksill. Souilik nos esperaba con los dos Hr'ben. Al ver a Beichit recordé que ni siquiera habíamos probado su arma. Beichit se echó a reír.

— Nosotros sí que la hemos utilizado. Parece eficaz. La próxima vez ya la probaréis…

— ¿Listos? — dijo Souilik —. Nos vamos.

El planeta quedó pronto lejos, debajo de nosotros: era una enorme masa negra salpicada de alguna estrella roja o azuclass="underline" las últimas bombas. Souilik llamó uno por uno a los comandantes de los ksills que le quedaban: 92 de 172.

Ya agrupada, la escuadra Hiss planeaba a más de cien kilómetros de altitud. Herang informó sobre lo que habíamos comprobado acerca de las fortalezas.

— No creo que haya gran interés en destruirlas — dijo Souilik —, ya que no deben ser eficaces si los Misliks que las componen han muerto. Pero ¿quién sabe? Fijaos bien, vais a ver un espectáculo que no se ha visto desde la última guerra de Ela-Ven, la explosión de una bomba infranuclear. ¡Adelante, Essiiie!

Hizo un gesto. Pasaron algunos segundos. Alejándose, bajo nosotros, una mancha luminosa bajaba rápidamente, hasta que se hizo invisible. De repente, en la superficie del planeta sin nombre brilló como una estrella. Luego se produjo una monstruosa intumescencia de un color violeta, luego azul, verde, amarillo, rojo vivo. El planeta se iluminó en una extensión de más de 200 kilómetros y aparecieron sus montes, sus colinas, sus grietas enormes. Luego todo desapareció. Una humareda luminosa flotó durante un instante y se desvaneció.

— Ya podemos pasar el «ahun» — dijo Souilik.

CUARTA PARTE — EL IMPERIO DE LAS TINIEBLAS

CAPÍTULO PRIMERO — LA GALAXIA MALDITA

Nuestro viaje de regreso no tuvo historia. Caía la noche cuando Souilik posaba su ksill en la explanada de la «Casa de los Sabios». En el cielo desaparecieron las manchas negras de los otros ksills que se dirigían a la isla de Aniazz. Al descender me sentí repentinamente cansado, agotado y sin fuerzas, dominado por una irresistible necesidad de dormir. Mis compañeros estaban por el estilo.

Apoyado a un árbol violeta entretenía la mirada en el crepúsculo, demasiado cansado para hablar o para expresar mi alegría.

— Essine, conduce a Ulna a la Casa de los Extranjeros y dormid. Clair, Akeion y Herang venid conmigo. Tenemos que dar cuenta de nuestra misión — dijo Souilik.

— ¿No podríamos esperar a mañana? — imploré.

— No. Cada minuto que pasa puede significar la muerte de un sol. Ya tendrás tiempo de descansar después.

Subí las escaleras como en un sueño, pasé delante de mi estatua sin mirarla siquiera. Luego debí perder el conocimiento. Sentí que me llevaban y me recobré, bajo la luz azul de una lámpara que me enfocaba. A mi lado, tendidos en camas iguales estaban los dos Sinzúes y el propio Souilik.

Con los nervios deshechos, nos habíamos desplumado en la antecámara.

Poco a poco al principio y luego ya más rápidamente me volvieron las fuerzas. Pudimos levantarnos y dar el parte a Azzlen y Assza. Pero después, con gran alivio, me tendí en mi cama en la «Casa de los Extranjeros» y desde luego esa vez no tuve necesidad de emplear «el-que-hace-dormir».

Lalthar ya estaba muy alto en el cielo cuando me desperté. La ventana estaba abierta, hacía un tiempo maravilloso y me pareció oír cantar un pájaro, aunque ya sabía que no hay pájaros en Ela. El canto se acercó, llego hasta mi ventana. Me levanté: era Ulna imitando el gorjeo del Ekanton, la maravillosa lagartija voladora de Arbor. Essine la acompañaba.

— Veníamos a despertarte — dijo —. Azzlem te espera.

Lo encontré en el laboratorio con Assza, inclinado sobre el aparato que reproducía el rayo mislik. En una silla metálica un joven voluntario Hiss recibía un rayo rebajado.

— Nos acercamos a la meta — me dijo Azzlem —. Tal vez un día nosotros los Hiss seremos tan resistentes como vosotros, Tserrenos y Sinzúes. Con una inyección de bsin — tu bsin, Clair —, mi hijo Se-nali soporta desde hace dos basikes una intensidad que antes hubiese sido muy peligrosa, casi mortal. Desgraciadamente, cuando pasamos a un rayo equivalente al de tres Misliks, la protección cesa. Pero no es para esto por lo que te he hecho llamar. Trajiste contigo el cuerpo de Missan y en virtud de nuestras viejas costumbres, el que trae el cuerpo de un Hiss muerto en acción se convierte en el hijo de sus padres y el hermano de sus hermanos. De ahora en adelante podrás decir «nosotros los Hiss» sin que a nadie se le ocurra reírse. Así, pues, por un extraño destino te has convertido en hijo de tres planetas distintos, pues eres a la vez Tserreiio, Sinzu y Hiss. Ahora ve, pues tienes que asistir a los funerales de tu hermano en la casa que a partir de hoy será la tuya. Essine te acompañará. — ¿Dónde está Souilik? — pregunté. — Ha salido para Kalvenault al mando de mil ksills. Como sea que no tenían que desembarcar, ningún Sinzu le acompaña, pero no le apures, bombardearán desde muy lejos.