Vacilamos un momento antes de tomar una dirección.
El ksill estaba en una plaza más o menos circular rodeada de altas construcciones. Al entrar en contacto con la zona cálida, el aire sólido se licuaba, se vaporizaba y pronto el vaho veló totalmente la vista de nuestro aparato.
Nos internamos por una calle-túnel. Todas las puertas de metal verde estaban cerradas. Me parecieron exageradamente bajas por lo que eran las casas. Anduvimos un kilómetro aproximadamente evitando el tomar otras calles para no extraviarnos.
Las fachadas de las casas no tenían absolutamente nada que nos pudiera informar respecto a aquella civilización, ni una inscripción, ni una escultura. Entonces se me ocurrió que tal vez lográsemos abrir alguna de aquellas puertas, pero cuando me disponía a intentarlo se produjo un temblor de tierra. Presintiendo una catástrofe, cogí de la mano a Ulna y echamos a correr hacia el ksill, pero al llegar allí no vimos más que un gigantesco montón de escombros. Bajo el efecto de la zona de calor aquella enorme torre se había derrumbado sobre el Ulna-ten-Sillon. Ulna estaba aterrada, no dejaba de gritar:
— «Hen, Akeion: Akeion Stan son».
Pero nadie contestaba. Estábamos perdidos en aquel planeta desconocido con aire para once horas y a millares de kilómetros de toda clase de socorro.
Y entonces, brillando siniestramente bajo la luz de mi faro, apareció el primer Mislik.
CAPÍTULO SEGUNDO — RODEADOS DE MISLIKS
El hombre, y lo digo en el sentido más amplio, ya que incluyo a los Hiss, a los Siiizúes, etc…, es el ser más incomprensible. Estábamos perdidos y sin salida, pero ni por un momento se nos ocurrió la idea de abandonar la lucha. Apenas asomó el primer Mislik, disparé y lo aniquilé antes de que pudiera emitir.
Esperamos un momento; nada. Era peligroso quedarse en aquella plaza, porque seguían cayendo escombros y además al ser abierta permitía a los Misüks tomar altura con el consiguiente peligro de que nos aplastaran.
Así, pues, volvimos a penetrar en aquella calle cubierta, dejando atrás el ksill y a Akeíon. Llegamos a otra plaza donde abundan los Misliks. Al vernos se pusieron a emitir violentamente, pero en vano. Pasamos entre ellos y pude constatar que pertenecían a otra raza; eran más bajos y de forma diferente y su antena en vez de ser violeta tiraba hacia el índigo.
Anduvimos varias horas por la ciudad muerta sin encontrar una sola puerta abierta o que se pudiese forzar. El único descubrimiento interesante que hicimos fue un vehículo de seis ruedas bajo, pero que no pude estudiar, pues cuando me disponía a examinarlo nos atacaron muchos Misliks.
Llegaban a centenares en vuelo rasante, y a pesar de que nuestros fusiles los herían mortalmente, continuaban volando, por lo que tuvimos grandes dificultades en evitar el choque. Pronto cambiaron de táctica y empezaron a lanzarse a velocidad vertiginosa contra nosotros de tal modo que no los podíamos ver. Ante eso, no tuvimos otro recurso que echarnos al suelo y disparar a ciegas, lo que nos ocasionó un gran despilfarro de municiones. Pasaron algunos minutos y como sea que, a consecuencia del fuego sostenido de nuestras armas, el suelo y las paredes de los edificios desprendían un calor extraordinario, los Misüks se retiraron.
Nos sentamos a descansar, sólo nos quedaba aire para tres horas. La fatiga había empezado a hacer presa en nosotros y a través del cristal protector podía ver la cara extenuada de Ulna. Hablamos poco y, contrariamente a lo que siempre ocurre en las novelas en las que los protagonistas eligen estas situaciones para hacerse solemnes y tiernos juramentos, me adormecí.
Ulna me despertó bruscamente.
— ¡Los Misliks vuelven!
Esta vez venían arrastrándose y ocultándose tras los restos de sus compañeros muertos. Arriesgándonos mucho, los dejamos acercarse y concentrarse y luego disparamos. Uno de ellos quiso saltarnos encima, y al intentarlo echó abajo una de las puertas. Ulna se escurrió al interior del improvisado refugio, y yo la seguí.
Estábamos en una gran habitación donde no quedaban más que leves indicios de lo que habían sido muebles. Buscamos en vano alguna escalera o ascensor que nos llevara a los pisos superiores, pero no encontramos nada salvo un pasadizo subterráneo que por la dirección que seguía tenía que ser forzosamente paralelo a la calle.
Nos adentramos en él y anduvimos un buen trecho sin darnos cuenta de lo que nos rodeaba, pues nos sentíamos como en un sueño de pesadilla. Tal debía ser mi abstracción que me golpeé fuertemente en la cabeza con una puerta de metal. El pasadizo terminaba allí.
Sobre esta puerta vi por primera vez unas esculturas. Era algo así como una rueda o un sol estilizado.
Estábamos extenuados, pues hacia diez horas que andábamos sin parar y ya no nos quedaba más que una hora de aire.
Maquinalmente miré al barómetro de pulsera: la presión atmosférica no era nula: y el termómetro marcaba 256° absolutos, o sea que nos hallábamos en una zona imposible para los Misliks. Además había aire, pero tan poco que ni siquiera podíamos utilizar el pequeño compresor que llevábamos tras el casco. A pesar de todo, ya era buena señal y tal vez si llegábamos a franquear aquella puerta encontraríamos aire en cantidad suficiente. Febrilmente examinamos la puerta. No tenía cerrojo, ni pestillo, ni cerradura alguna, pero aquel sol debía servir para algo… Durante media hora estuvimos buscando la combinación que nos permitiera abrir, pero fue en vano. Lenta e inexorablemente, la aguja del manómetro se aproximaba a cero.
Cuando abandonábamos ya la búsqueda, la puerta se abrió al fin, proporcionándonos una gran sorpresa, pues… ¡ante nosotros había otra puerta idéntica!
Ulna murmuró:
— Estamos en un «sas», tal vez haya aire al otro lado.
Intentamos recordar el gesto que habíamos hecho cuando se abrió la primera puerta. Al cabo de un rato dimos con éclass="underline" había que presionar el rayo superior dándole un ligero movimiento hacia la izquierda. Pudimos, pues, entrar en una habitación donde la atmósfera era casi «eliense». Conecté el analizador: los indicadores enrojecieron, demostrando que había oxígeno bastante para nuestra respiración, sin mezcla de gases tóxicos. Con suma precaución destornillé el cristal de mi casco y llené mis pulmones con un aire frío y seco, perfectamente respirable.
Aquel lugar no tenía más puerta que la que nosotros habíamos utilizado. Nos despojarnos de las pesadas escafandras y, cansados por el esfuerzo y las emociones pasadas, no tardamos en quedarnos profundamente dormidos.
Mi sueño fue agitado y me desperté en el otro extremo de la sala. A ciegas busqué mi linterna y encontré una pequeña palanca. Esta cedió y se produjo el milagro: una puerta se entreabrió en el fondo de la sala, destacándose sobre un rectángulo luminoso una silueta humana. Era de pequeña estatura y se dibujaba al contraluz de modo que no podía ver su cara. De repente se esfumó, apareciendo en su lugar una bola de fuego al tiempo que se oía una palabra en lengua extranjera. — ¡Ulna, despierta! — grité. La bola de fuego desapareció a su vez, dejando ver un cielo estrellado. Luego apareció en el rectángulo la visión de un planeta lejano cuya imagen se fue agrandando y perfilando gradualmente. Ante nuestros maravillados ojos, fueron desfilando vistas de montañas, bosques, océanos y llanuras, mientras aquella extraña voz iba repitiendo:
— Siphan, Siphan, Siphan…
Comprendía que éste debía ser el nombre del planeta muerto.
Se acabó el desfile de paisajes y vimos, bañada por brillantes rayos de sol, la ciudad en la que nos encontrábamos y cuyo nombre debió de ser ülier-sca. Sus plazas estaban llenas de vehículos y seres, pero los veíamos a demasiada distancia para distinguir sus rasgos.