Beranthon y Seler estaban preparando los aparatos registradores. Esperamos. Solo se oía el débil zumbido de los motores auxiliares y el silbido producido por el purificador de aire. Cansado, me senté en una de las confortables butacas y me quedé dormido.
Me despertó un fantástico rugido. Abrí los ojos, todas las luces estaban apagadas, pero una luz refulgente que procedía de la pantana, dibujaba con duros contrastes las siluetas del Hr'ben, del Sinzú y de Souilik. Este, protegiendo sus ojos con el brazo, manipulaba una palanca. La luz decreció y pude ver aquel espectáculo de pesadilla, que, en parte, era obra mía: ¡la resurrección de un sol!
En el cielo negro, una mancha de luz cegadora, a pesar de los filtros, se iba agrandando por momentos. De ella surgieron tres lenguas de fuego violeta que semejando tres inmensos dedos se extendieron en direcciones distintas. El espectáculo era grandioso.
— ¿Por qué no me habéis despertado? — grité.
— Nos ha pillado de sorpresa — contestó Souilik —. La explosión se ha producido antes de lo que esperábamos, lo cual significa que estamos más cerca de la que creíamos — demasiado cerca incluso —. Mira el detector de radiaciones.
En efecto, la aguja se estaba acercando a la línea verde: peligro. Beranthon y Seler vigilaban impasiblemente los registros.
— ¡Atención, nos vamos!
Sentí el balanceo típico del paso del ahun. La pantalla se oscureció. Inmediatamente después sentí de nuevo el balanceo, pero la pantalla siguió obscura.
— ¿Dónde estamos?
Nadie contestaba.
— Souilik, ¿dónde estamos?
— ¿Dónde quieres que estemos? ¡En el Espacio, hombre!
— Pero, ¿y el sol? ¿Se ha vuelto a apagar?
Mis tres compañeros soltaron unánimemente una carcajada.
— No seas ingenuo. Sencillamente, hemos ido más aprisa que la luz y ésta todavía no nos ha alcanzado. Presta atención, vas a ver el principio de la explosión.
Aguardamos en vano durante dos basikes. De repente, en la oscuridad del espacio brilló un chispazo.
— La explosión del kilsim — dijo Beranthon.
Durante unos segundos no se vio más que aquel chispazo verde que se iba repitiendo. Luego, cegadora, estalló la luz. Al principio, como estábamos bástante más lejos que antes, su diámetro me pareció insignificante. Volví a ver aquellos gigantescos dedos de fuego, gases llevados a temperaturas incalculables, que crecieron y se unieron formando una corona donde palpitaron por un momento todos los colores del espectro. Cuando parecía que iba a apagarse, volvía a estallar y a cada nueva explosión el diámetro de la mancha se hacía mayor. Vista de donde nos hallábamos, tenía ya el doble del diámetro aparente de nuestro sol.
— Ya no debe quedar ni rastro de Misliks — dijo Beranlhon —. Ni siquiera de sus planetas.
Souilik reguló la pantalla de forma que agrandara la imagen. La totalidad de la superficie del aparato quedó invadida por un mar hirviente de fuego. El diámetro de la estrella superaba ahora el de su antiguo sistema solar, y todos los mundos que ella había iluminado se revolvían en su seno, con sus montañas, sus océanos, sus posibles ruinas humanas y… ¡sus Misliks!
— ¡Dios! ¡Luz del Cielo! eso es demasiado, demasiado poder en manos de tus criaturas — dijo un joven Hiss que acababa de entrar.
Souilik se volvió como si le hubiera mordido una serpiente.
— ¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Acaso preferirías ver a lalthar apagado por los Misliks?
El joven Hiss no respondió. Esta fue la única vez que oí a un Hiss dudar de la Gran Promesa. Y por alguna ironía de la vida, fue precisamente Souilik, uno de los pocos agnósticos de Ela, quien le hizo callar.
Ya poco quedaba por ver. Iniciamos el viaje de regreso.
Cuando Ela estuvo a la vista, Souilik radiotelegrafió la noticia. Así, aun antes de alcanzar la atmósfera, fuimos recibidos por un enjambre triunfal de ksills y por el Tsalan. Al llegar al embarcadero, el Consejo de los Sabios, en su pleno, nos esperaba. Y, en el extremo del dique, tres siluetas femeninas agitaban el brazo: Ulna, Essine y Beichit. La playa, las terrazas, las laderas de las montañas estaban materialmente cubiertas por una multitud de Hiss. Cuando hicimos aparición sobre el caparazón del Sivinss, miles y miles de gargantas entonaron el himno que ya había oído en la sala del Consejo de los Mundos, en el planeta Ressan. Esta vez sí me emocioné. Era el canto de libertad de cientos de humanidades que habían escapado a la amenaza de la Gran Noche, y para las que se abría un futuro sin límites.
Penetramos en la Sala del Consejo bajo los efectos del cansancio y de la emoción. Souilik empezó a dar su parte, pero Azzlem le interrumpió:
— No — dijo —, deja para mañana el informe con los detalles técnicos. Ahora sólo queremos saber cómo os ha ido.
Cada uno de nosotros contó sus impresiones. Emocionado como estaba supe encontrar las palabras adecuadas para hacer participar a todos de los terribles momentos de angustia pasados allí, en la superficie del sol muerto, cuando con el moderador en la mano los segundos corrían despiadadamente. Sugerí la conveniencia de instalar una grúa en la corona del Swinss por las enormes ventajas y facilidades que proporcionaría, y fui escuchado como jamás lo había sido en mi vida.
Después vino la marcha con Ulna a mi casa. Pasé allí ocho días deliciosos, de puro descanso y recuperación. Recibí la visita de Souilik y Essine y Beichit y Sefer. Muchos fueron los que vinieron a verme, vecinos y otros Hiss que jamás había visto, y tuve que contar innumerables veces los detalles de nuestra aventura. El octavo día, al anochecer, un reob con los colores del Consejo aterrizó ante mi casa. Assza bajó de él y sonriendo, me dijo sencillamente:
— Clair, ¡el segundo kilsim ya está a punto!
Entonces empezó para mí la parte más fantástica de mi vida. El plan de los Hiss era crear una gran mancha de luz en el centro de la galaxia maldita, torpedeando sistemáticamente todos los soles muertos cercanos al que ya habíamos reanimado.
Dentro de este plan, tomé parte en diez expediciones más sin incidentes dignos de mención. La pieza móvil era levantada ahora por una grúa y mi papel quedaba reducido a guiarla. Todos mis compañeros se habían puesto tácitamente de acuerdo y me cedían este honor, y digo honor porque en realidad, con la ayuda de la grúa, cualquier mujer habría podido hacerlo. Y así fue; pronto hasta las mujeres empezaron a participar en estas expediciones.
En Marte, las fábricas trabajaban a marchas forzadas, construyendo otros ksills gigantes. En la cuarta expedición ya fuimos tres. En la décima siete, y siete soles resucitaron simultáneamente. En la undécima, diez fueron los ksills que partieron, pero sólo regresaron cinco.
Nunca olvidaré ese día. Acabábamos de torpedear un enorme sol y a pesar de los campos antigravitatorios intensos, habíamos tenido grandes dificultades. Un Hiss de la tripulación se había acercado peligrosamente al borde del círculo y, perdiendo pie, habíase caído sobre la superficie del sol, donde pereció aplastado por su propio peso, sin que pudiéramos socorrerle.
Errábamos por el espacio esperando la explosión. Yo estaba en el seall con Souilik, Ulna y Essine; ésta estaba apenada pues el Hiss muerto, cuyo cuerpo había quedado sobre el sol que estaba a punto de estallar, era un familiar suyo. Reinaba, pues, un silencio absoluto, sólo interrumpido por la monótona letanía del encargado de los registradores de radiaciones:
— …sekán, snik. Tsénnn, snik. Ofan snik… De pronto, le vimos erguirse mirando atónico el registrador: