¡Cuan interminables fueron estos basikes! Fascinado, miraba cómo se agrandaba la estrella hacia la que nos dirigíamos. Algo azulada, pronto me cegó y dirigí mi atención a los planetas que giraban a su alrededor. Souilik me enseñó el funcionamiento de su periscopio que, a voluntad, podía convertirse en un potente telescopio. Alrededor de lalthar giran doce planetas; sus nombres, del más alejado al más próximo, son; Aphen, Setor, Sigón, Heran, Tan, Sophir, Ressan, Marte — sí, sí, Marte, es una curiosa coincidencia —, Ela, Song, Eiklé y Roni. Sigon y Tan tienen unos anillos como nuestro Saturno. El mayor es Heran y los más pequeños Aphen y Roni, Marte y Ela son ambos del mismo tamaño, algo mayores que nuestra Tierra. Ressan, más pequeño, está habitado, así como Marte y desde luego, Ela. En la mayor parte de los demás planetas los Hiss han establecido colonias industriales o científicas, algunas veces en condiciones extraordinariamente difíciles. Casi todos tienen sus satélites repartidos de acuerdo con una curiosa ley numérica: Roni no tiene, Eikle tampoco, Song tiene uno, Ela tiene dos — Ari y Arzi —, Marte tiene tres — Sen, San y Sun, Ressan, cuatro — Atua, Atea, Asua y Asea —, Sophir, tiene cinco, Tan seis. Después las cifras vuelven a decrecer hasta Setor que sólo tiene tres y Aphen que no tiene ninguno. Uno de los satélites de Eran, monstruoso mundo mayor que nuestro.Júpiter, es del tamaño de la Tierra, Aphen Sira a once billones de kilómetros de lalthar. Como puedes comprender, estos datos llegaron a mi conocimiento más adelante.
Nosotros habíamos surgido en el Espacio entre la órbita de Sophir y de San. Pasamos muy cerca de este último; tan cerca, que por el telescopio pude distinguir claramente una costa que se me apareció entre las nubes. En cambio, Marte estaba muy lejos, al otro lado de lalthar. Finamente, Ela dejó de ser un punto en el cielo para convertirse en una pequeña esfera que se iba agrandando a cada minuto.
SEGUNDA PARTE — UN MUNDO FANTASTICO
CAPÍTULO PRIMERO — EN EL PLANETA ELA
Con gran pesar mío aterrizamos durante la noche. Cuando penetramos en la atmósfera de Ela, mi reloj señalaba las 7,20 h.; siempre ignoraré si eran de la mañana o de la tarde en Tierra. El cielo estaba cubierto, tanto, que poco pude distinguir antes de entrar en la zona de sombras: tan sólo, entre las nubes algunas superficies relucientes, probablemente mares. Aterrizamos sin ruido, sin una sacudida. El ksill se posó en el centro de un espacio desnudo, sombrío. Algunas luces brillaban a lo lejos.
— ¿No nos esperan? — pregunté ingenuamente a Souilik.
— ¿Por qué nos iban a esperar? ¿Cómo pueden saber cuándo va a llegar el ksill? Los hay a centenares explorando el espacio. He avisado a los Sabios de nuestra llegada. Mañana comparecerás ante ellos. Ven conmigo.
Salimos. La oscuridad era absoluta. Souilik encendió una lámpara, fijada de algún modo a su frente, y nos pusimos en marcha. Caminaban sobre una especie de césped. Unos cien pasos más allá, la lámpara iluminó una construcción baja, blanca, sin apertura aparente. Dimos un rodeo. Sin que Souilik hiciera gesto alguno, se abrió una puerta ante nosotros, penetré en un corto pasillo de blancas e inmaculadas baldosas. En el fondo, a ambos lados, se abrían dos grandes puertas. Souilik me indicó la de la izquierda:
— Dormirás aquí.
La habitación estaba débilmente iluminada por una suave luz azul. Sus muebles eran una cama muy baja, de forma cóncava, sin sábanas, con una sencilla colcha blanca. A su lado, sobre una mesita, brillaban algunos complicados aparatos. Souilik me enseñó uno de ellos.
— “El-que-proporciona-el-sueño» —, dijo. Si no puedes dormir, aprieta este botón. Por la misma razón que te han sentado bien nuestros alimentos, es de suponer que este aparato también actuará sobre ti.
Me dejó solo. Permanecí un momento sentado en la cama. Tenía la impresión de hallarme en Tierra, en algún país supercivilizado, tal vez los Estados Unidos o Suecia, pero ni por un momento en un planeta desconocido, Dios sabe a cuántos millones de kilómetros de casa. Bajo la colcha liviana y suave al tacto, encontré una especie de pijama de una sola pieza, confeccionado con una tela más ligera aún. Me lo puse y me eché. La cama, sin ser excesivamente blanda, tenía una elasticidad graduable y se adaptaba perfectamente al cuerpo que la ocupaba. La delgada colcha resultó ser cálida, tan cálida, que tuve que retirarla ya que la temperatura era muy agradable. Estuve un buen rato dando vueltas, sin poder dormir. Recordé entonces las palabras de Souilik y apreté el botón que me había indicado. Tuve el tiempo justo de percibir un débil zumbido.
Desperté lentamente saliendo de un sueño extraño en el que me había visto conversando con hombre de cara verde. ¿Dónde estaba? De momento volví a creer que me hallaba en Escandinavia, donde realmente había hecho un viaje. Sin embargo, recordaba muy bien haber regresado de allí. En cualquier caso no estaba en casa, ya que mi cama, que siempre quiero cambiar sin encontrar nunca el momento, es terriblemente dura. ¡Ahora caigo! ¡Ela!
Salté de la cama, di la vuelta al interruptor de la luz. La pared que tenía enfrente desapareció, se volvió transparente: Una pradera amarilla se extendía hasta el infinito marcado por unas lejanas montañas azuladas. A la izquierda, estaba el ksill, mancha oscura en la hierba amarilla. El cielo era de un curioso azul pálido, había algunas nubes muy altas. Debía ser temprano.
Haciendo un ligero ruido, entró en la habitación una mesa baja montada sobre ruedas. Se desplazaba con lentitud y fue a pararse al lado de la cama. De su interior surgieron, en una especie de ascensor, una taza llena de un líquido dorado y un plato con jalea rosa. ¡Por lo visto los Hiss tenían la costumbre de desayunar en la cama! Comí y bebí de buena gana los alimentos que se me ofrecían, a los que encontré un gusto agradable, pero completamente indefinible. Tan pronto terminé, la mesa automática se marchó.
Me vestí y también yo salí. La puerta que daba al interior estaba abierta, como las demás de la casa. De momento creí que ésta era pequeña ya que sólo tenía las tres habitaciones que daban al pasillo. Más tarde me enteré de que todas las casas de los Hiss tienen dos o tres pisos subterráneos.
Di una vuelta. El aire estaba fresco sin ser frío, y el sol — no puedo acostumbrarme a llamarle lalthar —, aún estaba bajo. No se veía un ser viviente. A alguna distancia vi otras tres construcciones, tan simples como la casa de Souilik. Más lejos se veían más, diseminadas. Del lado de las montañas, la llanura estaba desierta. En cambio, en la parte Este, Norte y Sur había unos pequeños bosques de árboles. Fui paseando hasta el más próximo. Los árboles eran raros, de tronco recto y liso, parecían de mármol veteado de rosa y verde. Las hojas eran del mismo amarillo intenso que el césped.
El conjunto era de una quietud casi milagrosa. Lo que estropea nuestra civilización, los ruidos, los hedores nauseabundos, los embotellamientos caóticos de las ciudades, parecía prohibido en este mundo. Reinaba una dulce e inmensa paz. Pensé en la Utopía que describe Wells en Men Like Gods.
Lentamente, volví a la casa. Parecía desierta. La habitación situada enfrente de la mía me proporcionó una butaca baja, muy ligera, que llevé ante la puerta y me senté a esperar. Al cabo de unos diez minutos vi llegar a alguien a través del bosquecillo. Era una joven de este nuevo mundo. Pasó cerca de mí, con el caminar ondulante de los Hiss, me miró con curiosidad pero sin sorprenderse. Su piel, siendo verde, parecía más pálida que la de sus compañeros de viaje. Le sonreí. Me respondió con un gesto y siguió su camino.
Al fin llegó Souilik. Surgió por detrás, esbozó una sonrisa hiss y dijo:
— Luego comparecerás ante los Sabios. Mientras tanto, podemos visitar mi casa.