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El comisario Conrado Satrústegui era un hombre metódico.

Se acostaba no más tarde de las doce de la noche. Cada mañana se levantaba al alba. Tan sólo los domingos se permitía relajar ese espartano horario. En su jornada festiva solía dormitar hasta el mediodía, a fin de recuperar el déficit de sueño.

Durante el resto de la semana, incluidos los sábados, que él consideraba días laborables, la alarma de su dormitorio repicaba antes del amanecer. A las seis en punto.

Al despertar, lo primero que hacía el comisario, todavía en pijama, babuchas y batín, era abrir un resquicio la puerta, sin quitar la cadena de seguridad, para recoger en la esterilla del descansillo los dos periódicos a los que estaba suscrito.

Echaba un vistazo a las portadas, se metía en el cuarto de baño y dejaba correr una fría ducha sobre su adormilada cabeza. Tenía la teoría de que el agua helada conjuraba la tentación sexual, esas dolorosas erecciones matinales que desenmascaraban su estado de soledad. Después ponía al fuego la cafetera, se vestía, dejaba dorarse en la sartén un par de huevos fritos y los empujaba con café mientras ojeaba la prensa.

Acostumbraba detenerse en la sección de sucesos, por deformación profesional, y en los titulares de las páginas deportivas, por pura afición. Pero casi nunca, con excepción de los domingos, tenía tiempo para leer los periódicos con calma. Acuciado por el reloj, se prometía remitir a sus ratos libres una lectura más pausada de los artículos que podían llegar a interesarle. Habitualmente, sin embargo, regresaba tarde de la comisaría, o de cenar, por lo general sin compañía, en cualquier restaurante próximo a su casa, para caer rendido en la cama y quedarse dormido con los diarios sin abrir a un lado de la almohada.

Desde que se había separado, los ruidos de su apartamento -los mal purgados radiadores, el crujido del parquet, los roces de la vajilla sobre la superficie de fórmica de la mesa de la cocina- le parecían más nítidos, siniestros, incluso, como si esas manifestaciones mecánicas de la naturaleza muerta, del mobiliario, las tuberías o la dilatación de los muros se hubiesen aliado contra su equilibrio emocional, privándole del silencio que exigían sus excitados nervios. Para colmo, oía con frecuencia discutir a los vecinos, que tenían problemas con sus hijos adolescentes. Lo único que en esas ocasiones le consolaba era pensar que él, por fortuna, no se había reproducido en uno de aquellos maleducados jovencitos que aplastaban las colillas en el rellano y que, cuando sus padres no estaban en casa, reventaban el tocadiscos con una atronadora música de rock.

Se estaba tornando irritable; a ratos, incluso, un punto paranoico. A menudo se despertaba por las noches, creyendo que alguien había entrado en la vivienda. Pero nunca era nada más que otro de esos artificiales ruidos que parecían resonar en el interior de su cerebro.

Antonia y él siempre desayunaban juntos. Dejaban las tazas de café, todavía calientes, sobre la mesa de la cocina, y bajaban en el ascensor, en cuyo espejo aprovechaba ella para retocarse la pintura de labios. Se despedían en la puerta de la casa, camino hacia sus respectivos trabajos. Antonia estaba empleada en una entidad bancaria, como directora de sucursal. Su mujer ganaba un buen sueldo, ligeramente superior al suyo. A pesar de estar enamorado de su oficio, y de sus ascensos en el escalafón, con las adicionales mejoras económicas, el comisario siempre se había considerado mal pagado. En especial, cuando se comparaba con otros profesionales de la función pública que, corriendo riesgos inferiores, disfrutando de horarios fijos y vacaciones estables, y sin necesidad de tener que soportar a un jefe superior, a un director general y a un gobernador civil, ingresaban más que él a final de mes.

Aunque habían transcurrido ya varios meses desde que Antonia abandonara el domicilio conyugal, yéndose a vivir a casa de una prima suya para así poner término a la larga serie de disputas que, con mínimas variantes, solían arrancar de la fanática entrega de Satrústegui a su tiránico trabajo, el divorcio no pasaba aún de ser una amenaza latente. El comisario se había propuesto recuperar a su mujer, pero no descubría el medio de hacerlo. La llamaba cada dos o tres días, teniendo que conformarse, la mayoría de las veces, con platicar con la prima. A la que, por cierto, aborrecía.

Ese tiempo muerto, vacío, venía actuando como un complejo de culpa sobre su aislamiento sentimental. Una débil piedad hacia sí mismo embargaba al comisario cuando, no sin experimentar lacerantes celos, se torturaba imaginando a su mujer en el acto de compartir rutinas y hábitos, los desayunos, el cine de los domingos, los paseos por el puerto, los juegos y placeres de cama con otro hombre de rasgos inciertos. ¿Seguía enamorado de Antonia? No lo sabía con certeza, pero su corazón no había dejado de sufrir.

A las siete llegaba Petra, la mujer que se ocupaba de la limpieza del piso. También hacía la compra, cocinaba y planchaba las camisas del comisario, siempre listadas, con rayas de un solo color. Petra tenía llave, por si Satrústegui había madrugado más de la cuenta, o se encontraba fuera de la ciudad, pero, por indicación suya, sólo la utilizaba en el caso de que nadie respondiera al portero automático.

En cuanto Petra franqueaba la puerta del apartamento, Satrústegui se enfundaba su pistola, se ponía la americana, aferraba su maletín y bajaba al garaje.

Antes de accionar la llave de contacto, revisaba el coche de manera exhaustiva. Levantaba las alfombrillas, palpaba los huecos de los asientos, abría el capó y se tumbaba largo en el suelo para estar seguro de que el vehículo no había sido manipulado. Observadas las medidas de autoprotección, encendía el motor y conducía por la avenida del Príncipe hasta el edificio de la Jefatura Superior de Policía.

Las dependencias de la Comisaría Central, de la que Conrado Satrústegui era titular, ocupaban una de las plantas. Los mandos principales disponían de plaza reservada en un aparcamiento al aire libre, vigilado por un agente con órdenes estrictas de impedir el paso a cualquier persona ajena a los cuerpos armados.

El comisario tenía la costumbre de fichar unos minutos antes que sus colaboradores. Le gustaba recorrer los pasillos todavía vacíos, sin uniformes, carreras ni gritos, con reflejos de agua sucia y olor a lejía barata, y saludar a las limpiadoras del turno de noche.

Una de ellas, Marisa, era viuda de un policía. Del pobre Javier Marco. Se lo habían cargado de un disparo en el pecho, cuando todavía se ganaba el sueldo como un simple patrullero. Así era su oficio, pensó esa mañana el comisario al cruzarse con la desmejorada viuda. Apoyada en la fregona, Marisa mostraba un gesto amargo, y los nudillos llenos de sabañones; su espléndida melena se había degradado en una capa de pelo graso, recogido en cola de caballo. Años atrás, cuando todavía eran jóvenes, Antonia y él solían salir a cenar con el matrimonio Marco. Marisa había sido una mujer vistosa, de las que llamaban la atención. Pero de su antigua belleza no quedaba ni siquiera el recuerdo.

Después de extraer un café negro de la máquina, el comisario solía encerrarse en su despacho para revisar la agenda y organizar su jornada. Valoraba esos ratos de concentración y lucidez. Su experiencia le decía que tales oasis de tranquilidad no solían durar, y que la mañana empezaría a complicarse en cuanto el agente de guardia se presentara para comunicarle el parte de sucesos ocurridos durante la madrugada.

Teniendo en cuenta que la provincia padecía uno de los mayores índices criminalísticos del país, y que una elevada proporción de los delitos de sangre eran cometidos al amparo de la oscuridad, ese informe casi nunca resultaba irrelevante. Con cíclica frecuencia, el comisario insistía a sus hombres en que, si la importancia del asunto así lo requería, no dudaran en llamarle a su domicilio, a cualquier hora. Pero, acaso por un mal asimilado respeto, esa indicación se incumplía de manera sistemática.