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También, dedujo Satrústegui hacia las ocho y media de la mañana de aquel tercer lunes de diciembre, tras leer en diagonal el parte que un cansado policía acababa de entregarle, lo había sido durante la última noche.

Porque una extraña muerte, que en absoluto parecía accidental, sino, más bien, por su insólita brutalidad, por el odio criminal que se desprendía del simple enunciado de los hechos, obra de algún perturbado, acababa de descubrirse en la localidad pesquera de Portocristo.

Sintiendo un cosquilleo de excitación en la boca del estómago, el comisario manoteó la atestada superficie del escritorio hasta dar con sus lentes de lectura. Repasó el informe, esta vez con todo detenimiento.

Los datos que había registrado el retén de guardia eran muy limitados. No obstante, Conrado Satrústegui comprendió a primera vista que se trataba de un caso de extrema gravedad.

3

«¿Portocristo?»

El comisario tardó unos segundos en recordar que se trataba de una pequeña ciudad, un pueblo, realmente, perdido en el extremo oriental de la provincia, a unos ciento veinte kilómetros de la capital, allá por el estuario del río Madre.

– ¿Qué diablos significa esto? -gruñó Satrústegui-. ¿Por qué no me despertaron de inmediato?

– No creí necesario importunarle, señor comisario -repuso Ortega, uno de los agentes del turno de noche.

Ortega aguardaba en pie, frente a su mesa. Tenía caspa en la guerrera y llevaba la corbata mal anudada. Una barba incipiente oscurecía la piel ya de por sí cetrina de su rostro. El comisario supuso que estaba deseando obtener autorización para retirarse a descansar tras un servicio ininterrumpido de veinticuatro horas. Ortega no integraba precisamente el grupo de agentes a quienes tenía en mayor estima.

– Es evidente que se trata de un crimen -dijo Satrústegui-. Y de los más salvajes. ¿Cuándo se perpetró?

– Por el momento, se desconoce la hora de la muerte, señor.

Apoyándose contra el respaldo de su butaca, el comisario introdujo los pulgares en las sisas del chaleco -gesto característico en él cuando comenzaba a irritarse-, y resumió en voz alta el contenido del informe:

– Un cadáver brutalmente mutilado aparece en un lugar remoto de la costa. El cuerpo fue localizado en la tarde de ayer por un vecino de Portocristo que, según parece, es dueño de una embarcación. Dicho ciudadano recoge el cadáver, lo envuelve en un capote de marinero junto con sus extremidades y… ¿Qué demonios ha puesto aquí, Ortega? ¿Y por qué el informe está escrito a mano?

– La máquina de escribir se ha estropeado, señor.

– ¿No había otra en toda la comisaría?

– Los despachos permanecen cerrados durante la noche.

– Está bien. Traduzca.

El policía se inclinó sobre el expediente. Al no ser capaz de interpretar su propia letra en sentido inverso, rodeó la mesa y leyó sobre los hombros de su superior. Satrústegui percibió su fuerte halitosis.

– Los ojos.

– ¿También se los arrancó? -exclamó el comisario.

– Eso afirmaba el atestado de la Guardia Civil.

– ¿Qué arma se utilizó?

Ortega vaciló.

– No lo sabemos, señor. Un cuchillo de sierra, quizá.

– Y los intestinos… ¡Válgame el cielo! ¿Quiere hacerme creer que ese marino que encontró el cadáver recogió las tripas, las empaquetó como si fueran longanizas y trasladó el mondongo al puerto navegando en la oscuridad de las marismas, igual que El Holandés Errante?

El agente entrecerró los ojos, haciendo memoria para identificar al peligroso criminal a que debía referirse el comisario. El Holandés Errante… ¿Podría tratarse de un seudónimo de Erik el Belga, el célebre desvalijador de iglesias?

Ortega carraspeó.

– Así ocurriría, señor. Un patrón cargó el cuerpo del difunto, que es, que se llamaba…

El policía hizo amago de circunvalar la mesa para inclinarse de nuevo sobre el parte, lo que impacientó aún más a Satrústegui. Decidido a evitar la proximidad de su aliento, el comisario dio la vuelta al informe.

– Gracias, señor… Dimas Golbardo, sí. Ése es el nombre del muerto. El marino que lo encontró embarcó sus restos y los transportó hasta la dársena de Portocristo. La Guardia Civil informó al juez Cambruno, Antonio Cambruno, quien, en el cumplimiento de sus funciones, se desplazó al muelle, requirió la presencia de un médico y, una vez certificada la defunción, procedió al levantamiento del cadáver.

– ¿Cambruno es el titular del Juzgado de Portocristo?

– Afirmativo, señor. Según el cabo del destacamento, con quien, después de recibir el fax que nos informaba de los hechos, contacté telefónicamente, se trata de un magistrado más bien pintoresco. Permitió que los agentes tomasen fotos del cuerpo, pero de inmediato lo hizo trasladar a la funeraria en un carro de bueyes.

– ¿Un carro de bueyes? ¿Me está tomando el pelo, Ortega?

– Nada más lejos de mi intención, señor. Se lo refiero tal como el cabo me lo relató. El coche fúnebre debía de estar averiado.

– ¿Como su máquina de escribir? -El agente no contestó, avergonzado-. ¿Qué hay del cadáver de ese tal Dimas Golbardo? -preguntó a continuación el comisario-. ¿Sigue en esa funeraria?

– Así lo imagino, señor.

– No me gustan las suposiciones. ¿Se le va a practicar la autopsia?

– Ignoro si el juez lo ha dispuesto.

Conrado Satrústegui hizo rotar los pulgares. Nada le irritaba tanto como que sus hombres le respondiesen con imprecisión o vaguedad. Estaba empezando a ponerse nervioso. Y, cuando eso ocurría, las cosas solían complicarse para el personal a sus órdenes.

– En Portocristo debe haber más de un médico. ¿Cuál fue el que reconoció el cadáver?

El agente se apresuró a registrar los bolsillos de su guerrera.

– Apunté el apellido. Aquí está. -Blandió una hojita arrancada de una barata libreta de espirales-. Doctor Ancano. Es el director del ambulatorio.

– ¿Han hablado con él?

– No, señor. Me pareció improcedente, siendo de amanecida…

Su superior lo fulminó con la mirada.

– ¿Y esas fotos?

– He solicitado una transmisión urgente, pero todavía no se han recibido.

– Insista. ¿Qué más sabemos?

– Nada más. A menos que…

– ¿Algún otro detalle, agente? Vamos, hable. No dispongo de todo el día.

Sus subalternos temían el humor matinal de Satrústegui. Desde su separación, que era ya de dominio público, su férreo carácter se había avinagrado.

Ortega tragó saliva.

– El cabo me comentó que los restos del difunto Dimas Golbardo aparecieron en un lugar apartado de la costa, conocido como la Piedra de la Ballena. Debe de hacer mucho tiempo que sólo las gaviotas habitan ese paraje. El cabo, veterano en el puesto, me dijo también que años atrás, en los tiempos de Maricastaña, en el marco de una tradición ancestral, los pescadores de ballenas desguazaban allí sus capturas, los grandes cetáceos…

– Una tradición ancestral -repitió el comisario, con un suave tono de burla-. Dentro de nada se pondrá usted a hablar de Moby Dick y de aquel marinero llamado Ismael.

– Disculpe, señor. No pretendía resultar fatuo.

– No lo ha sido. Discúlpeme a mí. La Piedra de la Ballena -murmuró Satrústegui, sin dejar de girar los pulgares, cuya presión había acabado por imprimir la huella dactilar junto a los botones del chaleco-. Curioso.

Con dificultad, Ortega reprimió un bostezo.

– ¿Desea que siga con las pesquisas, señor comisario?

– ¿No ha terminado su guardia?

– Puedo continuar, si usted lo ordena.

– ¿Y obligarme a remunerar las horas extraordinarias al precio que me impongan los sindicatos? Olvídelo, Ortega. ¿Ha llegado la subinspectora De Santo?

– Me pareció verla al subir.

– Delegue el asunto en ella. Comuníquele novedades, si es que se han producido mientras despachaba conmigo. Antes de abandonar la comisaría, no olvide insistir en la transmisión de las fotografías forenses. Después de la dura labor que ha realizado esta noche, le deseo un gratificante descanso. Preséntese ante mí al entrar de servicio.