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Las dos ventanas del departamento daban a un patio interior. Casi nunca se abrían. Haciendo caso omiso al recién sancionado reglamento, todos los agentes fumaban.

En la agobiante atmósfera de Homicidios reinaba el desorden. Fanática de la limpieza, Martina había intentado trasladar su pulcritud a los hábitos de sus colegas, pero en ese terreno sus esfuerzos habían resultado baldíos. Las mesas seguían sosteniendo un pandemónium de expedientes, periódicos atrasados, vasos de plástico con restos de café, ceniceros repletos de colillas, además de una miscelánea de elementos útiles a las investigaciones en curso, desde pruebas procedentes de escenas de crímenes que aguardaban turno de análisis en el laboratorio hasta objetos decomisados en el curso de las últimas redadas: llaves, documentos, navajas, incluso armas de fuego.

Tanta desidia sublevaba a Martina, pero no tenía más remedio que acogerse a una paciente resignación. Las cosas iban a seguir así, al menos mientras el inspector Buj continuara al frente del equipo. Al Hipopótamo le faltaban tres años para alcanzar un retiro que, antes, una mayoría de investigadores deseaba secretamente, pero que, ahora, entendiendo que, a la larga, podía beneficiar un nuevo ascenso de Martina de Santo, era temido como un mal mayor. Buj no sólo no reprobaba el desorden, sino que parecía sentirse a gusto en aquel ambiente. Su propio despacho, revuelto y mal ventilado, era un buen ejemplo de ello.

De los seis agentes asignados a Homicidios, todos varones, sólo uno ocupaba en ese momento su puesto. Los demás se hallaban lejos del edificio, enfrascados en diversas pesquisas, declarando en los Juzgados o poniendo en práctica labores de seguimiento o rastreo.

Tampoco estaba el inspector Buj, cuyas frecuentes ausencias sólo parecían escandalizar a la subinspectora. Sus compañeros jamás criticaban el hecho de que su superior tuviese instalado una especie de segundo despacho en el bar El Lince, un cafetín situado en la esquina de la manzana, en cuya barra, a lo largo de la jornada, los camareros iban sirviendo al inspector su cotidiana ración de cañas de cerveza.

– Un segundo, Carrasco -dijo Martina, abriéndose paso entre las papeleras repletas y las sillas colocadas de cualquier manera.

El agente Carrasco se levantó y la siguió hasta su mesa. Era un individuo anónimo, de hombros cargados y expresión apática, pero competente y servicial, y en posesión de una notable hoja de servicios. Había venido colaborando con la subinspectora de manera hasta cierto punto satisfactoria para ambos. Sus colegas solían burlarse de esa insólita afinidad. Para replicarles, Carrasco empleaba una contundente frase que había escuchado de labios del propio comisario Satrústegui: «Esa mujer será un bicho raro, pero tiene un par de huevos.»

– El deber nos llama-dijo Martina, desabrochándose la chaqueta y aflojando el lazo de su corta corbata de seda negra-. Un hombre ha sido despedazado en las lagunas del delta. Eche un vistazo, si no acaba de desayunar.

La subinspectora arrojó las fotos sobre su inmaculado escritorio, exento de cualquier objeto personal con excepción de una fotografía enmarcada en un sencillo baquetón. En el papel satinado se veía a una mujer joven, rubia, de rasgos redondos y amenos, sonriendo en mitad de un bosque envuelto en bruma.

La mujer de la foto era Berta, pero allí, en comisaría, nadie sabía de quién se trataba. Martina de Santo jamás hablaba de su vida privada. La discreción y la austeridad le eran consustanciales. En los cajones de su mesa guardaba muy pocas cosas: una agenda, estuches de aspirina, a la que era adicta, barritas de cacao, su pistola reglamentaria.

– Por los clavos de Cristo-murmuró Carrasco-. Sí que se han ensañado. ¿Quién es? Perdón: ¿quién era?

– Un pescador de la comarca, suponemos. Dimas Gol bardo. Natural de Portocristo. Sesenta y tantos años, estatura media, ojos… ¿Se fija?

– Vaya salvajada -comentó el agente; no obstante, contemplaba las mutilaciones sin la menor turbación, como si en lugar de los testimonios gráficos de un bárbaro asesinato se tratara de una colección de postales-. Hay que odiar mucho a alguien para cuartearlo como a una res.

– ¿Odio? -dudó la subinspectora-. ¿Sólo odio? Una sádica complacencia, una placentera, incluso, erótica crueldad, puede discurrir por la corriente emocional del más despiadado asesino. ¿Qué es el odio, Carrasco, y desde cuando los sentimientos son compartimentos estancos?

Martina hizo una pausa antes de añadir con una sonrisa sardónica:

– Si desea una demostración empírica de mi teoría sobre el placer sanguinario, vuelva la mirada a su interior.

La subinspectora encendió un cigarrillo. De sobra sabía que sus sarcasmos hacían nula mella en aquellos colegas suyos, refractarios, en cualquiera de sus formas, a la crueldad criminal, pero a veces cedía a la tentación de apelar a sus conciencias. Era como golpear un muro ciego. El abúlico gesto de Carrasco desmintió que, tal como ella acababa de sugerirle, estuviese sondeando el lado oscuro de su alma. Simplemente, aguardaba. De modo que Martina de Santo, enroscando en sus palabras volutas de humo, consideró:

– Sería prematuro extraer conclusión alguna, pero ¿por qué descartar el placer? Hay criminales que, al matar, obtienen una inefable satisfacción. Analice la limpieza de esos cortes, Carrasco. Seguramente, los autores del crimen de Portocristo hirieron a la víctima en el abdomen, en primer lugar, y después, mientras aún respiraba, con golpes secos, contundentes, de la misma manera que un carnicero separa la carne de la materia impura, fueron troceando su cuerpo, quién sabe si recreándose en esa tarea. Los asesinos pudieron acabar fácilmente con la vida de Dimas Golbardo, pero, por alguna razón, prefirieron someterle a tortura, haciéndole pagar una supuesta culpa, o pretendiendo establecer un escarmiento, una advertencia destinada a futuras víctimas.

– ¿Los asesinos? ¿Por qué habla en plural?

– Opino que al menos se emplearon dos tipos de armas blancas. Un cuchillo grande y un hacha, quizá.

– Pudo usarlas la misma persona, sucesivamente.

La subinspectora replicó:

– Desde un punto de vista estadístico, es poco probable. Un asesino, un arma. Dos armas, un complot.

De repente, Carrasco recordó algo.

– ¿Portocristo, ha dicho? Hace algún tiempo, en verano, hubo otro suceso allí.

Martina de Santo enarcó una ceja.

– ¿Otro suceso?

El agente especificó:

– Un hombre se precipitó por los acantilados. Treinta metros de caída libre, con resultado de muerte instantánea.

– ¿De quién se trataba?

– Del farero de Isla del Ángel, un peñón próximo a la costa. Debió ocurrir a mitad de julio. Usted se encontraba de vacaciones, o no se había incorporado aún al grupo.

– Tuve una semana de descanso antes de trasladarme a Homicidios, pero a mi ingreso revisé todos los casos, uno por uno. ¿Cómo es posible que no me diera cuenta?

Carrasco se pasó la mano por el cráneo. Unos pocos pelos demasiado largos se esforzaban inútilmente por mantener la ilusión de un cabello sano.

– Decidimos darle carpetazo -admitió, con tono cautelar-. Por eso no repararía usted.

Martina apretó los labios.

– ¿Es costumbre de los miembros de la brigada archivar casos sin mi consentimiento?

– Pensamos que carecía de interés policial.

– ¿Pensaron o lo pensó usted?

– Fue decisión mía -asumió el agente, incómodo-. El asunto no parecía tener vuelta de hoja. Se trataba, simplemente, de una caída mortal.

Carrasco volvió a vacilar. La subinspectora lo escrutaba con sus árticos ojos de color aluminio. Su colega agregó: