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– Cuando lo encontraron debía llevar varios días sin vida.

– ¿Quién descubrió el cadáver?

– Una barca lo recogió en una cala de la isla y lo depositó en el muelle de Portocristo.

– ¿A quién pertenecía esa embarcación?

– Lo ignoro. ¿Qué importancia tiene?

– ¿Se instruyó investigación? -quiso saber Martina.

– Nadie la reclamó.

– ¿El cuerpo presentaba heridas, mutilaciones?

Carrasco tuvo que afinar la memoria.

– Creo recordar que tenía el cuello roto.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Acaso lo vio?

– La Guardia Civil nos informó.

– ¿Nuestro grupo no desplazó a ningún agente?

– Eran días de mucho trabajo, y de poco personal. Al inspector Buj le pareció innecesario.

La subinspectora sacó la pitillera y golpeó contra la tapa el extremo de otro de sus cigarrillos sin filtro. Estaba fumando demasiado. Tres cajetillas diarias. No obstante, su última revisión había concluido con un diagnóstico normal. Ella atribuía su buen estado de salud a la práctica del footing. Para aprobar las pruebas de ingreso había debido someterse a una dura preparación física, y fue entonces cuando se aficionó a practicar carreras de fondo. En adelante, mantuvo el hábito de correr casi todas las mañanas, al amanecer, seis o siete kilómetros, la distancia entre su casa y el Jardín Botánico, ida y vuelta. O, en las últimas semanas, la de su nuevo recorrido hasta el puerto.

– ¿Al cadáver del farero le faltaban los ojos, por casualidad?

– No lo sé -masculló Carrasco. Su apatía estaba dando paso a una leve inquietud; aunque sólo llevaba un semestre con ellos, los agentes de la sección habían comprobado que la subinspectora era muy estricta con los trámites de cada proceso-. En esa parte de la costa abundan las aves migratorias, que disponen en el estuario de un parque natural protegido, una especie de edén particular. Supongo que se cebarían con el cadáver. Puedo rescatar el expediente, si lo desea.

– Ya está tardando.

Carrasco desapareció en dirección al archivo, que se distribuía abajo, en los sótanos, en tres lóbregas salas en forma de U, junto a los calabozos y el cuarto de calderas.

La subinspectora aprovechó el paréntesis para redactar una lista con asuntos pendientes e instrucciones adjuntas. Lo hizo en pie, escribiendo velozmente con su Parker de plata. Poseía una letra alta, torcida a la derecha. Un grafólogo habría establecido que su escritura era viril. Había llenado una holandesa por ambas caras cuando regresó Carrasco con una carpeta.

– El muerto de Isla del Ángel se llamaba Pedro Zuazo. Era el farero, en efecto.

La subinspectora leyó el escueto expediente. El cadáver de Pedro Zuazo había aparecido en una cala, desnucado. El atestado de la Guardia Civil incluía el certificado de defunción, firmado, como el de Dimas Golbardo, por el doctor Ancano.

– ¿Algo más, Carrasco?

– Por mi parte, no. El sargento Romero, que está al frente del destacamento de Portocristo, es un hombre competente. Podrá darle todos los detalles. Lleva tiempo en la comarca, y conoce el fangoso terreno que pisa. ¿Sabía, por cierto, subinspectora, que el río se ha desbordado otra vez? La carretera de Bolscan a Portocristo está cortada en varios tramos. Tardarán días en repararla. También está interrumpida la vía férrea. Desde el oeste, el estuario se encuentra prácticamente incomunicado.

– Lo ignoraba. Gracias por la advertencia. Me quedaré con este expediente. Si le viene a la memoria algo más, no deje de comentármelo.

Aliviada, en el fondo, por no tener que utilizar su automóvil, Martina consultó una guía telefónica y llamó a la Compañía Marítima del Norte. Esa misma tarde, a las seis, salía un ferry que a medianoche fondearía en Portocristo. El viaje era eterno, pero no había otra opción. Reservó un camarote en clase turista. A continuación, marcó el número de una agencia de taxis y dejó apalabrado un coche para recogerla hora y media antes en la puerta de su casa. Ella era así, y no de otro modo; no le gustaba dejar nada al azar. Solía llegar a las estaciones y aeropuertos con bastante antelación. Lo contrario, la improvisación, la prisa, le producía un desasosiego que ya no le abandonaba durante el resto del viaje.

6

Esperó hasta las once, por si la secretaria de Satrústegui tenía la deferencia de remitirle algún otro dato sobre el caso. Al no darse esa circunstancia, la llamó por el número interior.

Adela fingió haber olvidado el asunto. Estaba muy ocupada, dijo. Tras advertirle que el jefe Satrústegui comunicaba, hizo esperar largo rato a la subinspectora. Pasados un par de minutos, le hizo saber que el comisario no podía ponerse, pero que le ratificaba la ausencia de novedades. Martina preguntó si su superior había contactado con la Comandancia de la Guardia Civil o con el oficial al mando de la agrupación de Portocristo.

La secretaria repuso:

– Con la Comandancia, en efecto. No, ya le digo, no ha dejado ningún recado para usted. ¿El juez Cambruno? Todavía no hemos conseguido localizarle.

– ¿Cómo es posible?

– Eso mismo me pregunto yo.

– ¿Ha hablado con el secretario del Juzgado? -apuntó Martina.

– Naturalmente. ¿Me va a decir de qué forma tengo que hacer mi trabajo? Se llama Gámez, como la cupletista, y me ha parecido un perfecto cretino. Ahora tengo que dejarla, lo siento.

La subinspectora colgó, visiblemente enfadada. Pero, justo al hacerlo, el teléfono volvió a sonar.

Era Berta. Llamaba, muy alarmada, porque acababa de oír en la radio que se había cometido un terrible crimen en un pueblecito costero.

– Supongo que estarás informada -empezó a decir su amiga, al otro lado del hilo; debía estar nerviosa, porque se atropellaba al hablar-, pero he decidido advertírtelo, por si no lo sabías. El locutor ha dicho que han descuartizado a un hombre. He anotado el nombre de la víctima: Dimas Golbardo. Me ha parecido un apellido curioso. Medieval, o algo así.

A Martina le extrañó un tanto la reacción de Berta. Era la primera vez que su amiga la llamaba a la comisaría. De hecho, ni siquiera tenía el número. Supuso que habría consultado con el teléfono de urgencias, y que desde centralita le habrían pasado con ella. La subinspectora bajó la voz, para que no la oyera Carrasco.

– ¿Dónde estás?

– En el centro. Acabo de oír la noticia en la emisora de un taxi. ¿He hecho mal en llamarte?

– Claro que no -repuso Martina, con un barniz desprovisto de calor. Pero, acto seguido, valorando el hecho de que Berta se preocupase por su actividad, decidió que merecía una respuesta más amable, y agregó-: El comisario acaba de delegarme el caso.

– ¿No será peligroso?

Aquella inocente salida hizo reír a Martina. Sin embargo, su rostro se ensombreció. Detrás del cogote de Carrasco, la curva panza del inspector Buj acababa de recortarse en el vano. La subinspectora moderó aún más el tono, hasta reducirlo a un susurro:

– Estoy encantada de contar con una colaboradora tan valiosa, pero ahora tengo trabajo, Berta. ¿Nos veremos luego, en casa?

– He quedado con Adorno, el marchante. Llegaré tarde.

– Te esperaré.

Martina colgó. La abotagada cara del Hipopótamo sostenía una torcida sonrisa. Era evidente que había bebido. La euforia del alcohol le duraba cada vez menos, dando paso a una quisquillosa irritabilidad. Hasta que, para combatir la abstinencia, palpaba su americana en busca de la petaca y, escorando la cabeza sobre el hombro, bebía un trago.

Aireando un olor rancio, a sudor y a barra de bar, el Hipopótamo atravesó la oficina.

– Buenos días por la mañana, encanto. Hoy estás como para untar pan.

Martina no podía soportar que su inmediato superior se tomase con ella esa clase de licencias, pero había decidido que resultaba más inteligente callar y esperar. A Buj no le quedaba mucho tiempo en activo. Eso, si una cirrosis no se lo llevaba cualquier día por delante.