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Piotr Alejandrovitch obró con presteza e incluso fue nombrado tutor del niño (conjuntamente con Fiodor Pavlovitch), ya que su madre había dejado tierras y una casa al morir. Mitia se trasladó a casa de su tío, que no tenía familia. Cuando éste hubo de regresar a París, después de haber arreglado sus asuntos y asegurado el cobro de sus rentas, confió el niño a una de sus tías, residente en Moscú. Después, ya aclimatado en Francia, se olvidó del niño, sobre todo cuando estalló la revolución de febrero, acontecimiento que se grabó en su memoria para toda su vida. Fallecida la tía de Moscú, Mitia fue recogido por una de las hijas casadas de la difunta. Al parecer, se trasladó a un cuarto hogar, pero no quiero extenderme por el momento sobre este punto, y menos teniendo que hablar más adelante largamente del primer vástago de Fiodor Pavlovitch. Me limito a dar unos cuantos datos, los indispensables para poder empezar mi novela.

De los tres hijos de Fiodor Pavlovitch, sólo Dmitri creció con la idea de que poseía cierta fortuna y sería independiente cuando llegase a la mayoría de edad. Su infancia y su juventud fueron muy agitadas. Dejó el colegio antes de terminar sus estudios, ingresó en la academia militar, se trasladó al Cáucaso, sirvió en el ejército, se le degradó por haberse batido en duelo, volvió al servicio y gastó alegremente el dinero. Su padre no le dio nada hasta que fue mayor de edad, cuando Mitia había contraído ya importantes deudas. Hasta entonces, hasta que fue mayor de edad, no volvió a ver a su padre. Fue a su tierra natal especialmente para informarse de la cuantía de su fortuna. Su padre le desagradó desde el principio. Estuvo poco tiempo en su casa: se marchó enseguida con algún dinero y después de haber concertado un acuerdo para percibir las rentas de su propiedad.

Detalle curioso: no consiguió que su padre le informara acerca del valor de su hacienda ni de lo que ésta rentaba. Fiodor Pavlovitch vio enseguida —es importante hacer constar este detalle que Mitia tenía un concepto falso, exagerado, de su fortuna. El padre se alegró de ello, considerando que era un beneficio para él. Dedujo que Mitia era un joven aturdido, impulsivo, apasionado, y que si se le daba alguna pequeña suma para que aplacara su afán de disipación, estaría libre de él durante algún tiempo.

Fiodor Pavlovitch supo sacar provecho de la situación. Se limitó a desprenderse de vez en cuando de pequeñas cantidades, y un día, cuatro años después, Mitia perdió la paciencia y reapareció en la localidad para arreglar las cuentas definitivamente. Entonces se enteró, con gran asombro, de que no le quedaba nada, que había recibido en especie de Fiodor Pavlovitch el valor total de sus bienes y que incluso podía estar en deuda con él, cosa que no sabía a ciencia cierta, pues las cuentas estaban embrolladísimas. Según tal o cual convenio concertado en esta o aquella fecha, Mitia no tenía derecho a reclamar nada, etcétera. Mitia se indignó, perdió los estribos y estuvo a punto de perder la razón, al sospechar que todo aquello era una superchería.

Éste fue el móvil de la tragedia que constituye el fondo de mi primera novela, o, mejor dicho, su marco.

Pero antes de referir estos hechos, hay que hablar de los otros dos hijos de Fiodor Pavlovitch y explicar su origen.

CAPITULO III

Nuevo matrimonio y nuevos hijos

Después de haberse desembarazado de Mitia, Fiodor Pavlovitch contrajo un nuevo matrimonio que duró ocho años.

Su segunda esposa, joven como la primera, era de otra provincia, a la que se había trasladado en compañía de un judío para tratar de negocios. Aunque era un borracho y un perdido, no cesaba de velar por su capital y realizaba excelentes aunque nada limpias operaciones.

Sofía Ivanovna era hija de un humilde diácono y quedó huérfana en su infancia. Se había educado en la opulenta mansión de su protectora, la viuda del general Vorokhov, dama de gran prestigio en la sociedad, que, además de proporcionarle una educación, había labrado su desgracia. Ignoro los detalles de este infortunio, pero he oído decir que la muchacha, dulce, cándida, paciente, había intentado ahorcarse colgándose de un clavo, en la despensa, tanto la torturaban los continuos reproches y los caprichos de su vieja protectora, que no era mala en el fondo, pero que, al estar todo el día ociosa, se ponía insoportable.

Fiodor Pavlovitch pidió su mano, pero fue rechazado cuando se obtuvieron informes de él. Entonces propuso a la huérfana raptarla, como había hecho con su primer matrimonio. Con toda seguridad, ella se habría negado a ser su esposa si hubiese estado mejor informada acerca de él. Pero esto sucedía en otra provincia. Además, ¿qué podía discernir una muchacha de dieciséis años, como no fuera que era preferible arrojarse al agua que seguir en casa de su protectora? Es decir, que la infortunada sustituyó a su bienhechora por un bienhechor. Esta vez Fiodor Pavlovitch no recibió ni un céntimo, pues la generala se enfureció de tal modo, que lo único que le dio fue su maldición.

Pero Fiodor Pavlovitch no contaba con el dinero de su nueva esposa. La extraordinaria belleza de la joven, y sobre todo su candor, le habían cautivado, a él, un hombre todo voluptuosidad, que hasta entonces sólo había sido sensible a los atractivos más groseros. «Sus ojos inocentes me taladran el alma», decía con una sonrisa maligna. Pero aquel ser corrompido sólo podía sentir una atracción de tipo sensual. Fiodor Pavlovitch no tuvo ningún miramiento con su esposa. Considerando que estaba en deuda con él, ya que la había salvado de una vida insoportable, y aprovechándose de su bondad y su resignación inauditas, pisoteó la decencia conyugal más elemental. Su casa fue escenario de orgías en las que tomaban parte mujeres de mal vivir. Un detalle digno de mención es que Grigori, hombre taciturno, estúpido y obstinado, que había odiado a su primera dueña, se puso de parte de la segunda, discutiendo por ella con su amo de un modo inadmisible en un doméstico. Un día llegó a despedir a las doncellas que rondaban a Fiodor Pavlovitch. Andando el tiempo, la desdichada esposa, que había vivido desde su infancia en un perpetuo terror, contrajo una enfermedad nerviosa corriente entre las lugareñas y que vale a sus víctimas el calificativo de «endemoniadas». A veces la enferma, presa de terribles crisis histéricas, perdía la razón. Sin embargo, dio a su marido dos hijos: Iván, que nació un año después de la boda, y Alexei, que vino al mundo tres años más tarde. Cuando Sofía Ivanovna murió, Alexei tenía cuatro años, y, por extraño que parezca, se acordó toda su vida de su madre, aunque como a través de un sueño. Al fallecer Sofía Ivanovna, los dos niños corrieron la misma suerte que el primero: el padre se olvidó de ellos, los abandonó por completo, y Grigori se los llevó a su pabellón.

Allí los encontró la vieja generala, la misma que había educado a la madre. Durante los ocho años en que Sofía Ivanovna fue la esposa de Fiodor Pavlovitch, el rencor de la vieja dama hacia ella no había cedido. Sabiendo la vida que llevaba la infeliz, enterada de que estaba enferma y de los escándalos que tenía que soportar, la generala manifestó dos o tres veces a los parásitos que la rodeaban: «Bien hecho. Dios la ha castigado por su ingratitud.»