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Kazuo Ishiguro

Los inconsolables

1

Al taxista pareció darle un poco de apuro ver que no había nadie para recibirme, ni siquiera un conserje tras el mostrador de recepción. Cruzó el desierto vestíbulo…, tal vez con la esperanza de descubrir a algún empleado oculto detrás de los maceteros con plantas o de los butacones. Hasta que, finalmente, dejó en el suelo mis maletas junto a la puerta del ascensor y se despidió de mí murmurando unas palabras de excusa.

El vestíbulo era amplio sin exageración: lo suficiente para albergar varias mesitas de café sin dar sensación de agobio. Pero el techo era bajo y el cielo raso estaba claramente pandeado, lo que inspiraba una leve claustrofobia, a la que contribuía también el hecho de que, a pesar del espléndido sol que hacía fuera, en el interior reinaba la penumbra. Sólo junto a la recepción había una franja brillante de luz solar en la pared, que iluminaba una zona con revestimiento de madera oscura y un expositor con revistas en alemán, francés e inglés. Vi también una campanilla de plata en el mostrador y estaba a punto de hacerla sonar cuando se abrió una puerta a mis espaldas y apareció un joven uniformado.

– Buenas tardes, señor -dijo en tono cansino, y, tras introducirse detrás del mostrador, inició los trámites de registro. Musitó una disculpa por su ausencia pero, aun así, durante unos instantes su acogida me pareció un tanto brusca. En cuanto dije mi nombre, advertí en él un respingo y un cambio de actitud.

– Perdone que no le haya reconocido, señor Ryder. El director, el señor Hoffman, deseaba darle la bienvenida personalmente, pero, por desgracia, ha tenido que ausentarse para asistir a una reunión importante.

– No importa. Espero poder verle más tarde.

El hombre rellenó apresuradamente la tarjeta de registro, sin dejar de repetir lo mal que le sabría al director no haber estado allí para recibirme. Y mencionó un par de veces que los preparativos para «la noche del jueves» traían de cabeza a su jefe, obligándole a ausentarse del hotel mucho más tiempo que de costumbre. Me limité a asentir comprensivamente, incapaz de reunir fuerzas suficientes para inquirir detalles precisos sobre lo que se preparaba para «la noche del jueves».

– ¡Oh…! ¡Y el señor Brodsky está genial hoy! -añadió el conserje animándose-. Espléndido de veras. Esta mañana se ha pasado cuatro horas ensayando sin parar con la orquesta esa… ¡Y véalo ahora…! Aún dale que te pego…, repasándolo todo de pe a pa.

Indicó con un gesto hacia el fondo del vestíbulo. Sólo entonces me di cuenta de que estaban tocando el piano en algún lugar del edificio, pues la música destacaba apenas sobre el sordo ruido del tráfico que llegaba de la calle. Alguien repetía una y otra vez una misma frase musical no muy larga -perteneciente al segundo movimiento de Verticality, de Mullery-, interpretándola morosamente, con los cinco sentidos en ello.

– Si el director hubiera estado en el hotel -seguía diciendo el conserje-, seguro que le habría comunicado su llegada al señor Brodsky para que saliera a saludarle… Pero yo…, no sé… -se excusó riendo-. No estoy muy seguro de atreverme a molestarle. Está totalmente enfrascado en su tarea, ya ve.

– Sí, claro, claro… En otro momento.

– Si el señor director hubiera sabido que… -Dejó la frase inacabada para reír de nuevo. E, inclinándose sobre el mostrador, dijo en tono confidencial-: ¿Se imagina usted, señor?… Algunos huéspedes han tenido el valor de quejarse. De que cerremos, como ahora, el saloncito cada vez que el señor Brodsky necesita el piano. ¡Es sorprendente cómo son algunos! Ayer mismo fueron dos a quejarse al señor Hoffman. Ni que decir tiene que él les paró enseguida los pies…

– No lo dudo. Así que Brodsky, dice usted… -Estaba dándole vueltas al nombre, pero no me decía absolutamente nada. Noté que el conserje me observaba con expresión de perplejidad y me apresuré a terminar-: Sí, sí, por supuesto… Espero tener ocasión de conocer personalmente al señor Brodsky.

– ¡Si estuviera aquí el señor director…!

– No se preocupe, de verdad. Y ahora, si todo está en orden, le agradecería…

– Por supuesto, señor. Debe de estar usted muy fatigado después de un viaje tan largo. Aquí tiene su llave. Gustav le acompañará a su habitación.

Miré a mi espalda y vi a un mozo de hotel de edad madura que aguardaba al otro lado del vestíbulo. Estaba de pie frente a la puerta abierta del ascensor, mirando el interior con aire absorto. Se sobresaltó cuando me acerqué a él. Alzó del suelo mis maletas y se apresuró a entrar en el ascensor detrás de mí.

Mientras iniciábamos la subida, el anciano mozo seguía sosteniendo en sus manos mis dos maletas y noté que el esfuerzo congestionaba su rostro. Las maletas eran realmente pesadas y la preocupación de que el hombre pudiera pasar a mejor vida sin haberme conducido a mi habitación me hizo decirle:

– ¿No cree que sería mejor dejarlas en el suelo?

– Me alegra que lo diga, señor -respondió con una voz que, sorprendentemente, no delataba el esfuerzo físico que se estaba imponiendo-. Cuando comencé en esta profesión, hace ya muchos años, solía dejar los bultos en el suelo del ascensor, para alzarlos sólo cuando era absolutamente necesario. Al entrar en acción, por expresarlo de algún modo. De hecho tengo que confesar que empleé ese método durante mis primeros quince años de trabajar aquí. Es el que todavía utilizan muchos de los mozos jóvenes de la ciudad. Pero no me verá hacer eso ahora… Aparte de que no vamos demasiado lejos, señor.

Proseguimos la ascensión en silencio. Que rompí diciendo:

– ¿Así que lleva usted ya tiempo trabajando en este hotel?

– Veintisiete años se han cumplido ya, señor. Y he visto muchas cosas en todo ese tiempo. Aunque, por supuesto, el hotel data de mucho antes de venir yo a él. Se dice que Federico el Grande se alojó aquí una noche, en el siglo dieciocho, y según todos los indicios era ya una posada acreditada desde mucho antes. ¡Oh, sí…! En el transcurso de los años se han vivido aquí acontecimientos de gran interés histórico. En otro momento, cuando el señor no esté tan cansado, me encantará contarle algunos de ellos.

– Pero me estaba usted diciendo por qué consideraba un error dejar el equipaje en el suelo…

– ¡Ah, sí…, en efecto! Es un tema muy interesante. Verá usted, señor… Ya imaginará usted que en una ciudad como ésta hay muchos hoteles. Lo que quiere decir que, en un momento u otro de sus vidas, muchos paisanos míos han probado a ejercer el oficio de mozo de hotel. Pero hay quienes parecen creer que con venir y ponerse el uniforme ya está, que serán capaces de realizar el trabajo. Es una ilusión bastante extendida en esta ciudad. Un mito local, podría decirse. Y me apresuro a reconocer que hubo un tiempo en que yo mismo irreflexivamente lo creí también. Pero en cierta ocasión, mucho ha llovido desde entonces, mi mujer y yo nos permitimos unas pequeñas vacaciones y fuimos a Suiza, a Lucerna. Mi mujer ya no vive, señor…, pero siempre que pienso en ella me acuerdo de aquellas vacaciones. Es un paisaje precioso el del lago… Sin duda lo conocerá usted. Dimos algunos deliciosos paseos en barca por las mañanas, después del desayuno. Pero, en fin…, como le estaba diciendo, durante aquellas vacaciones observé que la gente de aquella ciudad no tenía las mismas ideas preconcebidas acerca de los mozos de hotel que las que aquí se estilan. ¿Cómo se lo diría, señor…? Que allí eran mucho más respetuosos con los mozos…, sí. Los mejores del oficio eran figuras de cierto renombre y los principales hoteles rivalizaban por hacerse con sus servicios. Debo confesarle que aquello me abrió los ojos. Pero aquí, en cambio…, bueno…, esta idea lleva mucho, muchísimo tiempo arraigada. A veces me pregunto incluso si alguna vez se podrá erradicar. Compréndame… No estoy diciendo ni muchísimo menos que la gente de aquí se comporte de forma grosera con nosotros. Todo lo contrario: a mí me han tratado aquí siempre con cortesía y consideración. Pero, ya digo…, con esa idea subyacente de que cualquiera puede hacer este trabajo si le da por ahí. Supongo que se debe a que, hasta cierto punto, todos han tenido la experiencia de transportar equipaje de un lugar a otro… Y, basándose en ella, dan por supuesto que el trabajo de mozo en un hotel es una simple extensión de lo mismo. Con los años me he encontrado gente que, en este mismo ascensor, me han dicho: «Cualquier día dejaré mi trabajo actual para hacer de mozo en un hotel.» ¡Oh, sí, como lo oye! El caso es que, no mucho después de aquellas vacaciones en Lucerna, tuve que oír de boca de uno de nuestros más destacados munícipes estas mismas palabras, casi al pie de la letra: «Me gustaría dedicarme a su trabajo -dijo señalándome las maletas-. Es mi ideal de vida. Vivir sin preocupaciones.» Supongo que trataba de mostrarse amable conmigo, señor… Dándome a entender que envidiaba mi suerte. Esto ocurrió cuando yo era más joven, señor, cuando no sostenía las maletas todo el rato, sino que las dejaba en el suelo del ascensor… Me imagino que entonces tal vez causaba esa impresión… Ya sabe, de despreocupación, como me dio a entender aquel caballero. Pero fue la gota que colmó el vaso. No es que viera en sus palabras nada ofensivo. Sólo que, cuando me dijo aquello…, bueno…, fue como si todo encajara. Cosas que ya llevaba pensando hacía tiempo. Ya le he dicho, señor, que tenía fresco el recuerdo de aquellas vacaciones en Lucerna, con la nueva perspectiva que me habían dado. Así que me dije…, que ya era hora de que los mozos de hotel de esta ciudad hicieran algo para cambiar las actitudes predominantes aquí. Comprenda, señor… Había visto algo muy diferente en Lucerna y sentía que…, bueno, que no estaba bien lo que pasaba aquí. Así que, tras reflexionar mucho, decidí adoptar personalmente cierto número de medidas. Probablemente me diera ya cuenta entonces de lo difícil que iba a resultarme, sí… Pienso que ya en aquel instante, hace tantos años, entreví que tal vez era demasiado tarde para mi propia generación. Pero me dije que, bien…, que aunque sólo lograra aportar un granito de arena y cambiar las cosas mínimamente, se lo dejaría más fácil a los que habrían de venir después de mí. Y por eso adopté mis medidas, señor, y me he atenido a ellas desde el día en que oí a aquel concejal del ayuntamiento decir lo que dijo. Me enorgullece decir también que algunos otros mozos de la ciudad han seguido mi ejemplo. No estoy diciendo que hayan hecho exactamente lo mismo que yo, pero sí que han tomado medidas, por así decir, compatibles.