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Al otro extremo de la plaza, la viva luz de la entrada, la música, las risas…, todo parecía tan atrayente… Me levanté y volví a secarme la cara con la mano.

– Muy bien, señor. Se sentirá mejor enseguida.

– Gracias. Gracias. De verdad, gracias. -Hice un esfuerzo por controlar mis emociones-. Le estoy muy agradecido. De verdad. Espero no molestar.

Gustav se echó a reír.

– Va a ver si molesta o no, señor…

Mientras cruzábamos la plaza se me ocurrió que debía preparar cómo presentarme a aquellos mozos, que sin duda se sentirían abrumados por la gratitud y la emoción al verme aparecer ante ellos. Ahora, a cada paso, me sentía más y más dueño de mí mismo, y me disponía incluso a hacer algún comentario agradable a Gustav cuando éste, repentinamente, se detuvo en seco. Había mantenido amablemente la mano en mi espalda mientras cruzábamos la plaza, y ahora sentí que sus dedos, durante un instante fugaz, se habían clavado como una garra en la tela de mi chaqueta. Me volví y, a la mortecina luz de la farola de la plaza, vi a Gustav inmóvil, con la mirada fija en el suelo, con la otra mano alzada, pegada a la frente, como si de pronto hubiera recordado algo muy importante. Luego, antes de que yo pudiera decir nada, lo vi sacudiendo la cabeza y sonriendo con timidez.

– Disculpe, señor. Acabo de…, acabo de… -Soltó una pequeña risa y echó de nuevo a andar hacia el Café de Hungría.

– ¿Sucede algo? -dije.

– Oh, no, no. ¿Sabe, señor? Los chicos van a sentirse tan emocionados cuando lo vean entrar por esa puerta…

Me adelantó uno o dos pasos, y me precedió con firme determinación a través del trecho de plaza que quedaba.

27

Sólo al entrar en el café y sentir el calor del fuego de leña que ardía al fondo del local tomé conciencia de lo mucho que había refrescado la noche. El interior del café había cambiado de decoración desde la última vez que yo lo había pisado. La mayoría de las mesas habían sido pegadas a la pared, a fin de habilitar espacio para la gran mesa circular que presidía el centro del recinto. Alrededor de ella había una docena de hombres sentados, bebiendo cerveza y hablando y riendo de forma bulliciosa. Parecían más jóvenes que Gustav, aunque la mayoría de ellos rebasaba ya la edad mediana. A unos pasos de ellos, cerca de la barra, dos hombres delgados ataviados de zíngaros tocaban al violín un vals de ritmo vigoroso. Había otros parroquianos, pero parecían satisfechos de permanecer en segundo plano, algunos en los rincones más sombríos del local, como haciéndose perdonar el estar presentes en una fiesta ajena.

Cuando Gustav y yo entramos, los mozos se volvieron al unísono y se quedaron mirándonos, sin saber si dar o no crédito a sus ojos. Entonces Gustav dijo:

– Sí, chicos, es él. Ha venido personalmente a desearnos lo mejor.

Se hizo un silencio absoluto, y todos los presentes -maleteros, camareros, músicos y demás clientes- fijaron la mirada en mí. Y acto seguido se pusieron a aplaudirme. No esperaba tal recibimiento, y a punto estuve de que volvieran a asomarme las lágrimas. Sonreí y dije: «Gracias, gracias», mientras los aplausos proseguían con tal intensidad que apenas alcancé a °ír mis propias palabras. Los maleteros se habían levantado de las sillas y hasta los músicos zíngaros se habían colocado los violines bajo el brazo para unirse a los aplausos. Gustav me invitó a acercarme a la mesa central, y cuando tomé asiento en ella los aplausos cesaron. Los músicos volvieron a tocar, y me encontré rodeado de caras presas de excitación. Gustav, que se había sentado a mi lado, empezó a decir:

– Chicos, el señor Ryder ha tenido la amabilidad de…

Antes de que pudiera terminar, un maletero corpulento de nariz roja se inclinó hacia mí y levantó la jarra de cerveza.

– Señor Ryder, nos ha salvado usted -declaró-. Ahora nuestra historia será diferente. Nuestros nietos nos recordarán de forma diferente. Ésta es una gran noche para nosotros.

Aún le estaba sonriendo al maletero corpulento cuando sentí que una mano me agarraba del brazo, y vi que una cara demacrada y nerviosa me estaba mirando fijamente.

– Por favor, señor Ryder -dijo el hombre de la cara demacrada-. Por favor, ¿de verdad va a hacerlo? No creo que lo haga: cuando llegue el momento, con todas esas cosas importantes que tendrá usted en la cabeza, delante de toda esa gente…, ¿no cambiará de idea y…?

– No seas insolente -le dijo alguien, y el hombre demacrado y nervioso desapareció del primer plano como si hubieran tirado de él y lo hubieran apartado.

– Pues claro que no va a echarse atrás. ¿Con quién te crees que estás hablando?

Me volví, deseoso de tranquilizar al hombre demacrado, pero alguien me estaba estrechando la mano mientras decía:

– Gracias, señor Ryder, gracias…

– Son ustedes muy amables -dije, sonriendo al grupo en general-. Aunque…, creo que debería advertirles de que…

Entonces alguien me empujó y me lanzó casi contra la persona que tenía al lado. Oí que se disculpaban, y otra voz que decía:

– ¡No pegues empujones!

Y luego otra voz que dijo, muy cerca de mí:

– Me pareció usted, señor, allí sentado en la terraza de enfrente… Fui yo quien le dije a Gustav que fuera a cerciorarse. Es tan amable de su parte venir a reunirse con nosotros. Ésta será una noche que recordaremos toda la vida. Una fecha clave para todos los maleteros de esta ciudad.

– Escuchen, tengo que advertirles… -dije en voz alta-. Haré todo lo que esté en mi mano, pero tengo que advertirles de que es posible que ya no ejerza la influencia de otros tiempos. Tienen que hacerse cargo de que…

Pero mis palabras fueron ahogadas por unas cuantas voces que me lanzaban estentóreos vítores. Al segundo «¡hurra!», se unió a ellas el grupo entero de mozos de hotel, y hasta la música cesó momentáneamente cuando la totalidad de los parroquianos me dedicó a coro el último y ensordecedor «¡hurra!». Y al cabo estallaron de nuevo los aplausos.

– Gracias, gracias -dije, genuinamente conmovido.

Cuando el aplauso cesaba ya, el maletero de la nariz roja dijo al otro extremo de la mesa:

– Usted es bienvenido aquí, señor. Usted es una persona célebre, famosa, pero quiero que sepa que nosotros reconocemos a un buen tipo en cuanto lo vemos. Sí, señor, llevamos tanto tiempo en este oficio que hemos desarrollado un buen olfato para detectar la decencia en la gente. Usted es una persona decente de pies a cabeza. Todos podemos verlo. Decente y amable. Puede que piense que le estamos dando esta bienvenida sólo porque va a ayudarnos. Y, por supuesto, le estamos enormemente agradecidos. Pero sé que a todos estos que tiene usted delante les ha caído usted bien desde el primer momento, y no habría sido así si no fuera usted un tipo decente. Si hubiera sido demasiado orgulloso, o falso en algún aspecto, lo habrían detectado inmediatamente. Oh, sí. Por supuesto, le estarían agradecidos de todos modos, y le tratarían bien, pero no les habría gustado usted como les ha gustado. Lo que intento decir, señor, es que aunque no hubiera sido famoso, aunque no fuera más que un forastero que hubiera llegado aquí por azar, en cuanto hubiéramos visto que era usted un buen tipo, en cuanto nos hubiera explicado que estaba lejos de casa y que necesitaba compañía, le habríamos recibido con los brazos abiertos. No le habríamos recibido de forma muy diferente a como lo hemos hecho ahora, porque habríamos visto que era usted un buen tipo. Oh, sí, no somos personas tan distantes como la gente dice. De ahora en adelante, señor, puede usted contar con la amistad de cada uno de nosotros.

– Eso es -dijo alguien a mi derecha-. Ahora somos sus amigos. Si alguna vez tropieza usted con alguna dificultad en esta ciudad, puede contar con nosotros.

– Gracias, muchísimas gracias -dije-. Gracias. Haré cuanto esté en mi mano por ustedes esta noche. Pero, de verdad, tengo que advertirles de que…