– Señor Ryder, parece usted muy cansado. -Prácticamente me gritaba al oído, pero yo alcanzaba a oírle a duras penas por encima de la canción y los violines-. Y aún le queda esa importante velada por delante… Por favor, ¿por qué no descansa unos minutos? Disponemos de una cómoda pieza en la trastienda, y mi mujer ha preparado el sofá con unas mantas y unos cojines, y ha encendido la estufa de gas. Se sentirá muy cómodo. Podrá hacerse un ovillo y dormir un rato. La pieza es pequeña, es cierto, pero está apartada, allá al fondo, y es muy tranquila. Nadie le molestará, nos ocuparemos de ello. Estará estupendamente. La verdad, señor, creo que con la velada que le espera debería usted aprovechar el poco tiempo que le queda. Por favor, sígame por aquí. Parece usted tan cansado…
Estaba disfrutando enormemente con la canción y la compañía, pero hube de admitir que me encontraba exhausto y que la sugerencia de aquel hombre era de lo más sensata. La idea de un breve descanso, cuanto más pensaba en ella, más me atraía, y mientras el propietario iba girando en pos de mí por el local yo empezaba a sentir una honda gratitud hacia él, no sólo por su amable ofrecimiento, sino también por habernos brindado el marco de su maravilloso café, y por su generosidad para con los maleteros, un grupo humano claramente subvalorado en la comunidad. Me solté de la cadena humana, sonriendo en señal de adiós a mis compañeros de derecha e izquierda, y dejé que el propietario del café -que me había puesto una mano sobre el hombro- me guiara hacia la puerta que llevaba a la trastienda.
Me condujo a través de una habitación a oscuras, donde pude distinguir montones de mercancías apiladas contra las paredes, y abrió una puerta que dejaba entrever una luz tenue y cálida.
– Aquí es -dijo el propietario, invitándome a entrar-. Échese ahí en el sofá. Deje la puerta cerrada, y si tiene demasiado calor ponga el gas al mínimo. No se preocupe, no existe el menor peligro.
La estufa era la única fuente de luz del cuarto. A su fulgor anaranjado pude distinguir el sofá, que olía a viejo -aunque no desagradablemente-, y antes de que pudiera darme cuenta la puerta se cerró y me quedé a solas. Me tendí en el sofá, que tenía la largura justa para que pudiera echarme con las piernas encogidas, y me tapé con la manta que la mujer del propietario había dejado a un lado para que no tuviera frío.
28
Desperté con la aterradora sensación de que había dormido demasiado. De hecho mi primer pensamiento fue que ya era la mañana y que me había perdido los actos de la noche anterior. Pero cuando me incorporé sobre el sofá vi que, aparte del fulgor de la estufa de gas, todo a mi alrededor seguía a oscuras.
Fui hasta la ventana y aparté la cortina. El cuarto daba a un estrecho patio trasero ocupado casi por completo por varios enormes cubos de basura. Una débil luz iluminaba el patio, pero advertí también que en el cielo ya no había una total negrura, y volvió a invadirme el pánico al suponer que se aproximaba el alba. Dejé caer la cortina y empecé a cruzar la habitación, lamentando amargamente haber aceptado el ofrecimiento del propietario del café.
Salí al pequeño recinto de paso donde antes había visto mercancías apiladas contra las paredes. Ahora estaba completamente a oscuras, y al avanzar a tientas en busca de una puerta tropecé dos veces contra unos objetos duros. Al final llegué a la sala principal del café, donde hacía tan poco habíamos bailado y cantado con tanto júbilo y entusiasmo. Por los ventanales que daban a la plaza entraba una débil luz, y entrevi las confusas formas de las sillas apiladas sobre las mesas. Pasé junto a ellas, llegué a la entrada y miré a través de los paneles acristalados de las puertas.
Nada se movía en el exterior. La luz que entraba en el local procedía de la solitaria farola del centro de la plaza vacía, pero volví a advertir que en el cielo empezaban a despuntar los primeros albores del día. Seguí contemplando la plaza, y sentí que iba invadiéndome una furibunda ira. Vi que había permitido que numerosas cosas me distrajeran de mis objetivos prioritarios, hasta el punto de que me había quedado dormido durante una parte sustancial de una de las noches más cruciales de mi vida. Y entonces vi que mi ira se mezclaba con una sensación de desesperación, y durante un instante me sentí al borde de las lágrimas.
Pero luego, mientras seguía mirando el cielo nocturno, empecé a preguntarme si no habría imaginado los signos precursores del amanecer. Al examinar más detenidamente el cielo, en efecto, vi que estaba muy oscuro, y me vino el pensamiento de que aún era relativamente pronto y que me había dejado ganar por el pánico infundadamente. Sin duda aún podría llegar a la sala de conciertos a tiempo para asistir a la mayor parte de los actos, y ciertamente aportar mi grano de arena a la velada.
Había estado todo el tiempo sacudiendo maquinalmente las puertas, y finalmente, después de descubrir el sistema de cerrojos y de proceder a abrirlos uno a uno, salí a la plaza.
El aire de la calle, tras el ambiente cargado del café, me pareció maravillosamente refrescante, y de no haber tenido tanta prisa me habría paseado un rato por la plaza para aclararme las ideas. Pero, dadas las circunstancias, eché a andar inmediata y resueltamente en busca de la sala de conciertos.
Durante los minutos que siguieron caminé deprisa por las calles vacías, pasé ante tiendas y cafés cerrados y en ningún momento vi rastro alguno de la cúpula del auditórium. La ciudad antigua, a la luz de las farolas, poseía un encanto especial, pero cuanto más caminaba a través de ella más difícil me resultaba reprimir una sensación de pánico. Había esperado -bastante razonablemente, a mi juicio- encontrar algún taxi en las calles vacías; o al menos alguna gente -quizá saliendo de los últimos locales nocturnos- a quien preguntar cómo llegar a mi destino. Pero, aparte de algún que otro gato perdido, yo parecía ser el único ser despierto en kilómetros a la redonda.
Crucé una vía de tranvía, y al poco me vi bordeando la orilla de un canal. Un viento frío soplaba a través del agua, y al seguir sin divisar la cúpula de la sala de conciertos no pude evitar la sensación de que me estaba perdiendo. Había decidido tomar una bocacalle estrecha que había más adelante, a unos metros, pero al acercarme oí unos pasos y vi que una mujer emergía de ella.
Me había acostumbrado tanto a que las calles estuvieran totalmente desiertas que me detuve en seco al verla. Mi sorpresa, además, se había visto acrecentada por el hecho de que la mujer iba vestida con un traje de noche de mucho vuelo. Ella, al verme, se paró también, y pareció reconocerme, porque vino en dirección a mí con una sonrisa. Al adentrarse más en la luz de la farola, vi que frisaría la cincuentena, o incluso la sesentena. Era ligeramente regordeta, pero se movía con bastante gracia.
– Buenas noches, señora -dije-. Me pregunto si podría usted ayudarme. Busco la sala de conciertos. ¿Voy en la dirección correcta?
La mujer llegó hasta mí. Sonriendo aún, dijo:
– No, en realidad es por allí. Precisamente vengo de la sala de conciertos. Estaba tomando un poco el aire, pero le guiaré allí con mucho gusto, señor Ryder. Es decir, si no le importa.
– Será un auténtico placer, señora, Pero no quiero interrumpir su paseo.
– No, en absoluto. Llevo paseando cerca de una hora. Es hora de que vuelva. Debería haber esperado y llegado con los demás invitados. Pero he pensado tontamente que tenía que estar allí durante todos los preparativos, por si podía ayudar en algo. Pero no había nada que yo pudiera hacer, por supuesto. Por favor, discúlpeme, señor Ryder, aún no me he presentado. Soy Christine Hoffman. Mi marido es el director del hotel donde usted se hospeda.
– Encantado de conocerla, señora Hoffman. Su marido me ha hablado mucho de usted.