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El pequeño camerino no tenía mobiliario, ni siquiera una simple silla de madera. Carecía asimismo de ventanas, y aunque la rejilla de ventilación cercana al techo emitía una especie de zumbido suave, el aire estaba viciado. El suelo era frío y duro, y la luz cenital o estaba apagada o no funcionaba, con lo que la única luz venía de las bombillas que rodeaban el espejo de maquillaje. Podía ver perfectamente, sin embargo, que la cara de Gustav había adquirido una extraña coloración gris. Estaba tendido boca arriba, completamente inmóvil, salvo cuando algo como una ola parecía pasar por encima de él y le hacía hundir la cabeza contra el colchón. Me había sonreído al verme entrar, pero no había dicho nada, sin duda reservándose para cuando estuviéramos a solas. Le oí decir, con voz débil pero sorprendentemente serena:

– Lo siento mucho, señor, haber hecho que le trajeran de este modo. Es tremendamente irritante que haya pasado esto, precisamente esta noche. Precisamente cuando iba usted a hacernos ese gran favor…

– Sí, sí -dije rápidamente-, pero tranquilo… ¿Cómo se encuentra?

Me acuclillé junto a él.

– Supongo que no demasiado bien. Tendré que ir al hospital a que me miren algunas cosas.

Hizo una pausa, y otra oleada se abatió sobre él, y por espacio de unos segundos tuvo lugar una muda lucha sobre el colchón, durante la cual el viejo mozo cerró los ojos. Luego volvió a abrirlos y dijo:

– Tengo que hablar con usted, señor. Hay algo de lo que debo hablarle.

– Por favor, déjeme decirle -dije- que sigo tan comprometido como siempre con su causa. De hecho, estoy deseando hacerles ver a todos los invitados lo injusto del trato que usted y sus colegas han tenido que soportar durante tantos años. Tengo intención de hacer hincapié en los muchos malentendidos que…

Callé: el viejo maletero estaba haciendo un gran esfuerzo por llamar mi atención.

– No lo he dudado en ningún momento, señor -dijo al cabo de una pausa-. Es usted un hombre de palabra. Le estoy muy agradecido por apoyarnos como nos apoya. Pero de lo que le quería hablar era de otra cosa.

Volvió a guardar silencio, y otra callada lucha comenzó a tener lugar bajo la manta.

– La verdad -dije-, me pregunto si no convendría que fuera directamente al hospital…

– No, no. Por favor. Si esperamos a que esté en el hospital, puede que sea demasiado tarde. Verá: ha llegado el momento de que hable con ella. Con Sophie. Debo hablar con ella. Sé que está usted muy ocupado esta noche, pero es que nadie más lo sabe… Nadie sabe lo que sucede entre ella y yo, nadie conoce nuestro arreglo. Sé que es mucho pedir, señor, pero me pregunto si no podría usted ir a buscarla para explicárselo. No hay nadie más que pueda hacerlo.

– Lo siento -dije, genuinamente perplejo-. ¿Explicarle qué, exactamente?

– Explicárselo, señor. Por qué nuestro arreglo…, por qué debe terminar ahora. No será fácil persuadirla, después de todos estos años. Pero si usted consiguiera que entendiera por qué tenemos que hacer que el arreglo acabe… Me doy cuenta de que es mucho pedirle, señor, pero aún falta un buen rato para que tenga que salir al escenario. Y, como digo, usted es el único que sabe lo de…

Dejó la frase en suspenso: otra oleada de dolor se apoderó de él. Pude ver cómo sus músculos se crispaban bajo la manta, pero esta vez siguió mirándome, mantuvo los ojos abiertos mientras todo él se estremecía. Cuando su cuerpo se distendió, dije:

– Es verdad, aún falta un rato para que me llamen. Muy bien, iré a ver qué puedo hacer. Intentaré hacerla comprender. En cualquier caso, la traeré aquí tan rápido como pueda. Pero confiemos en que pueda recuperarse usted pronto, en que lo que le está pasando no sea tan grave como temía…

– Señor, por favor. Le agradeceré mucho que la traiga de inmediato. Mientras tanto, intentaré aguantar…

– Sí, sí, iré a buscarla inmediatamente. Por favor, tenga paciencia. Lo haré tan rápido como pueda.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Había casi llegado a ella cuando me vino a la cabeza un pensamiento y, volviéndome, me acerqué de nuevo a la figura tendida en el colchón.

– Boris -dije, volviéndome a poner en cuclillas-. ¿Qué hacemos con Boris? ¿Quiere que lo traiga?

Gustav alzó la mirada, aspiró profundamente y cerró los ojos. Cuando vi que seguía en silencio, dije:

– Quizá sea mejor que no le vea en esta…, en este estado.

Creí ver que asentía casi imperceptiblemente, pero siguió sin decir nada, con los ojos cerrados.

– A fin de cuentas -proseguí-, el chico tiene una imagen de usted. Quizá quiera usted que siga recordándole de ese modo…

Gustav, esta vez, asintió más claramente.

– He pensado que debía preguntárselo -dije, volviendo a ponerme en pie-. Muy bien, Traeré a Sophie. No tardaré.

Me hallaba ya en la puerta -estaba haciendo girar el pomo, de hecho- cuando de pronto oí que me gritaba:

– ¡Señor Ryder!

El grito no sólo me sorprendió por lo sonoro, sino que entrañaba tal peculiar intensidad que apenas pude creer que procediera de Gustav. Y, sin embargo, cuando me volví vi que seguía con los ojos cerrados, y aparentemente inmóvil. Me apresuré a acercarme a él, con más que mera aprensión. Pero Gustav abrió los ojos y me miró.

– Traiga a Boris también -dijo con voz muy queda-. Ya no es tan niño. Que me vea como estoy. Tiene que aprender sobre la vida. Hacerle frente.

Sus ojos volvieron a cerrarse, y al ver que sus facciones se crispaban pensé que el dolor volvía a atenazarlo. Pero esta vez percibí algo diferente en su semblante, y cuando me incliné para ver qué le pasaba vi que el anciano maletero estaba llorando. Seguí mirándole unos instantes, sin saber qué hacer, y al final le toqué con suavidad el hombro.

– Volveré enseguida -le susurré.

Cuando salí del camerino, los otros maleteros, que aguardaban todos juntos a unos pasos de la puerta, se volvieron hacia mí con expresión ansiosa. Me abrí paso entre ellos, y dije con voz firme:

– Caballeros, hagan el favor de vigilarle atentamente. Yo he de llevar a cabo una gestión urgente, así que espero que me disculpen…

Alguien empezó a preguntar algo, pero me escabullí sin escucharle.

Mi plan era encontrar a Hoffman y pedirle que me llevaran al apartamento de Sophie de inmediato. Pero luego, mientras avanzaba apresuradamente por el pasillo, caí en la cuenta de que no tenía la menor idea de dónde encontrar al director del hotel. Además, el pasillo tenía ahora un aspecto completamente diferente de cuando lo había recorrido con el maletero barbudo. Seguía habiendo empleados empujando carritos de servicio, pero ahora aparecía abrumadoramente transitado por personas que sólo cabía suponer miembros de la orquesta invitada. Habían aparecido como por ensalmo largas filas de camerinos a ambos lados, y los músicos, en grupos de dos o tres, charlaban y reían, y ocasionalmente se llamaban entre sí de un punto a otro. De trecho en trecho, al pasar ante una puerta cerrada, oía el sonido de algún instrumento, pero en conjunto -me chocó- su estado de ánimo parecía sorprendentemente despreocupado. Estaba a punto de pararme para preguntar dónde podía encontrar a Hoffman cuando de súbito entrevi al mismísimo director del hotel a través de la puerta de un camerino entreabierto. Me acerqué a ella y la empujé un poco hacia dentro.

Hoffman estaba de pie ante un espejo de cuerpo entero, y se estudiaba detenidamente. Llevaba traje de etiqueta, y al mirarle vi que en su cara había un exceso de maquillaje, y que parte de los polvos se le había caído sobre hombros y solapas. Murmuraba cosas entre dientes, sin apartar la mirada de su imagen reflejada en el espejo. Luego, mientras yo seguía mirándole desde la puerta entreabierta, ejecutó una extraña operación. Inclinándose de improviso hacia adelante, alzó el brazo, y con él doblado y rígido, y el codo en punta, cerró el puño y se golpeó en la frente una, dos, tres veces… Y mientras lo hacía no apartó en ningún momento la vista del espejo ni dejó de hablar entre dientes. Luego se enderezó y siguió mirándose al espejo en silencio. Temiendo que se dispusiera a repetir la operación desde el principio, me aclaré rápidamente la garganta y dije: