– Hans Jongboed siempre se jactó de haber tenido una aventura con ella -observó el llamado Theo. Su intervención suscitó muchas risas, e hizo que varias voces cercanas repitieran burlonamente: «¡Hans Jongboed!» Pedersen, sin embargo, se movía inquieto.
– Caballeros, caballeros… -empezó a decir-. El señor Ryder y yo estábamos hablando de…
– Jamás hablé con ella -dijo Theo-. Excepto aquella vez. Para pedirle un catálogo.
– ¡Vamos, Theo, no te lamentes! -El pecoso dio una palmada a su amigo en la espalda y casi lo lanzó hacia adelante-. No vale la pena. ¡Mira en qué situación está ahora!
Theo pareció abismarse en sus pensamientos.
– Era así en todo -dijo-. No sólo en el amor. Sólo tenía tiempo para los miembros del círculo artístico, sólo para la flor y nata de entre ellos. No podías ganarte su respeto de otra forma. Y no era una persona apreciada aquí… Mucho antes de casarse con Christoff, había mucha gente que le tenía ojeriza.
– De no haber sido tan bella -me explicó el individuo pecoso-, la hubiera odiado todo el mundo. Pero, al serlo, siempre hubo hombres como nuestro Theo dispuestos a sucumbir a su hechizo. Pero el caso es que se presentó Christoff en la ciudad. ¡Un violoncelista profesional, y con una notable trayectoria, además! Rosa fue a por él de la manera más desvergonzada. No parecía importarle lo que pensáramos los demás. Sabía lo que quería y se aprestó a obtenerlo sin regatear medios. Fue admirable, en cierto modo, dentro de lo escandaloso. Christoff quedó prendado de ella y se casaron durante el primer año de su estancia entre nosotros. Para Rosa, Christoff era lo que siempre había estado esperando. Bien…, espero que le haya valido la pena… Dieciséis años de matrimonio… No habrá sido tan malo. Pero ¿y ahora? Él está acabado aquí. ¿Qué hará ella ahora?
– Ahora ni siquiera le darían trabajo en una galería -afirmó Theo-. Nos ha hecho mucho daño en todos estos años. Ha dañado nuestro orgullo. Está tan acabada en esta ciudad como el propio Christoff.
– Algunos opinan -prosiguió el pecoso- que Rosa se irá de la ciudad con Christoff, y que no lo abandonará hasta que se hayan establecido en otra parte. Pero el señor Dremmler, aquí presente -me indicó a un hombre sentado en la fila de delante-, está convencido de que se quedará aquí.
El tal Dremmler se volvió al oír su nombre. Evidentemente había estado escuchando la conversación, porque afirmó con cierto tono de autoridad:
– Lo que no tienen que olvidar a propósito de Rosa Klenner es que, en realidad, es una persona muy tímida en ciertos aspectos. Fui a la escuela con ella, estábamos en el mismo curso. Siempre ha tenido ese problema, ese lado tímido, que es su perdición. Esta ciudad no es lo bastante buena para ella, pero Rosa es demasiado tímida para dejarla. Fíjense: a pesar de todas sus ambiciones, jamás intentó dejarnos. La mayoría de la gente no advierte en ella este rasgo suyo, pero lo tiene. Por eso tengo la certeza de que se quedará. Se quedará y probará suerte de nuevo. Tendrá intención de echarle el anzuelo a cualquier otra celebridad que nos visite. Después de todo, aún está muy bien para la edad que tiene.
Una voz atiplada, procedente de algún asiento próximo, observó:
– Tal vez vaya a por Brodsky. El comentario provocó una carcajada general. -Pues es perfectamente posible -siguió diciendo la voz en un cómico tono de ofendida protesta-. De acuerdo…, él es un vejestorio, pero Rosa ya tiene sus años. ¿Y quién más hay aquí de su categoría? -Las risas se alzaron de nuevo, incitando a la voz a seguir hablando-. De hecho, elegir a Brodsky es lo mejor que puede hacer. Yo le recomendaría esa solución. Si optara por cualquier otra, la antipatía que la ciudad siente ahora por Christoff seguiría pesando sobre ella. Pero si se convirtiera en la amante, o incluso en la esposa de Brodsky… ¡Ah!, sería con mucho el mejor modo de hacer olvidar su relación con Christoff. Ello le supondría poder seguir manteniendo su… actual posición.
Al llegar a este punto, las risas se habían generalizado a nuestro alrededor, con espectadores de hasta tres filas más allá volviéndose para mostrar su regocijo. A mi lado, Pedersen se aclaró la garganta:
– Por favor, caballeros -dijo-. Estoy decepcionado. ¿Qué pensará de todo esto el señor Ryder? Están refiriéndose al señor Brodsky, al señor Brodsky, sí, como si siguiera siendo el mismo de antes. Y se están poniendo ustedes en evidencia. Porque el señor Brodsky ya no es alguien risible. Sea cual fuere la intención de lo que dice el señor Schmidt acerca de la señora Christoff, el señor Brodsky no es en absoluto una opción ridícula…
– Es bueno que haya venido usted a visitarnos, señor Ryder -le cortó Theo-. Pero ya es demasiado tarde. Las cosas han llegado a un punto en que… En fin, que ya no hay remedio…
– Eso son sandeces, Theo -le censuró Pedersen-. Nuestra coyuntura es crucial; nos encontramos ante un momento decisivo. El señor Ryder ha venido a decírnoslo. ¿No es así, señor Ryder?
– Sí…
– Es demasiado tarde. Hemos perdido la oportunidad. ¿Por qué no nos resignamos a ser una ciudad entre tantas, una ciudad fría y solitaria? Otras lo han hecho. Al menos, navegaríamos a favor de la corriente. El alma de esta ciudad, señor Ryder, no es que esté enferma: está muerta. Ya es demasiado tarde. Hace diez años, tal vez… Quizá existiera alguna posibilidad. Pero ahora ya no. Usted, señor Pedersen. -El borracho señaló con el dedo trémulo a mi compañero de asiento-. Usted, señor… Fueron usted y el señor Thomas. Y el señor Stika. Todos ustedes, caballeros. Todos prevaricaron…
– No empecemos de nuevo, Theo -intervino el hombre de las pecas-. Tiene razón el señor Pedersen. No es momento de resignarnos. Hemos recuperado a Brodsky, al señor Brodsky… Y, por lo que sabemos, él podría llegar a ser…
– ¡Brodsky, Brodsky…! Ya es demasiado tarde. Estamos acabados. Contentémonos con ser una fría ciudad moderna, y punto.
Noté sobre mi brazo la mano de Pedersen.
– Señor Ryder…, ¡lo siento muchísimo!
– ¡Usted prevaricó, señor! ¡Diecisiete años! Diecisiete años permitiéndole a Christoff hacer y deshacer a su antojo. ¿Y qué es lo que nos ofrece ahora? ¡A Brodsky! Sí, señor Ryder, ¡es demasiado tarde!
– Lamento en el alma que haya tenido usted que escuchar todo esto -me dijo Pedersen. Y alguien añadió a nuestra espalda:
– Estás borracho y deprimido, Theo. Eso es todo. Mañana por la mañana tendrás que ir a ver al señor Ryder para rogarle que te disculpe.
– Bueno… -dije-, me interesa conocer las dos corrientes contrapuestas de opinión…
– ¡Pero es que ésta no es una corriente de opinión! -protestó Pedersen-. Se lo aseguro, señor Ryder. Los sentimientos de Theo no son en absoluto representativos del sentir de la gente. En todas partes…, en las calles, en los tranvías…, yo percibo otra cosa, un enorme sentimiento de optimismo.
Sus palabras provocaron un murmullo generalizado de asentimiento.
– No se lo crea, señor Ryder -dijo Theo, agarrándose a la manga de mi chaqueta-. Está usted aquí en una misión imposible. Hagamos, si quiere, una rápida encuesta aquí mismo, en el cine… Preguntémosles a unos cuantos espectadores…
– Me voy a casa, señor Ryder -terció Pedersen-. Voy a acostarme. Es una maravillosa película, pero ya la he visto varias veces. Y usted mismo, señor…, debe de estar muy fatigado.
– Sí, la verdad, estoy muy cansado. Puedo acompañarle, si me lo permite. -Me volví hacia los demás-: Excúsenme, señores, pero me parece que ya es hora de que vuelva a mi hotel.
– Pero, señor Ryder… -dijo el individuo pecoso con un tono de preocupación-, no se vaya aún. Debería quedarse hasta que el astronauta desmantele el HAL, al menos…
– Tal vez quiera ocupar mi puesto en la partida, señor Ryder -dijo una voz desde la misma fila, a unas butacas de distancia-. Ya he jugado bastante por esta noche. Aparte de que me cuesta mucho ver las cartas en esta penumbra. Mi vista ya no es lo que era.