De hecho, la expresión que había sorprendido Pedersen en mi semblante no traducía en absoluto una «preocupación» mía, sino más bien el creciente enojo que comenzaba a sentir hacia mí mismo. Porque lo cierto era que no sólo no tenía preparada aquella alocución a la ciudadanía de la que Pedersen hablaba, sino que aún tenía que reunir los datos necesarios para pergeñarla. No podía entender cómo, con mi experiencia, había incurrido en semejante error. Me recordé a mí mismo aquella tarde en el elegante atrio del hotel, sorbiendo un café fuerte y amargo, diciéndome que debía planificar cuidadosamente el resto del día para aprovechar lo mejor posible el escasísimo tiempo de que disponía… Mientras estuve allí sentado, contemplando en el espejo del fondo de la barra el reflejo empañado de la fuente, me había imaginado en una situación no muy distinta de la que acababa de vivir momentos antes en el cine, pero en la que, por el contrario, causaba un profundo asombro a la concurrencia con mi conocimiento de los temas locales, y en la que de cuando en cuando pronunciaba alguna frase ingeniosa a expensas de Christoff susceptible de correr de boca en boca al día siguiente por toda la ciudad. Pero, en lugar de ello, había permitido que me distrajeran otros asuntos, con el resultado de que, en el curso de aquella conversación en el cine, no había sido capaz de hacer un solo comentario digno de tenerse en cuenta. Hasta era posible que hubiera dado la impresión de ser una persona bastante descortés. De pronto sentí una profunda irritación contra Sophie, por el caos en que me había sumido y por la forma en que me había obligado a desatender por completo mis habituales normas de conducta.
Nos paramos de nuevo, y caí en la cuenta de que estábamos delante del hotel.
– Ha sido un gran placer -dijo Pedersen, tendiéndome la mano-. Confío en que podré disfrutar nuevamente de su compañía en los próximos días. Pero ahora debemos retirarnos a descansar.
Le di las gracias, le deseé buenas noches y entré en el vestíbulo del hotel mientras el sonido de sus pasos se perdía en la oscuridad de la noche.
El joven conserje seguía en su puesto.
– Espero que le haya gustado la película, señor -dijo al entregarme la llave.
– Sí, mucho. Le agradezco que lo sugiriera. Ha sido muy relajante.
– Muchos huéspedes piensan que es una forma excelente de rematar el día. Por cierto, señor… Gustav dice que a Boris le ha gustado mucho su habitación y que se quedó dormido inmediatamente.
– ¡Ah, magnífico! Buenas noches -dije, y crucé el vestíbulo en dirección al ascensor.
Llegué a mi habitación deseoso de quitarme de encima la suciedad acumulada durante aquel largo día, y tras enfundarme el batín empecé a prepararme para tomar una ducha. Pero de pronto, mientras exploraba el cuarto de baño, sentí tal sensación de cansancio que lo único que pude hacer fue recorrer tambaleándome el espacio que me separaba de la cama. Me dejé caer encima de ella, y me sumergí al punto en un profundo sueño.
10
No llevaba mucho tiempo dormido cuando sonó el timbre del teléfono prácticamente al lado de mi oído. Lo dejé sonar un rato, y al cabo me incorporé en la cama y descolgué.
– ¡Ah, señor Ryder…! Soy yo, Hoffman.
Me quedé callado, a la espera de que me explicara por qué me molestaba a aquellas horas, pero el director del hotel no siguió hablando. Se hizo un embarazoso silencio, que al fin él se decidió a romper repitiendo:
– Soy yo, señor… Hoffman. -Hubo una nueva pausa, y dijo-: Estoy abajo, en el vestíbulo.
– ¡Ah!
– Lo siento mucho, señor Ryder. Tal vez estaba usted ocupado en algo.
– Pues verá, sí… Estaba durmiendo. -Mi observación pareció dejar atónito a Hoffman, pues se hizo un nuevo silencio. En vista de ello, me apresuré a soltar una carcajada, y dije-: Quiero decir que me había echado en la cama. Naturalmente, no pensaba ponerme a dormir hasta…, hasta haber cumplido con todas mis obligaciones de la jornada.
– ¡Claro, claro…! -Percibí un timbre de alivio en la voz de Hoffman-. Estaba usted recuperando el aliento, por así decir. ¡Muy comprensible! Bien…, en todo caso, señor, le esperaré aquí en el vestíbulo.
Colgué el aparato y me quedé sentado en la cama preguntándome qué hacer. Me sentía más agotado que nunca -llevaba dormido escasamente unos minutos-, y tuve la tentación de olvidarme de Hoffman y de volver a conciliar el sueño. Pero finalmente comprendí que me sería imposible hacerlo, y salté de la cama.
Entonces descubrí que me había quedado dormido con el batín puesto. Iba a quitármelo y a vestirme cuando se me ocurrió que no hacía falta que me pusiera otra ropa para bajar a ver a Hoffman. Después de todo, a aquellas horas de la noche era improbable que me viera alguien aparte de Hoffman y el conserje. Además, si me presentaba en batín recalcaría sutil y agudamente lo avanzado de la hora y el hecho de que se me estaba privando de un merecido sueño. Salí, pues, al pasillo y me dirigí al ascensor. Estaba muy irritado.
Al principio, al menos, mi atuendo pareció obrar el efecto deseado, porque cuando Hoffman me vio entrar en el vestíbulo, sus primeras palabras fueron:
– Siento mucho haber interrumpido su descanso, señor Ryder. Debe de haber sido tan agotador para usted todo ese ajetreo del viaje…
No hice lo más mínimo por ocultar mi cansancio. Me pasé la mano por el pelo y asentí.
– No tiene por qué excusarse, señor Hoffman. Pero confío en que esto no nos lleve mucho rato. Lo cierto es que tiene usted razón: me siento sumamente cansado. -¡Oh, no, descuide! Será breve, muy breve. -Estupendo.
Observé que Hoffman llevaba puesta una gabardina y, debajo, un traje de etiqueta con fajín y pajarita.
– Se habrá enterado usted de la aciaga noticia, por supuesto… -dijo.
– ¿Una mala noticia?