– ¡Ah, señor Ryder…, veo que ha llegado! ¡Qué bien tenerlo por fin entre nosotros!
Una mujer de imponente aspecto, de unos sesenta años de edad, había apoyado una mano en mi brazo. Sonreí y susurré algunas palabras corteses, y ella respondió: -Todo el mundo está deseando conocerle. Dicho lo cual empezó a guiarme con firmeza hacia el centro de la sala.
Mientras la seguía abriéndome paso entre los invitados, la mujer empezó a interrogarme. Al principio eran las habituales preguntas acerca de mi salud y del viaje. Pero luego, mientras proseguíamos nuestro periplo por el salón, demostró una curiosidad extraordinaria por mi opinión acerca del hotel. De hecho descendió a tantos detalles -qué me parecía el jabón, qué efecto me causaba la moqueta del vestíbulo…-, que empecé a sospechar que se tratara de alguna profesional competidora de Hoffman, molesta porque yo estuviera alojado en el establecimiento de éste. Sin embargo, su actitud y su forma de saludar con la cabeza y sonreír a todos los que íbamos encontrando a nuestro paso, mostraban claramente que era la anfitriona de la fiesta, lo que me llevó a inferir que se trataba de la condesa en persona.
Pensé que me conducía a algún lugar concreto del salón, o que buscaba a una determinada persona, pero al rato tuve la sensación indubitable de que nos movíamos lentamente en círculos. De hecho, varias veces me pareció haber pasado ya dos veces, como mínimo, por tal o cual punto del salón. Advertí también con extrañeza que, aunque muchas cabezas se volvían para saludar a mi anfitriona, ella no hacía ningún esfuerzo por presentarme a nadie. Más aún: que, aunque de vez en cuando algunos me sonreían cortésmente, nadie parecía interesarse especialmente por mi persona. Una cosa era cierta: nadie interrumpía la conversación que estuviera manteniendo porque yo pasara a su lado. Aquello me desconcertó, pues me había hecho a la idea de tener que capear el habitual agobio de cumplidos y preguntas.
Más adelante observé asimismo que en la atmósfera de aquel salón había algo extraño -algo forzado, teatral incluso, en la alegría que se respiraba-, que no logré identificar. Hasta que por fin nos detuvimos. La condesa se puso a conversar con dos damas profusamente enjoyadas, y tuve la oportunidad de reflexionar y coordinar mis impresiones. Sólo entonces me di cuenta de que aquella reunión no era un cóctel, sino una cena cuyo inicio todo el mundo aguardaba, una cena que debería haberse servido como mínimo hacía dos horas, pero que la condesa y sus colegas se habían visto obligados a retrasar ante las ausencias de Brodsky -oficialmente, el invitado de honor- y de mí mismo, que debía constituir la gran sorpresa de la velada. Después, prosiguiendo con mi ejercicio introspectivo, empecé a imaginar lo que había ocurrido con anterioridad a nuestra llegada.
La presente era, sin duda, la más concurrida de las cenas ofrecidas hasta la fecha en honor de Brodsky. Y puesto que, además, era la última antes del crucial acontecimiento del jueves por la noche, jamás se pensó que fuera a resultar una reunión desenfadada. La tardanza de Brodsky, para colmo, había acrecentado la tensión. Los invitados, sin embargo -todos ellos conscientes de ser la flor y nata de la ciudad-, habían hecho gala de su sangre fría, evitando escrupulosamente cualquier comentario que pudiera dar pie a la más mínima duda sobre la seriedad de Brodsky. La mayoría se las había ingeniado incluso para no mencionarlo en absoluto, aliviando sus íntimos temores con una inacabable especulación a propósito de la hora en que se serviría la cena.
Y entonces habían llegado las noticias relativas al perro de Brodsky. Un suceso cuyo conocimiento se había difundido inexplicablemente entre los reunidos, a pesar de los riesgos que entrañaba. Tal vez a través de una llamada telefónica recibida en la casa, que alguno de los munícipes presentes, en un errado intento de sosegar los ánimos, creyó oportuno compartir con los demás. En cualquier caso, las consecuencias de dejar que algo así corriera de boca en boca, en una concurrencia nerviosa ya por la preocupación y el hambre, eran de lo más previsibles. Y habían comenzado a circular ya por el salón toda clase de rumores alarmistas. Que si habían descubierto a Brodsky borracho como una cuba, acunando el cadáver de su perro. Que si Brodsky había sido encontrado en la calle, en medio de un charco, farfullando palabras ininteligibles. Que si, en fin, abrumado por el dolor, Brodsky había intentado suicidarse ingiriendo parafina. Esta última historia tenía su origen en un incidente ocurrido varios años atrás, cuando, en el transcurso de una francachela, Brodsky había sido trasladado al servicio de urgencias del hospital por un vecino suyo granjero, tras haberse echado al coleto cierta cantidad de parafina (jamás se supo si por una confusión de beodo o como resultado de una tentativa de suicidio). Fuera como fuere, estos y otros rumores habían dado pábulo a los más desesperanzados comentarios entre los invitados.
– El perro lo era todo para él. El pobre no se recuperará de esto. Tenemos que afrontarlo: hemos vuelto al punto de partida.
– Tenemos que cancelar lo del jueves por la noche. Cancelarlo inmediatamente. Ahora sólo podría ser un desastre. Si seguimos con ello, los ciudadanos no nos darán jamás una segunda oportunidad.
– Ese hombre era una carta demasiado arriesgada. Nunca debimos permitir que la cosa llegara tan lejos. Pero… ¿qué hacer ahora? Estamos perdidos, perdidos sin remedio.
Y así, mientras la condesa y sus colaboradores trataban de recuperar el control de la velada, en el centro del salón se había producido de pronto un gran vocerío.
Muchos de los presentes corrían hacia el lugar del incidente, y unos pocos se alejaban de él asustados. Lo que ocurría era que uno de los concejales más jóvenes se había enzarzado a golpes en el suelo con un individuo rechoncho y calvo en quien todos habían reconocido a Keller, el veterinario. Habían tirado del joven concejal para separarlos, pero éste tenía tan fuertemente asido a Keller por las solapas, que en realidad los levantaron a los dos a un tiempo.
– ¡He hecho todo lo posible! -gritaba Keller con el rostro congestionado-. ¡Todo lo que he podido! ¿Qué más podía haber hecho? Hace dos días el animal estaba perfectamente.
– ¡Impostor! -le gritaba el joven concejal, intentando una nueva acometida. Lograron retenerlo, pero para entonces eran ya bastantes quienes, viendo en el veterinario un chivo expiatorio perfecto, habían empezado a clamar también contra Keller. Durante unos instantes, las acusaciones le llovieron al veterinario de todos lados, culpándole de negligencia y de poner en peligro el futuro de la comunidad. En este punto alguien gritó a voz en cuello:
– ¿Y qué pasó con los gatitos de los Breuer? Usted todo el tiempo jugando al bridge y los pobres animalitos muñéndose uno tras otro…
– Sólo juego al bridge una vez a la semana, e incluso entonces…
El veterinario se había puesto a protestar con voz sonora y ronca, pero al punto cayeron sobre él otras voces acusadoras. De pronto todo el mundo parecía albergar algún viejo y callado agravio que reprochar al veterinario, relativo a algún animal querido, etc… Entonces alguien gritó que Keller nunca había devuelto una horquilla jardinera que había pedido prestada seis años atrás. Pronto los ánimos en contra del veterinario se habían exacerbado hasta tal punto que a nadie le pareció fuera de lugar que quienes sujetaban al joven concejal lo soltaran para que pudiera proseguir con la pelea. Y cuando éste lanzó contra el veterinario una última embestida pareció hacerlo en nombre de la inmensa mayoría de los presentes. La cosa iba camino de convertirse en un incidente harto enojoso cuando una voz que atronó al fin en la sala hizo entrar en razón a los asistentes.