Pero el que la sala se sumiera de pronto en el silencio se debió acaso más a la propia identidad de quien había hablado que a una eventual autoridad natural de él dimanada. Porque la persona a quien todos vieron al volverse, una figura que les miraba airadamente, no era otra que Jakob Kanitz, un hombre que si por algo sobresalía en la comunidad era por su notoria timidez. De edad cercana a la cincuentena, Jakob Kanitz, desde que todo el mundo podía recordar, había ocupado un puesto administrativo en el ayuntamiento. Rara vez aventuraba una opinión, y aún menos contradecía a alguien o se embarcaba en una discusión. No tenía amigos íntimos, y varios años atrás había dejado la pequeña casa en que vivía con su esposa y sus tres hijos y se había mudado a un diminuto ático alquilado en la misma calle, unas manzanas más abajo. Siempre que alguien sacaba el tema a colación, él daba a entender que pronto volvería con su familia, pero los años pasaban y su situación seguía siendo la misma. Entretanto, y en gran parte debido a su buena disposición para colaborar en las muchas tareas que entrañaba la organización de cualquier evento cultural, había llegado a ser aceptado, si bien con cierta condescendencia, como miembro de los círculos artísticos de la ciudad.
Antes de que los presentes tuvieran siquiera tiempo para recuperarse de su asombro, Jakob Kanitz -acaso consciente de que el temple lo abandonaría sin tardanza- se había apresurado a hablar:
– ¡Otras ciudades! ¡No me refiero sólo a París! ¡O a Stuttgart! Me refiero a ciudades más pequeñas, a ciudades no más importantes que la nuestra, a otras ciudades… Reunid a sus mejores ciudadanos, enfrentadlos a una crisis de este tipo… ¿Cómo reaccionarían? Con calma, con tranquilidad. Esa gente sabría qué hacer, cómo actuar. Lo que os estoy diciendo es que quienes estamos aquí, en esta sala, somos lo mejor de esta ciudad. La empresa no está más allá de nuestras posibilidades. Juntos podemos superar esta crisis. ¿Se pelearían entre ellos en Stuttgart? No debemos dejar que nos domine el pánico. No debemos tirar la toalla, no debemos disputar entre nosotros. Ue acuerdo, lo del perro es un problema, pero no es el final, no es algo irreparable. Sea cual sea el estado del señor Brodsky en este momento, podemos hacer que recupere el norte. Podremos hacerlo siempre que cada cual haga lo que tiene que hacer esta noche. Estoy seguro de que podemos hacerlo, y estoy seguro de que debemos hacerlo. Tenemos que hacer que recupere el norte. Porque si no lo hacemos, si no aunamos los esfuerzos y conseguimos arreglar las cosas esta noche, os lo advierto: ¡no nos quedará más que miseria! ¡Sí, una miseria honda y solitaria! No nos queda ya nadie a quien acudir; tiene que ser el señor Brodsky, no hay ya nadie más que el señor Brodsky. Probablemente está al llegar. Tenemos que mantener la calma. ¿Qué estamos haciendo? ¿Pelearnos? ¿Se pelearían en Stuttgart? Tenemos que pensar con claridad. Si estuviéramos en el lugar del señor Brodsky, ¿cómo nos sentiríamos? Debemos hacerle ver que participamos de su aflicción, que la ciudad entera comparte su pesar. Pensad de nuevo en ello, amigos míos: tenemos que levantarle el ánimo. ¡Oh, sí! No podemos pasarnos la velada con aire taciturno, permitir que se vaya a casa con la convicción de que no hay nada que hacer, porque bien podría volver a… ¡No, no! ¡El equilibrio justo! Tendremos que estar alegres también nosotros, hacerle ver que en la vida hay tantas cosas…, que todos contamos con él, que dependemos de él. Sí, tenemos que hacer las cosas bien en estas horas que nos aguardan. Probablemente está de camino, sólo Dios sabe en qué estado… Las horas próximas son cruciales, cruciales. Tenemos que conseguirlo. De lo contrario nos espera la miseria. Debemos…, debemos…
En este punto Jakob Kanitz se hallaba ya sumido en la confusión. Había seguido unos segundos más de pie en el estrado, sin hablar, mientras lo envolvía por momentos una terrible turbación. Algún resto de su anterior emoción le había permitido lanzar una última mirada airada a la concurrencia, y acto seguido se había vuelto mansamente y había bajado del estrado.
Pero su torpe alegato había causado un inmediato impacto. Antes incluso de que hubiera terminado de hablar, se había levantado en la sala un tenue murmullo de asentimiento, y más de uno de los presentes se había permitido dar un reprobador empellón en el hombro del concejal belicoso, que para entonces arrastraba los pies con aire avergonzado. La retirada de Jakob Kanitz del estrado había dado paso a unos instantes de incómodo silencio. Luego, poco a poco, la conversación había vuelto a la sala, y la gente debatía en todos los corros, en tono grave pero tranquilo, lo que convenía hacer cuando llegara Brodsky. No tardaron en llegar a un consenso: el enfoque de Jakob Kanitz, a grandes rasgos, era el correcto. Lo que convenía hacer era alcanzar el equilibrio justo entre el pesar y la jovialidad. La atmósfera habría de comprobarse cuidadosamente en cada momento por todos y cada uno de los presentes. Se fue instalando en la sala un sentimiento de resolución, y luego, pasado un rato, la gente empezó gradualmente a relajarse, hasta que al fin todo el mundo sonreía, charlaba, se saludaba en tono amable y cortés, como si el impropio episodio de hacía escasamente media hora no hubiera sucedido nunca. Fue más o menos entonces, unos veinte minutos después de la disertación de Jakob Kanitz, cuando Hoffman y yo nos incorporamos a la velada. No era extraño, pues, que yo percibiera algo extraño bajo aquella capa de refinado contento.
Me hallaba aún dándole vueltas a todo lo acontecido antes de nuestra llegada cuando vi a Stephan charlando con una anciana dama al otro extremo de la sala. A mi lado, la condesa parecía aún enfrascada en su conversación con las dos mujeres enjoyadas, de modo que, murmurando una excusa entre dientes, me alejé de ellas. Fui hacia el rincón donde estaba Stephan, que al verme me recibió con una sonrisa.
– Ah, señor Ryder. Así que ha llegado… Creo que le agradará conocer a la señorita Collins.
Entonces reconocí a la anciana dama delgada a cuyo apartamento habíamos ido en coche con Stephan horas antes. Iba vestida sencilla pero elegantemente, con un largo vestido negro. Me sonrió y tendió la mano, y nos saludamos. Me disponía a entablar una conversación cortés con ella cuando Stephan se inclinó hacia mí y me dijo discretamente:
– He sido tan necio, señor Ryder. Francamente, no sé qué es lo más apropiado. La señorita Collins ha sido muy amable, como de costumbre, pero me gustaría también saber su opinión sobre el asunto.
– ¿Se refiere a… al perro del señor Brodsky? -Oh, no, no. Eso es horrible, me hago cargo. Pero estábalos hablando de algo completamente diferente. Apreciaría de veras su consejo. De hecho, la señorita Collins me estaba sugiriendo que acudiera a usted en demanda de ayuda, ¿no es cierto, señorita Collins? Mire, odio ser pesado a este respecto, pero ha surgido una complicación. Me refiero a mi actuación del jueves por la noche. ¡Dios, he sido tan estúpido! Como ya le conté, señor Ryder, he estado preparando Dahlia, de Jean-Louis La Roche, pero no se lo he dicho a mi padre. Hasta esta noche. Pensaba darle una sorpresa: le gusta tanto La Roche… Es más: mi padre jamás hubiera soñado que yo fuera capaz de ejecutar magistralmente una pieza tan difícil, así que pensé que, para él, supondría una magnífica sorpresa por partida doble. Pero luego, hace muy poco, con la gran noche cada día más cercana, he pensado que de nada servía ya seguir con el secreto. Para empezar, las actuaciones han de imprimirse en el programa oficial, que se colocará en la mesa de gala al lado de cada servilleta. Mi padre ha sufrido horriblemente a causa de su diseño, tratando de decidir pormenores como el gofrado del papel, la ilustración del reverso, todo… Me di cuenta hace unos días de que tendría que decírselo, pero seguía deseando que en cierto modo constituyera una sorpresa, de forma que me mantuve a la espera del momento más apropiado para hacerlo. Bien, pues esta misma noche, justo después de dejarles en el hotel a usted y a Boris, fui a su despacho para dejar las llaves del coche y lo encontré en el suelo, afanado sobre un maremágnum de papeles. A gatas sobre la alfombra, rodeado de papeles; nada extraño, porque mi padre trabaja a menudo de esta forma. Es un despacho pequeño, y la mesa ocupa mucho espacio, así que tuve que sortear de puntillas los obstáculos para dejar las llaves en su sitio. Me preguntó cómo iba todo, y luego, antes de que yo pudiera decir nada, pareció ensimismarse de nuevo en sus papeles. Bien, no sabría decir por qué, pero en el momento mismo en que me estaba retirando, lo vi sobre la alfombra de esta guisa y de pronto se me ocurrió que era el momento de decírselo. Fue un impulso. De modo que, como sin darle mayor importancia, le dije: