Encontré a Boris echado en la cama boca arriba, con las piernas en alto.
– Boris -dije-, no deberías correr por ahí chillando de ese modo. Estamos en un hotel. Se supone que la gente está durmiendo.
– ¿Durmiendo? ¿A esta hora del día? Cerré la puerta a mi espalda.
– No deberías hacer todo ese ruido. Los clientes van a quejarse.
– Peor para ellos si se quejan. Le diré al abuelo que se encargue de arreglarlo.
Seguía con los pies en alto, y empezó a entrechocar los zapatos en el aire como con desgana. Me senté en una silla y lo observé unos instantes.
– Boris, tengo que hablar contigo. Quiero decir que tenemos que hablar. Los dos. Nos vendrá bien. Seguro que tienes tantas preguntas… Acerca de todo esto. Por qué estamos aquí en el hotel…
Callé para ver si decía algo. Boris siguió haciendo entrechocar los pies en el aire.
– Boris, has sido muy paciente hasta ahora -continué-. Pero sé que hay montones de cosas que te gustaría preguntar. Siento haber estado siempre tan ocupado y no haber tenido tiempo para sentarme y hablarte de ellas como es debido. Y siento lo de anoche. Fue decepcionante para los dos. Boris, seguro que tienes muchas preguntas. Algunas de ellas no tendrán fácil respuesta, pero trataré de contestarte lo mejor que pueda.
Al decir esto, y por alguna razón que no sabría precisar -tal vez tenía que ver con el cuarto que acababa de dejar y con el pensamiento de que seguramente lo había dejado para siempre-, me invadió una honda sensación de pérdida y me vi obligado a hacer una pausa. Boris siguió jugueteando con los pies unos instantes. Pero al fin pareció acusar el cansancio de las piernas y las dejó caer sobre la cama. Me aclaré la garganta, y dije:
– Bien, Boris. ¿Por dónde empezamos?
– ¡El hombre solar! -gritó Boris de pronto, y se puso a entonar sonoramente las primeras notas de una melodía. Y al hacerlo cayó hacia atrás y desapareció en el hueco entre la cama y la pared.
– Boris, estoy hablando en serio. Por el amor de Dios. Tenemos que hablar sobre esas cosas. Boris, por favor, sal de ahí.
No hubo respuesta. Suspiré y me levanté.
– Boris, quiero que sepas que siempre que te apetezca preguntarme algo, no tienes más que hacerlo. Dejaré de hacer lo que esté haciendo en ese momento y me pondré a hablar de lo que me hayas preguntado. Incluso cuando esté con gente que parezca muy importante. Quiero que sepas que, para mí, nadie es tan importante como tú. Boris, ¿me oyes? Boris, sal de ahí de una vez.
– No puedo. No puedo moverme.
– Boris, por favor.
– No puedo moverme. Me he roto tres vértebras.
– Muy bien, Boris. Quizá podamos hablar cuando mejores. Me voy abajo a desayunar. Boris, escucha. Después del desayuno, si te apetece, podemos ir al antiguo apartamento. Lo podemos hacer, si quieres. Podemos ir a coger la caja. La caja en la que guardaste al Número Nueve.
Siguió sin responder. Esperé un momento más, y luego dije:
– Bueno, piénsalo, Boris. Me voy a desayunar.
Y, sin más, salí de la habitación cerrando la puerta con suavidad a mi espalda.
Me condujeron a una sala larga y soleada contigua a la fachada del vestíbulo. El gran ventanal daba a la calle, a la altura de la acera, pero en su parte inferior el cristal era opaco a fin de dar al interior cierta intimidad y resguardarlo de las miradas de los viandantes. El sonido del tráfico llegaba ahogado, en tonos amortiguados. Las altas palmeras y los ventiladores cenitales daban a la sala un aire vagamente exótico. Las mesas estaban dispuestas en dos largas hileras, y, mientras el camarero me conducía por el pasillo que había entre ellas, advertí que la mayoría de los servicios de las mesas ya habían sido retirados.
El camarero me sentó cerca del fondo, y me sirvió café. Al retirarse, vi que los únicos huéspedes presentes eran una pareja sentada cerca de la puerta que hablaba en español y un hombre de avanzada edad que leía el periódico unas mesas más allá. Pensé que posiblemente yo era el último huésped del hotel que bajaba a desayunar, pero de nuevo me dije que había tenido una noche excepcionalmente agotadora y que no tenía por qué sentirme culpable.
Así que, mientras contemplaba las palmeras cuyas hojas se agitaban suavemente bajo los ventiladores rotatorios, en lugar de sentirme culpable me fue envolviendo gradualmente una sensación de íntimo contento. Después de todo, tenía sobradas razones para sentirme satisfecho con lo que había conseguido en el breve tiempo transcurrido desde mi llegada. Existían aún, como es natural, muchos aspectos de aquella crisis local que permanecían poco claras, e incluso misteriosas. Pero no llevaba en la ciudad ni veinticuatro horas, y las respuestas a las preguntas irían surgiendo poco a poco y sin tardanza. Más tarde, por ejemplo, visitaría a la condesa, y tendría ocasión no sólo de refrescar mi memoria respecto a la obra de Brodsky a través de sus viejos discos, sino también de tratar en profundidad la crisis con la condesa y el alcalde. Luego tendría lugar la reunión con los ciudadanos más directamente afectados por los problemas actuales -reunión sobre cuya importancia había hecho yo hincapié ante la señorita Stratmann el día anterior-, y la entrevista con el propio Christoff. En otras palabras, aún tenía por delante la mayoría de mis compromisos más importantes, y de nada servía tratar de sacar conclusiones válidas o incluso ponerme a pensar en terminar mi discurso en aquella fase del proceso. De momento, tenía derecho a sentirme complacido por la cantidad de información que ya había asimilado, y sin duda podía permitirme unos minutos de relajada holganza mientras tomaba el desayuno.
El camarero volvió con fiambres, quesos y una cestita de panecillos recién horneados, y empecé a comer sin prisa, sirviéndome el fuerte café en la taza poco a poco, a medida que lo iba tomando. Cuando al cabo apareció en la sala Stephan Hoffman, me hallaba yo en algo muy cercano a un excelente y tranquilo estado de ánimo.
– Buenos días, señor Ryder -dijo el joven viniendo hacia mí con una sonrisa en el semblante-. Me han dicho que acababa usted de bajar. No deseo incomodarle mientras desayuna, así que sólo será un momento.
Permaneció de pie junto a la mesa, con la sonrisa en la cara, a la espera de que yo hablara. Sólo entonces recordé nuestro acuerdo de la noche anterior.
– Ah, sí -dije-. La pieza de Kazan, sí. -Dejé el cuchillo de la mantequilla y le miré-. Es sin duda una de las piezas más difíciles jamás compuestas para piano. Y teniendo en cuenta que usted prácticamente acaba de empezar a ensayarla, no es extraño que aprecie ciertas aristas sin pulir, ciertas imperfecciones. No es mucho más que lo que le digo, meras aristas sin pulir. Con esa pieza poco puede hacerse salvo dedicarle tiempo. Mucho tiempo.
Callé. La sonrisa se había borrado del semblante de Stephan.
– Pero en conjunto -continué-, y estas cosas no las digo nunca a la ligera, creo que su interpretación de anoche permite albergar excepcionales esperanzas. Si consigue usted dedicarle el tiempo necesario, estoy seguro de que logrará una ejecución magnífica de esa difícil pieza. Claro que la cuestión es…
Pero el joven ya no me escuchaba. Se acercó un paso más hacia mi mesa, y dijo:
– Señor Ryder, aclaremos el asunto. ¿Me está diciendo que lo único que necesito es tiempo? ¿Que está dentro de mis posibilidades? -El rostro de Stephan se torció de pronto, su cuerpo se dobló y su puño golpeó con fuerza su rodilla levantada. Luego, Stephan se enderezó, inspiró profundamente y sonrió con fruición-. Señor Ryder, no se hace usted idea de lo que esto significa para mí. Qué maravilloso ánimo…, ¡no se hace usted idea! Sé que le parecerá inmodesto, pero se lo aseguro: siempre lo he sentido así; en el fondo de mí mismo, siempre he sentido que poseía esa aptitud. Pero oírselo decir a usted, nada menos que a usted, Dios mío, ¡no tiene precio! Anoche, señor Ryder, seguí y seguí tocando. Cada vez que sentía que me ganaba el cansancio, cada vez que me sentía tentado de dejarlo, una pequeña voz en mi interior me decía: «Espera. Puede que el señor Ryder aún siga ahí fuera. Puede que necesite un poco más para emitir su dictamen.» Y ponía aún más en ello, lo ponía todo, y seguía y seguía tocando. Cuando terminé, hace unas dos horas, debo confesar que fui hasta la puerta y miré afuera. Y, claro, usted se había ido a la cama. Muy sensato. Pero fue tan amable de su parte el haberse quedado lo suficiente para evaluarlo. Sólo espero que no haya tenido que renunciar a demasiado sueño por mi culpa.