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– ¿Por qué tendría que ofender a Nabu? En este templo me han recibido como a un hermano, he compartido su vino y su carne y, a veces, alrededor de este estanque, las mujeres me han abierto los brazos.

– A partir de este día, no beberás vino, no volverás a comer carne y no te acercarás a ninguna mujer.

– ¿A ninguna mujer? ¡He dejado una esposa en mi pueblo de Mardino!

Es una súplica, Pattig está desconcertado, pero Sittai no le deja un instante de respiro:

– Tendrás que abandonarla.

– Va a dar a luz dentro de unas semanas. ¡Estoy impaciente por ver a mi primer hijo! ¿Qué padre sería si los abandonara?

– Pattig, si realmente es la verdad lo que buscas, no la encontrarás en el abrazo de una mujer ni en los vagidos de un recién nacido. Ya te lo he dicho, la verdad es exigente; ¿la deseas aún o has renunciado ya a ella?

* * *

Cuando, corriendo a su encuentro hasta el camino alto se lanza a su cuello, jadeante, y él la rechaza fríamente con las dos manos, Mariam se dice que su marido, por pudor, no quiere que el extranjero que le acompaña sea testigo de sus efusiones.

Con todo, se siente un poco herida, pero se guarda de demostrarlo y ordena que lleven a los dos hombres unos lebrillos de agua y toallas para que puedan lavarse el polvo de los caminos. Ella se escabulle tras una colgadura. Cuando reaparece, una hora más tarde, es un verdadero festín lo que lleva a la terraza. Mientras ella avanza con las primicias, dos copas del mejor vino de la tierra de Mardino, un sirviente la sigue cargado con una gran bandeja de cobre donde se superponen platos y escudillas. Totalmente concentrado en escuchar al hombre de blanco que le habla a media voz, Pattig no les ha oído acercarse.

Mariam hace señas al sirviente de que no haga ningún ruido al colocar los manjares sobre la mesa baja. Si dos platos se entrechocan, esboza una mueca, pero inmediatamente se tranquiliza con el espectáculo de esas golosinas a las que Pattig es tan aficionado: yemas de huevo duro rematadas con una gota de miel, lonchas finas de faisán con puré de dátiles… Los días en que su hombre va a Ctesifonte, Mariam ocupa así su tiempo, ingeniándose en prepararle los más sabrosos manjares; de esa manera, él tendrá siempre prisa por volver, y si está con amigos, antes que ir a una taberna descuidando sus obligaciones, los traerá orgullosamente a su casa, seguro de que allí estarán mejor atendidos que los comensales de un rey.

Después de una última ojeada para verificar que todo está en su sitio, Mariam va a sentarse en un cojín al otro extremo de la habitación. A veces, cuando su marido está solo, cena con él; nunca cuando tiene invitados, pero apenas se aleja, preocupada en comprobar a cada instante que a los comensales no les falte de nada.

Transcurren unos largos minutos. Absortos en su charla, Pattig y Sittai no han tendido aún la mano hacia la mesa. ¿Se han dado cuenta siquiera del festín que se les ofrece? ¿Han olido el aroma que invade la terraza? Mariam se apena en silencio. Aunque se hubieran parado en el camino para comer, deberían al menos, por pura cortesía, tomar una albóndiga, una aceituna, un sorbito de esas copas que ha colocado justo delante de ellos.

Pero ahora el invitado saca de debajo de su túnica una especie de chal que extiende sobre sus rodillas, extrae de él un pan negruzco, lo parte y se lleva un trozo a la boca. Mariam contiene la respiración. ¡Así que ese individuo desdeña todo lo que ella ha preparado para mordisquear un vulgar pedazo de pan! Y eso no es todo. Ahora desenrolla más el chal, saca de él dos pequeños pepinos arrugados y los moja en una garrafa de agua antes de darle uno a su anfitrión. Pattig, visiblemente azarado, se queda con la hortaliza en la mano, pero el palmireno mastica la suya ostensiblemente.

No pudiendo aguantar más, Mariam se acerca al extraño personaje.

– ¿Hay algo en esta comida que incomode a nuestro invitado?

El hombre no dice nada y aparta la mirada. Pattig interviene:

– Nuestro huésped no puede comer estos alimentos.

Mariam contempla la mesa con desolación.

– ¿De qué alimentos hablas? Hay aquí tantas cosas diferentes. Platos cocinados con aceite, otros con grasa, otros asados o cocidos, carnes, verduras crudas e incluso pepinos. ¿Nuestro invitado no puede tocar nada de todo esto?

– No insistas, Mariam, vete, estás importunando a nuestro huésped.

– ¿Y tú, Pattig, no tienes hambre después de haber caminado?

Con un movimiento de la mano, su marido repite el mismo gesto de alejamiento que hizo al llegar y añade:

– Llévate todo esto, Mariam, ni él ni yo tenemos hambre, no deseamos ningún alimento. ¿No puedes dejarnos solos?

Mariam no ha esperado a salir de la habitación para estallar en sollozos. Corre hacia su cuarto sujetándose el vientre como si éste fuera a rodar a sus pies. La anciana Utakim, su sirvienta, su única amiga, que se ha apresurado a reunirse con ella, la encuentra sentada en el suelo aturdida, respirando agitada y quejumbrosamente.

– Entonces es verdad lo que dicen de los hombres; ¡basta un maleficio, un encuentro, un elixir, para que su amor aparezca, para que su amor se vaya!

Utakim ha visto nacer a Mariam. Cuando su madre murió de parto, fue ella quien la amamantó, y la víspera de su boda, fue ella quien la vistió y la maquilló. ¿Quién mejor que ella podría consolarla?

– Ya conoces a tu hombre; en cuanto una idea le preocupa, se olvida de comer, comienza a palidecer, a adelgazar, como si estuviera enamorado. ¿Acaso no sabes que es así? Hoy tiene a ese visitante y se alimenta de sus palabras, pero mañana lo habrá olvidado y será de nuevo un amante insistente, un padre impaciente. Así es como siempre ha sido y así es como lo has amado.

– ¡Sus ojos, Utakim, tú no has visto sus ojos! Por lo general, me basta con que se crucen con los míos un instante para olvidar dolores e inquietudes. Si sus ojos me hubieran hablado, habría ignorado las palabras de su boca y los gestos de sus manos. Pero esta noche, sus ojos no me han dicho nada.

Utakim la reprende con desenvoltura:

– ¿No sabes que un hombre nunca es cariñoso en presencia de un extraño? El huésped se irá pronto a dormir y nuestro señor vendrá a reunirse contigo. ¡Vamos, déjame deshacerte las trenzas!

Mariam se abandona a las manos que no han cesado de acunarla. La noche está cayendo y su hombre vendrá. Jamás en el pasado abandonó su lecho. La muchacha se ha recostado apoyando la cabeza en un cojín y los pies descalzos en otro más alto. Utakim se sienta justo al borde de un cofre situado a su cabecera y toma entre sus manos los dedos de su señora, que acaricia lentamente y se lleva a los labios de cuando en cuando. Su mirada llena de amor envuelve el rostro rosáceo enmarcado por una cabellera con reflejos malva. Desearía decirle: «Te conozco bien, Mariam. Tienes las manos lisas de las hijas de los reyes y el corazón frágil de aquellas a las que un padre ha amado demasiado. Cuando eras niña, te rodearon de juguetes; ya núbil, te cubrieron de joyas y te entregaron al hombre que habías elegido. Luego, viniste a vivir a esta tierra de abundancia y tu marido te cogió de la mano. Como el primer día, camináis juntos por los huertos que os pertenecen donde, cada estación, hay mil frutos que recoger. Y tu vientre lleva ya al hijo. Pobre niña, vives tan feliz desde hace tanto tiempo que te basta con sospechar en los ojos de tu hombre la menor ausencia, el alejamiento más pasajero, para perder pie y que a tu alrededor el mundo se ensombrezca».

Utakim dibuja de nuevo con los dos pulgares las cejas sudorosas de la que, para ella, será siempre una niña, y Mariam, que comenzaba a adormecerse, abre los ojos e implora a la sirvienta, que se va a buscar noticias.

– Están hablando, no paran de hablar. O más bien, es el visitante quien diserta y nuestro señor evita interrumpirle.

Si Mariam no hubiera tenido la mente tan ofuscada, habría descubierto en la voz de Utakim el temblor de la mentira. Era verdad que la sirvienta había oído un rumor de conversación, pero los dos hombres no estaban ya en la terraza y Pattig había ordenado que le extendieran una estera en la habitación de los invitados para pasar allí la noche.