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Pero esto no era más que una primera prueba. Tenía que sumergirse en el canal una segunda vez y luego dejar que le cortaran la barba y los cabellos, antes de que le metieran la cabeza bajo la superficie del agua una última vez, mientras resonaban estas palabras: «El hombre antiguo acaba de morir, el hombre nuevo acaba de nacer bautizado tres veces en el agua purificadora. Bienvenido seas entre tus hermanos. Mientras vivas, guarda esto en tu memoria: nuestra comunidad es como el olivo. El ignorante coge su fruto y lo muerde; al encontrarlo amargo, lo tira lejos. Pero ese mismo fruto, cogido por el iniciado, maduro y tratado, revelará un sabor exquisito y proporcionará, además, aceite y luz. Así es nuestra religión. Si te acobardas al primer sabor de amargura, jamás alcanzarás la Salvación».

Pattig había escuchado con contrición, había pasado la mano sin pesar por sus cabellos rapados y por el resto de su barba y se había prometido volver la espalda a su vida pasada y someterse sin un estremecimiento de duda a las reglas de la comunidad. Sabía, sin embargo, que en el palmeral el tiempo no era más que una serie de obligaciones. Primero la oración, el canto y los actos rituales, bautismos cotidianos, discretos o solemnes, aspersiones y abluciones diversas, ya que la menor mácula, real o supuesta, era un pretexto para renovadas purificaciones; luego venía el estudio de los textos sagrados, el Evangelio según Tomás, el Evangelio según Felipe o el Apocalipsis de Pedro, releídos y comentados cien veces por Sittai y copiados incansablemente por aquellos «hermanos» que se distinguían por la mejor caligrafía; a estas obligaciones, que enardecían el fervor de Pattig y su insaciable curiosidad, se añadían otras que no eran en modo alguno de su agrado.

En efecto, los Túnicas Blancas se jactaban de tener las tierras mejor cuidadas y las más fecundas de los alrededores, que les proporcionaban su alimento así como un abundante excedente que ellos iban a vender a las localidades vecinas. A Pattig le horrorizaba esta última actividad: partir por la mañana temprano con un cargamento de melones o de calabazas, extender la mercancía en la plaza de un pueblo, esperar a pleno sol a algún cliente tiñoso, soportar mil chirigotas… ¿Cómo podría soportarlo ese hijo de la nobleza parta? Se lo confió un día a Sittai, pero su respuesta fue inapelable: «Ya sé que te agradan la oración y el estudio y que en ellos encuentras placer. El trabajo de los campos y la venta de nuestros frutos en el pueblo son las únicas actividades que te impones para agradar al Altísimo, ¿y desearías que se te dispensara de ellas?». Asunto concluido. Durante largos años, Pattig se agotaría labrando los campos de la comunidad, cuando a dos jornadas de allí, a orillas de ese mismo canal, sus propios campesinos araban las tierras que le pertenecían, pero de las que había renunciado a alimentarse.

Y es que los Túnicas Blancas se sometían a estrictas observancias alimentarias; no contentos con prohibirse la carne y las bebidas fermentadas y con practicar frecuentes ayunos, jamás se llevaban a la boca lo que provenía del exterior. Sólo comían el pan sin levadura que salía de su horno, y quien partiera pan griego era, a sus ojos, un impío. De igual manera, sólo consumían las frutas y hortalizas producidas por su tierra, a las que se referían como «plantas machos», ya que a todo lo que se cultivara en otra parte se le llamaba «planta hembra» y estaba prohibido a los miembros de la secta.

¿Por qué asombrarse de semejante denominación? Lo que es femenino está prohibido, lo que está prohibido es femenino; para esos hombres había en esto una equivalencia perfecta. En los sermones de Sittai, esta palabra se repetía sin cesar en el sentido de «nefasto», «diabólico», «turbio» o «peligroso para el alma». Él mismo evitaba nombrar a las mujeres de las Escrituras, si no era para ilustrar la calamidad de la que podían haber sido causa. Evocaba de buen grado a Eva y a Betsabé y sobre todo a Salomé, pero rara vez a Sara, a María o a Rebeca. Pattig aprendió pronto que en el palmeral estaba mal visto mencionar a su esposa o a su madre, incluso la palabra «nacimiento» no era decente más que si se hablaba del bautismo o de la entrada en la comunidad, si no, era mejor decir «llegada». Sin embargo, la prohibición de matrimonio era inusitada en las comunidades a orillas del agua. ¿No se había casado Juan Bautista? Pero Sittai había querido establecer una regla más rigurosa, de la que sus adeptos se enorgullecían: cuando para alcanzar el cielo se ha elegido el camino estrecho, ¿no es el más merecedor aquel que más sufre y se abstiene y se priva?

Por eso, Pattig no intentó siquiera saber si Mariam había dado a luz en su ausencia ni de qué hijo era desde entonces padre. ¿Cómo pedir permiso a Sittai para acudir junto al recién nacido sin hacerle creer que tenía remordimientos, dudas, o que estaba pensando en reanudar su vida anterior? Entonces se resignó, su curiosidad se fue debilitando y terminó por no pensar más en ello, o muy poco.

Así pues, cuál no sería su sorpresa cuando el propio Sittai le ordenó, al cabo de algunos meses, que fuera a su casa:

– Si lo que ha venido al mundo es una niña, que se quede con su madre; pero si es un niño, su lugar está entre nosotros, no le puedes dejar para siempre en manos impuras.

Pattig tomó el camino de Mardino, verdad es que acompañado por dos «hermanos».

Cuando llegó ante su casa, se detuvo al otro lado de la verja para gritar:

– ¡Utakim!

La sirvienta, que salió descalza y con un pañal en la mano, tuvo que acercarse mucho al visitante para reconocer su cabeza rapada y como reducida. Pattig dejó que le mirara de arriba abajo.

– Dime, Utakim, ¿ha dado a luz tu señora?

– ¡No pensarás que ha estado embarazada trece meses!

Los compañeros de Pattig sonrieron, pero él se limitaba a formular sus preguntas:

– ¿Es un niño?

– Sí, un hermoso niño hambriento y gritón.

Al evocar al recién nacido, el semblante de la sirvienta se iluminó con una súbita jovialidad que Pattig no se dignó tomar en cuenta.

– ¿Le han dado ya un nombre?

– Se llama Mani, como lo habías decidido.

– Di a tu señora que vendré a buscar a mi hijo cuando esté destetado.

Una vez entregado su mensaje, le dio la espalda para partir con gestos de sonámbulo cuando Utakim gritó:

– ¿Sabes siquiera si mi señora ha sobrevivido?

El efecto fue inmediato. Pattig se sobresaltó y volvió sobre sus pasos, visiblemente contrariado de no poder terminar su misión como lo había proyectado; tuvo que violentarse para articular:

– ¿Mariam se encuentra bien?

Fue entonces cuando Utakim, a su vez, se dio la vuelta con el rostro súbitamente ensombrecido. Sin una palabra más, se dirigió arrastrando los pies hacia la casa, mientras Pattig se agitaba, la llamaba, la conminaba a detenerse, a responderle. Pero la sirvienta se había vuelto sorda. Él dudó, consultó con la mirada a sus dos compañeros que, inquietos por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, le aconsejaron que se fuera. Pero ¿cómo podía hacerlo? Necesitaba saber lo que pasaba. Cruzó la valla y se precipitó hacia la casa como si ésta hubiera vuelto a ser suya.

En ese momento, Mariam, que estaba ocupada en la huerta detrás de las cocinas, apareció poniendo las manos a modo de bocina; Utakim, trastornada, le hizo señas con gestos desesperados de que se callara, que desapareciera. Quería que Pattig penetrara en la casa, que escapara por un momento de sus guardianes, pero Mariam no la vio y comenzó a gritar el nombre de su marido al que creía de regreso. Pattig, tranquilizado al saber que estaba con vida y sin preguntar nada más, huyó para reunirse con sus «hermanos».