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En el salón del Trono, la cortina estaba cerrada para ocultar la corona suspendida. En el lugar donde acostumbraban a prosternarse los visitantes se levantó un túmulo funerario algo inclinado, a fin de que la cabeza del soberano permaneciera en alto. A su alrededor estaban los magos, incensando y rezando, y en sus sitios acostumbrados, la gente de la corte. La multitud estaba fuera, en los jardines del palacio y cerca de la verja. Los ciudadanos contemplaban la sigilosa agitación de los poderosos y se divertían intentando adivinar el nombre de su futuro señor.

Por fin se abrió la sala de los conciliábulos. Los tres dignatarios salieron en el orden que convenía a su rango, primero el gran mago Kirdir, luego el decano de los guerreros y a continuación el jefe de los escribas. Cada uno de ellos llevaba sobre las palmas de las manos abiertas un cilindro de pergamino con los sellos rotos que desenrollaron a la vez, aunque sólo Kirdir lo leyó en voz alta, mientras sus compañeros se contentaban con verificar su copia con los ojos.

– «Yo, el adorador de Ahura Mazda, Sapor, rey de reyes del Irán y del No Irán, hijo del divino Artajerjes, he conquistado más regiones de las que pueda nombrar y he servido a la divinidad con dedicación. Quiera el Cielo que permanezca mi recuerdo.

»En esta hora en que me dispongo a partir a la réplica celeste de mi Imperio, junto a mis gloriosos predecesores, he elegido confiar el cetro y la corona al más merecedor de los miembros de la dinastía, mi hijo bienamado…»

El mago se aclaró la garganta y el silencio, ya total, se hizo más resonante.

– «… mi hijo bienamado, el divino Ormuz, gran rey de Armenia, que ojalá adquiera el mismo renombre de valentía…»

Las últimas palabras se perdieron en la algarabía de las aclamaciones. Los cortesanos no tuvieron ojos más que para la fila de los príncipes, primero el nuevo soberano que, instintivamente, dio dos pasos hacia adelante, y luego su hermano mayor Bahram, que se apoyó sobre el hombro más cercano, intercambiando una breve mirada con Kirdir, que esbozó un rictus de impotencia.

Mani también estuvo a punto de desfallecer, pero por otras razones. Hasta ese instante, estaba persuadido como todos los súbditos del Imperio, de que el trono correspondería a Bahram, quien recientemente se había acercado a su padre y que gozaba del apoyo de los magos, mientras que Ormuz vivía casi en desgracia en su lejano reino de Armenia, en tan malos términos con el rey de reyes que no habría pensado siquiera en venir a verle si no se hubiera enterado de que estaba moribundo.

Aquella misma mañana, al ser informado de la desaparición del anciano soberano, Mani había tenido la impresión de que el mundo que le rodeaba se ensombrecía. Las persecuciones se habían intensificado a lo largo de las semanas anteriores, incluso en la capital, aprovechando la enfermedad de Sapor, quien seguía siendo la última defensa frente a los fanáticos, poco efectiva, pero siempre leal a su promesa de protección.

Antes de acudir al palacio, el hijo de Babel había comunicado sus inquietudes a su «Gemelo» celeste, que apenas había intentado tranquilizarle. «Si el fin está próximo -le había dicho-, hay que resignarse a ello y preparar a tus discípulos para afrontarlo. ¿Acaso has escrito, pintado y enseñado sólo para tus contemporáneos?»

Y ahora la pesadilla se disipaba, ahora la esperanza renacía, gracias a unas palabras que habían salido, ¡oh paradoja!, de la propia boca de Kirdir: «… mi hijo bienamado, el divino Ormuz…».

Por otra parte, el despechado mago proseguía su oficio sin alterar el ritual consagrado.

– Los ángeles han aceptado por soberano al divino Ormuz, hijo del divino Sapor. ¡Someteos a él, criaturas, y regocijémonos!

Hizo una seña al príncipe electo para que se acercara y le tomó la mano, interrogándole en voz alta:

– ¿Aceptas del Altísimo la religión de Zoroastro, que Vishtaspa consolidó y Artajerjes reanimó?

– Serviré a la divinidad y haré el bien a mis súbditos.

El nuevo soberano fue llevado hasta el trono sin gran pompa, en una apresurada ceremonia que estaba destinada solamente a no prolongar el vacío del poder. La verdadera solemnidad tendría lugar el día de la coronación, por lo demás, mucho más tarde. La costumbre exigía que se celebrara en la próxima fiesta del Noruz, comienzo del año nuevo, lejos de Ctesifonte, en un lugar consagrado de Pérsida, cuna de la dinastía sasánida.

Sin embargo, para Ormuz, el poder estaba ya en sus manos. Sus súbditos se precipitaron a sus pies. El propio Bahram se obligó a prosternarse y su hermano le invitó a subir los peldaños del trono para estrecharle contra él en medio de las ovaciones. En el bullicio de las felicitaciones cortesanas, Mani permanecía inmóvil. Sin embargo, en otros lugares, sus fieles y todos aquellos que participaban de la misma esperanza sentirían deseos de celebrarlo, de cantar, de regocijarse; Denagh, para quien el nuevo soberano era un segundo padre, echaría hacia adelante, sobre el hombro izquierdo, su trenza salpicada de largos hilos de plata… Allí mismo, en el palacio, entre los dignatarios del Imperio, la felicidad de los amigos del Mensajero tenía acentos diferentes.

Ormuz en persona, emergiendo del torbellino, buscó con los ojos a aquel que llamaba en privado «Maestro». Le miró fijamente un momento e intentó hacerle señas discretamente, pero el hijo de Babel sólo miraba dentro de sí mismo, preocupado y como torturado en ese minuto de felicidad.

Sus pasos le condujeron hacia los restos mortales de Sapor, de los que todos se habían apartado excepto los encargados de los incensarios. Hubiera deseado descubrir en los rasgos petrificados de aquel por quien había sentido tanto afecto la clave del misterio que se desarrollaba ante sus ojos. Estuvo un tiempo inmerso en esa contemplación, sordo a todo, ausente… Luego, sin una mirada para el nuevo rey de reyes, se escabulló hacia la salida.

El encargado de la cortina le alcanzó jadeando al final de la antesala. El soberano deseaba recibirle al día siguiente al amanecer.

– ¿Habré perdido ya al maestro y al amigo? -dijo Ormuz al recibirle-. Ayer se habría dicho que la cara de onagro de Kirdir estaba más alegre que la tuya y mi hermano Bahram menos desolado. ¿Tienes miedo de todas las victorias? ¿Desconfías de todas las dichas?

Mani se mostró contrito y lo estaba, ya que desde su primer encuentro, treinta años antes, a las orillas del Indo, Ormuz jamás había tenido para él otra cosa que el más sincero afecto, aunque tuviera que pelearse por su causa con la tierra entera.

– Mi actitud no tiene otra explicación que la extrema sorpresa. El Cielo nos ha hecho un regalo, a mí, a Denagh, a todos los míos y al Imperio entero. Temíamos el reinado de la persecución y obtenemos el de la generosidad. ¿No hay motivo para aturdimos de felicidad?

– ¿Tu compañero celeste no te había advertido?

– No me había dado ninguna esperanza.

– Sin duda no querría privarte de la alegría de la sorpresa.

Aunque hubiera cumplido ya cincuenta años, Ormuz tenía en los ojos un candor de niño que suscitaba una inmensa ternura en el hijo de Babel.

– ¡Ahora que ya pasó la sorpresa, podrás manifestarme tu alegría!

– ¿Acaso puede dudar de ella el señor del Imperio?

Ormuz paseó su mirada ostensiblemente por la habitación vacía.

– ¿Es a mí a quien hablas así, Mani? ¡El señor del Imperio! En las sesiones públicas es conveniente que te dirijas a mí con esas palabras, pero cuando estemos solos te ordeno, como señor del Imperio, que me hables como siempre lo has hecho. ¡Por todos los Cielos! ¿Intentas realmente alejarte de mí en el momento en que más necesito tu presencia, tu amistad y tus consejos? Mi padre tenía razón en llamarte desertor, eso es lo que eres. Pero yo no tendré tanta paciencia como él, ni el mismo dominio de mí mismo. Quiero que me digas en este instante, por tu honor, y en nombre de Aquel que te ha hecho Mensajero, si vas a ser o no el amigo, el sostén, la inspiración y la Luz de mi reinado, hasta el último balbuceo de tu vida. ¡Respóndeme o desaparece para siempre y que yo no vuelva a oír jamás tu nombre ni el de tus allegados!