Выбрать главу

– Ormuz, tú eres el amigo que me ha defendido contra la injusticia del mundo. Aunque tu mano me golpeara de muerte, no la maldeciría.

– ¿Golpearte? ¿Mi mano?

El rey de reyes tenía los ojos llenos de lágrimas.

Tomó la mano de Mani y se la llevó a los labios, como lo había hecho ya algunas veces en el pasado. ¡Pero entonces no era el rey de reyes!

– ¿Tu compañero celeste te dijo que desconfiaras de mí?

– No, Ormuz, con que sólo hubiera mencionado tu nombre, mis inquietudes se habrían calmado.

– ¿Y ahora sigues estando inquieto?

– Jamás he dudado de ti.

– La hora de la duda ha pasado, Mani, y también la de la indecisión. Tenemos que construir juntos. Desde esta noche, haré anunciar por la voz de los heraldos que el rey de reyes abraza la fe de Mani.

– ¡No, Ormuz! Así fue como erramos el camino tu padre y yo. Esperé demasiado de él y él esperó demasiado de mí. Ése no es el camino razonable. Un día, tú querrás hacerme tomar decisiones de rey y yo querré hacerte adoptar escrúpulos de Mensajero. Y vendrá la amargura, y nos convertiremos en extraños el uno para el otro, quizá en enemigos. Sin haberlo deseado jamás, te encontrarás matando a aquel que amas. Luego, me llorarás con lágrimas sinceras. No, Ormuz, no me empujes a cometer dos veces el mismo error, el Cielo no me perdonaría un nuevo fracaso.

– Un día me dijiste que el reinado de la Luz no había podido coincidir con el de Sapor; esperaba que coincidiera con el mío.

– No se trata de ti, Ormuz, ni de Sapor ni de mí. La culpa es del siglo. Por todas partes se alzan a nuestro alrededor los sectarios de los dioses celosos, y mi voz es la de la divinidad generosa. Durante mucho tiempo aún, mi fe será la de un puñado de Elegidos desprendidos de las cosas del mundo. El Imperio no puede abrazarla. Pero podemos construir muchas cosas juntos si cada uno de nosotros desempeña su cometido: si tú gobiernas con justicia, si actúas por el bien de tus súbditos, como lo has jurado, y preservas la libertad de creencia para todos; y si yo, por mi parte, con los discípulos que se han unido a mi Esperanza, me esfuerzo en enseñar la Luz a las naciones.

– ¿Eso nos impedirá seguir siendo amigos?

– Fui el amigo del gran rey de Armenia, ¿por qué no puedo ser el amigo del señor del Imperio? Cada vez que lo desees, nos veremos a solas como esta mañana, hablaremos del mundo y de los Jardines de Luz, de pintura, de medicina y de armonía, pero en el mismo instante en que abandone el palacio volveré a ser el Mensajero y nada más, y tú volverás a ser el rey de reyes, cada uno por su camino, con sus propias armas y sus propias cargas.

En los meses que siguieron, la fe de Mani tuvo una espectacular expansión por todo el Imperio y más allá. Un gran número de caballeros, magos hostiles a los dogmas de Kirdir y gentes de todas las castas se unieron a los Elegidos, como adeptos o como simples oyentes. El Mensajero no se explicaba este súbito progreso. La simpatía evidente de Ormuz era una de las razones, unida al afecto de la gente por su nuevo soberano que se había revelado clemente y firme al mismo tiempo, y cuya presencia en el trono parecía derramar, por algún sortilegio bendito, abundancia y felicidad. No había epidemias, ni hambre, ni inundaciones destructoras, ni ninguna de esas calamidades que causan tantos estragos. Anunciaban el reinado los mejores augurios.

Los preparativos de la coronación habían sido generosos, incluso dispendiosos, pero el pueblo no se quejaba; se había tenido cuidado de distribuir entre los pobres lo suficiente para festejarla dignamente. Al acercarse el Noruz, Ormuz se impacientaba. Todas las mañanas, antes de las audiencias, llamaba a Mani para confiarle sus entusiasmos de la víspera y sus esperas. ¡Hubiera deseado tanto que hiciera el viaje hasta Pérsida junto a él! Pero el hijo de Babel le persuadió de que le dispensara de ello; su sitio no estaba en semejante ceremonia.

El lugar era una garganta entre dos acantilados. Allí era donde Artajerjes y luego Sapor habían hecho grabar en la roca las imágenes de su coronación. A algunos pasos de los fundadores, una superficie virgen y lisa estaba preparada para conservar la marca del nuevo soberano, el tercero del linaje sasánida. De una punta a otra del corredor sagrado, el suelo pedregoso estaba cubierto de alfombras, y la pared rocosa, hasta la altura de tres hombres, revestida con colgaduras de seda estampada con los emblemas de la dinastía: sol, fuego, luna, machos cabríos, onagros, perros, leones y jabalíes. En medio, en un lugar donde el desfiladero se ensanchaba haciéndose más luminoso, se había levantado un estrado, cuyos lados formaban una suave pendiente hasta llegar al suelo. Y sobre el estrado, un trono vacío.

Desde ambos lados del desfiladero, avanzaba un cortejo. Uno conducido por Ormuz, a caballo. Su larga cabellera rizada se desbordaba bajo una corona en forma de casco, rematada por una esfera a la que estaban atadas cintas de colores que revoloteaban hacia atrás, el aro que ceñía su barba era ahora de oro y perlas. Le seguían, pero a distancia, los oficiales de su guardia, los príncipes de sangre real, los familiares y los músicos, y después, todos los cortesanos; del otro lado llegaban los magos con Kirdir a la cabeza. Sería él quien, en el espacio de una unción, sustituiría al Altísimo, a Ahura Mazda, para conferir al monarca la dignidad suprema.

Los dos cortejos iban al paso, su lentitud prolongaría la ceremonia. Perfumes, afeites, inciensos, cantinelas. Cantos épicos en el camino del soberano, danzas sagradas al paso del gran mago. Al final de la procesión, algunos excesos esperados: riñas sin importancia, borracheras… Pompa envuelta en carnaval.

Y todo siguió así hasta el encuentro de los dos caballos que iban a la cabeza sobre el estrado. Hasta un súbito silencio. En la mano derecha, Kirdir sostiene el aro de cintas, símbolo de la realeza divina, y en la izquierda, el cetro. Ormuz toma entonces el aro con la mano izquierda y alarga hacia adelante la derecha con el dedo índice curvado en señal de sumisión a Ahura Mazda; luego, coge el cetro, y ahora le toca a Kirdir, que vuelve a ser un simple mortal, ejecutar el gesto de sumisión en dirección a aquel que, desde ese momento, está investido de la divinidad.

El rey de reyes suelta entonces la brida de su montura y el jefe de los magos salta a tierra, la recoge y hace girar a Ormuz sobre sí mismo entre las aclamaciones de los súbditos. Luego, el soberano va a sentarse en el trono. Kirdir le ofrece con gran solemnidad un vaso de oro que el monarca se lleva a los labios. Es el último gesto de la ceremonia pública. Los dos cortejos se retiran, esta vez apresuradamente, y el lugar se queda desierto. El monarca está solo. Solo con su vaso y con un único compañero, un viejo esclavo sordo provisto de un espantamoscas. Frente al soberano, a su alrededor, y pronto dentro de él, los antepasados y las divinidades.

Y es que el vaso contiene la bebida de los dioses, el haoma, preparado la víspera por Kirdir y sus ayudantes según un ritual milenario. Las ramas de la planta haoma han sido purificadas, reducidas a polvo en un mortero bendito y luego mezcladas con leche y con unas hierbas, cuyo secreto sólo poseen y se transmiten los magos de rango superior. Un brebaje sagrado de la India antigua y de Persia que hace que el ser divino que lo beba, entre en el éxtasis místico por el cual se unirá a las divinidades.