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– No -confesó Bahram sin rodeos-. Había jurado por mis antepasados que morirías. Pero tu perfidia te valdrá tener que sufrir.

Siete

Mani fue condenado al suplicio de los hierros. Una pesada cadena sellada alrededor del cuello, otras tres alrededor del busto, tres en cada pierna y tres más en cada brazo, sin ninguna otra violencia, ni sevicia. Tampoco le encerraron en un calabozo, sino que simplemente le dejaron en un patio enlosado, cerca de un puesto de guardia. Su vida iba a agotarse gota a gota bajo aquel peso. Se dio orden de alimentarle para que sobreviviera más tiempo, para que sufriera más tiempo.

Las visitas no le estaban prohibidas. Apenas se conoció la sentencia en los barrios de Beth-Lapat, comenzó el desfile. Allí fueron los discípulos, que se acercaban tanto como los guardias se lo permitían, para lanzar una flor a los pies del Mensajero. Pero sobre todo, acudió una multitud de mirones como en todos los suplicios públicos. Ni uno solo de los habitantes de la ciudad y de los alrededores habría querido perderse el espectáculo que ofrecía el ajusticiado. Venían familias enteras, y si los niños se asustaban, los padres los tranquilizaban con una risa ligera.

Algunos consideraban un deber insultar al condenado o sermonearle, por celo, por animosidad innata, otros por simple escrúpulo de honestidad, ya que no podían decidirse a gozar así de la distracción ofrecida por el rey sin pagarla con una palabra.

El tercer día de la última pasión de Mani los ciudadanos siguieron desfilando hasta la puesta del sol, cuando se cerró el portón de madera de su prisión a cielo abierto. Entonces quedó bajo la vigilancia de dos imberbes soldados que le flanqueaban evitando que sus miradas se cruzaran. De pronto, se tiraron cara al suelo tan violentamente que se despellejaron las palmas de las manos. Ante ellos acababa de aparecer el monarca en persona. Solo.

Con un carraspeo de garganta, les ordenó que se marcharan. Luego, después de algunos pasos vacilantes, fue a sentarse al borde de un friso de piedra cerca de Mani y sus cadenas.

– Quería hablarte, médico de Babel. Hay una cuestión que me intriga desde nuestro encuentro.

Por extraño que pudiera parecer, el tono de Bahram estaba desprovisto de animosidad; era casi amistoso. El prisionero se dignó levantar los ojos.

– Esa voz celeste que te habla, Mani…

Sus palabras denotaban confusión y como una súplica de niño.

– Ya me respondiste el otro día, pero no he saciado mi curiosidad.

Mani le contempló de nuevo, sin miramientos, pero sin destellos de hostilidad. Luego, pacientemente, se puso a contarle los comienzos de su misión, el «Gemelo», el palmeral, la India, hasta el primer encuentro con Sapor. Hablaba con la voz exhausta del que lleva la cruz. El monarca se acercó y se inclinó para oír mejor, y cuando le interrumpió fue con el cuchicheo de un íntimo.

– ¿Pero por qué tú, Mani? ¿Por qué el Cielo no habría hablado directamente al divino Sapor?

– ¿Cómo habría comprendido la gente que la majestad que emanaba de él venía del Cielo y no de su propio poder terrenal? Mientras que cuando el hombre humilde resplandece, está dando testimonio.

Bahram movió la cabeza con aire sosegado antes de proseguir:

– Me preocupa otra cuestión. ¿Qué has podido decirles a mi padre, a mi hermano Ormuz, a mis tíos y a esa mujer, Denagh, para que sientan por ti tanta veneración? ¿No les habrás revelado algún secreto del universo?

– Han oído de mi boca las verdades que estaban en ellos. Jamás se escucha otra voz que la propia.

Mani había murmurado esta frase con el tono de una confesión y Bahram se inclinó más aún. Tenían casi la misma edad, pero el hijo de Babel seguía siendo muy delgado. Al verlos conversar así, ¿quién habría sospechado que el que buscaba consuelo era el carcelero y que su víctima pudiera replicar con tan poco resentimiento? Aunque lo hiciera sin complacencia y sin ninguna palabra que intentara suscitar la compasión ni la gracia. Se habría dicho que, aquella tarde, el suplicio de Mani no era un tema digno de ser abordado por aquellos dos hombres.

El octavo día, el Mensajero recibió la visita de Zerav, el tañedor de laúd, que había sido durante cuarenta años el músico favorito de Sapor, y antes, de Artajerjes. Era un hombre orgulloso, alto, esbelto, y aunque sus dedos de octogenario estaban ya nudosos, al contacto con las cuerdas recobraban su juventud.

Siempre había apreciado la sabiduría del hijo de Babel y había tenido con él, en otro tiempo, largas y sosegadas discusiones. Su condena le ofendía. A modo de protesta, se había presentado con su laúd. Su entrada fue notable. Caminó directo hacia Mani, le besó la mano prisionera y luego se sentó cerca de él en el suelo, con las piernas cruzadas, y se puso a tocar un aire lastimero. El silencio se apoderó de la multitud.

Desconcertados por su porte principesco, los jóvenes soldados no habían osado interponerse. Inmediatamente vino en su ayuda un dignatario de la corte, quien también se sintió confuso frente a ese monumento vivo del Imperio. Es inconveniente -balbuceaba-, para un hombre de la fama de Zerav, venir a tocar a un lugar tan vil.

– ¿Acaso no estoy en el recinto del palacio? -se asombró el anciano músico.

– Sin duda. ¡Pero es el patio de los suplicios!

– Para mí, este lugar es hoy el más respetable del palacio y el más perfumado.

– ¡Aquel que ha tocado para los reyes no puede tocar para un ajusticiado!

Antes de que Zerav respondiera, se oyó la voz jadeante de Mani, pero en modo alguno estaba interviniendo en la discusión. Ni siquiera daba la impresión de haberla oído. Parecía que estaba prosiguiendo con el músico una lejana conversación.

– ¿Sabes, Zerav? Al alba del universo todos los seres estaban inmersos en una melodía suprema, el caos de la creación ha hecho que lo olvidemos; pero un laúd en comunión con el alma del artista puede despertar esas armonías originales…

– ¡Gratas son a mis oídos las palabras del sabio!

Y olvidando amenazas y argucias, comenzó a tocar de nuevo, ardiente e inspirado, hasta la noche.

Dicen que Bahram estaba aquel día de caza y que, en su ausencia, nadie se atrevió a asumir la responsabilidad de maltratar al venerable músico de los reyes.

Cuando al día siguiente regresó el monarca, unos soldados fueron a casa del tañedor de laúd con el fin de interpelarle, y descubrieron que, aquella misma noche, se había apagado en la estrecha serenidad de su lecho, como última protesta.

El decimocuarto día los mirones se habían cansado y los fieles eran cada vez más numerosos. Los guardias les prohibieron sentarse, obligándolos a desfilar en silencio; larga vela diurna, durante la cual Mani se mostró agitado. Se adormilaba y luego se despertaba y se movía, intentando estirar sus miembros anquilosados; pero apenas había encontrado una postura, quería volver a la anterior. En un momento dado, creyeron oírle decir:

– Has escrito y no te han leído. Has dicho una cosa y han comprendido otra. Los hombres han querido otra cosa.

Derramaba lágrimas y los fieles se miraron, preguntándose si estaría hablando de ellos.

El decimoséptimo día creyeron el fin inminente y los guardias dejaron a sus discípulos acercarse. Había que formular una pregunta entre todas, pero el corazón de Mani latía en su labio inferior y los fieles renunciaron a hacerle hablar para que no se ahogara aún más.

Como si hubiera oído sus angustias inexpresadas, abrió los ojos para murmurar con tono de seguridad:

– ¿Después? Lo que en mí era Tinieblas volverá a las tinieblas, lo que en mí era Luz seguirá siendo Luz.

Todos ansiaban saber más, pero la palabra de Mani era tan vacilante que los discípulos se resignaron.

Sin embargo, por la tarde, poco antes de que se cerraran las puertas, recuperó el vigor bruscamente. Irguió la cabeza y su voz sonó fuerte. ¿O sería la voz del «Gemelo»?