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Al día siguiente del incidente, en el momento en que la comunidad se reunía en la Santa Casa para el culto del alba, Maleo acudió con entusiasmo. Sabía que debería, una vez más, mascullar el interminable ritual, pero no le importaba. Ese día, un amigo estaría allí, repitiendo en el mismo instante, en la misma sala fría e inhóspita, los mismos gestos. A la salida, fueron caminando juntos y el tirio, en cuanto se alejaron de los otros «hermanos», le preguntó con gravedad:

– Si te digo mi secreto, ¿prometes no traicionarme jamás?

Mani se sintió irritado. Si bien comprendía fácilmente que Maleo fuera a la búsqueda de un amigo, a él le era indiferente. Al cabo de tantos años vividos entre los Túnicas Blancas, había conseguido forjarse una soledad, una querida e irreemplazable soledad con la que se envolvía como si fuera una cota de mallas. Compartirla era perderla. Deseaba poder volver, cada vez que tuviera la ocasión, a su discreta guarida, solo, sin otra compañía que él mismo. ¿Por qué permitir que un ronroneo humano le machacara los oídos? No queriendo herir al adolescente, que con tanta frecuencia era el chivo expiatorio de Sittai y de tantos otros «hermanos», esbozó una sonrisa amable, pero evitó responderle y apresuró el paso. A pesar de todo, el tirio se aferraba a él, le perseguía, se ponía delante, detrás, dando saltitos con una pierna y luego con la otra, infatigable y sordo a todas las reticencias:

– ¡Promete que no vas a denunciarme!

Esta vez, Mani se encogió de hombros, diciendo con impertinencia y con el tono del que no se acuerda ya de qué se trata:

– ¿Denunciarte? ¿Acaso he denunciado alguna vez a alguien?

Aparentemente tranquilizado, Maleo recobró el aliento antes de decir de un tirón como si se tratara de una sola palabra:

– Conozco-a-una-mujer.

Luego, con la boca abierta, esperó la avalancha de preguntas que su joven amigo no dejaría de lanzar sobre él.

Pero no. Mani no tuvo ni un sobresalto de sorpresa ni profirió la menor exclamación. ¿Acaso Maleo se molestó o se sintió desanimado? Todo lo contrario. La impasibilidad de su compañero le pareció la expresión del más completo asombro. Le creyó subyugado, anonadado de sorpresa y admiración, sintió que su triunfo estaba cerca y se entusiasmó:

– No permaneceré mucho tiempo en este maldito palmeral. En cuanto cumpla quince años, me marcharé. Ella vendrá conmigo y nos iremos a vivir a Ctesifonte. Allí encontraré un empleo de dependiente con algún mercader tirio o palmireno. Acompañaré a las caravanas a Egipto, a la India y a Armenia. La estoy viendo, bella como una estatua griega, envuelta en un largo vestido de seda bordada en oro y pedrería, descendiendo lentamente la escalera de mi palacio de Ctesifonte, rodeada de doce esclavas blancas y negras.

Saliendo de su silencio, Mani entró un instante en el juego de su interlocutor, sólo para sembrar una duda:

– ¿Cómo has hecho para construirte un palacio, tú que sólo eres un dependiente de un mercader de Ctesifonte?

Pero Maleo necesitaba mucho más para desconcertarse:

– No seré dependiente mucho tiempo; pronto tendré mi propio negocio, con agentes en Antioquía, en Palmira, en Petra, en Deb, en Berenice… Entonces podré construirme un palacio en Ctesifonte y otro en Tiro. Y un tercero, si quiero, en las montañas de Media, donde instalaré a la dama cada vez que ella quiera huir de los grandes calores y de las epidemias.

Ya no pasaba un día sin que Maleo hablara de «la dama» con las palabras más exquisitas, y con frecuencia también, las más ampulosas. Y si bien Mani no le animaba, si evitaba siempre interrogarle sobre ella, sobre su nombre o su edad, ya no manifestaba la misma indiferencia. Le escuchaba a menudo con atención y compartía algunas de sus emociones; y a veces, cuando el tirio bogaba por sus parlanchines ensueños, se embarcaba con él en silencio. También él pensaba en la dama y se sorprendía, en su soledad, queriendo adivinar a qué podría parecerse, y bajo qué árboles habría podido Maleo conocerla.

Ambos solían ir, como todos los «hermanos», al mercado del pueblo vecino para vender los productos de la comunidad. Era el único lugar donde tenían la oportunidad de encontrarse con mujeres, la mayoría de las veces campesinas con siluetas de calabaza, cargadas con canastos y golpeando el suelo con paso dolorido. Por otra parte, miraban con desprecio a los Túnicas Blancas, esos hombres que no eran hombres, esos seres flacos de pálidas mejillas, que, año tras año, amasaban el oro de sus abundantes cosechas sin que jamás mujer ni hijo gozaran de él, esa horda huidiza e indeseable a la cual se atribuían los peores vicios y las prácticas más inconfesables.

Verdad es que algunas, al ver a Mani solo, en cuclillas, rodeado de sus mercancías, pensativo y miserable, se compadecían de él, le tocaban la frente diciendo «hijo mío» y, finalmente, le compraban sus últimos nísperos con su último pashiz de cobre o de estaño. El «hijo» se esforzaba por tener un aire ausente, pero su ternura le encendía el pecho. ¡Hubiera deseado tanto retener algunos instantes más aquellos ojos llenos de arrugas que le habían sonreído!

A veces las acompañaban mujeres más jóvenes, de doce o trece años. Iban pintadas y tenían esos andares a ratos artificiosos, a ratos sumisos o traviesos, tan característicos de aquellas cuya infancia se acaba, cuya suerte está echada, de aquellas que al año siguiente estarán encintas y pesadas, y que, al otro año, se confundirán con sus madres. Contra ellas, sobre todo, Sittai solía prevenir a los «hermanos»: «No cojáis nada de su mano, no os sentéis en el lugar donde ellas han podido sentarse, y sobre todo, no os paréis a mirarlas, son bellas el tiempo de una cosecha y se marchitan en cuanto las poseen».

¿Sería una de ellas «la dama» de Maleo?

Un día, cuando los muchachos volvían de un trabajo que les había llevado al lindero del pueblo, una piedra rozó la oreja de Mani, que se sobresaltó; pero fue Maleo quien gritó, quien recogió rápidamente una piedra del tamaño de un huevo y quien se puso en guardia con los brazos en posición defensiva, gritando:

– ¡Muéstrate, si eres un hombre!

A modo de respuesta, les llegó un silbido de chiquillo y, entre las ramas de un melocotonero, apareció una manita que se agitaba. Tranquilizado, Maleo tiró el proyectil por detrás del hombro escupiendo un reniego.

– ¿Le conoces? -se asombró Mani.

– Quizá -respondió Maleo, que evidentemente habría preferido encontrarse en otra parte.

– ¿Quiénes?

– Una chica.

Cuando estuvo ante ellos, Mani vio que en sus rodillas se veían aún las huellas de caídas recientes, que sus cabellos claros estaban recogidos en un gorro deshilachado y que, a modo de joya, lucía un collar de rabos de cereza trenzados. En la mano que no lanzaba las piedras, tenía un melocotón que mordía con fuerza, recién robado en el huerto de la Comunidad; luego, se levantaba el faldón de su blusa para limpiarse la barbilla. Era sólo una niña.

– Espero no haberte herido -le dijo a Mani.

– No le has hecho sangre -respondió Maleo-, ¡pero hubieras podido saltarle un ojo!

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la chiquilla.

– Mani -respondió de nuevo Maleo.

– ¿El amigo inseparable del que me has hablado?

Dijo esto acercándose a Mani, cuyo rostro escrutaba ostensiblemente.

– Me dijiste que leía mucho, que tenía una hermosa letra, tres cejas y una pierna torcida, pero olvidaste decirme que era mudo.

Dignamente, Mani reanudó la marcha. Maleo le llamó y la niña corrió tras él.

– Yo me llamo Cloe. Maleo y yo jugamos con frecuencia. Podrías venir con nosotros.