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Mientras los fieles penetran por grupos en el santuario y el canto de los oficiantes va ganando en amplitud, Sittai, que se ha quedado solo afuera, pasea de un lado a otro por el atrio que lleva desde la gran escalinata a la puerta oriental.

El sol no es ya más que una cresta de ladrillo ardiente, lejos, más allá del Tigris; los portadores de antorchas forman un semicírculo en torno al altar, los sacerdotes inciensan la estatua de Nabu, los chantres recitan un encantamiento, acompañándose de un monótono timbaclass="underline"

¡Nabu, hijo de Marduk, esperamos tus palabras! ¡De todas las regiones, hemos venido a contemplarte! ¡Cuando preguntamos, eres tú quien responde! ¡Cuando buscamos refugio, eres tú quien protege! ¡Tú eres el que sabe, tú eres el que dice! ¿Quién más que tú merece que le sigan? ¿Quién más que tú merece nuestras ofrendas? Nabu, hijo de Marduk, planeta resplandeciente, Grande es tu lugar entre los dioses.

Nabu sonríe a la luz temblorosa de las antorchas, sus ojos parecen clavados en la afluencia de fieles, sobre los que reina de pie, con su larga barba que le llega hasta la mitad del pecho, enfundado en una ceñida coraza y en su túnica de madera veteada que se ensancha formando un pedestal. Se acercan seis sacerdotes, desplazan la estatua y la instalan sobre unas andas de madera que izan hasta sus hombros y luego más alto, por encima de sus cabezas. Mientras se forma la procesión, el dios se eleva a cada paso hasta flotar en el aire. Sus porteadores le encuentran muy ligero; con las manos extendidas, apenas le rozan y el dios parece flotar por encima de la multitud que se apretuja con gritos de éxtasis. Los porteadores giran sobre sí mismos, luego dibujan un círculo más amplio antes de dirigirse hacia la salida. Los fieles se apartan.

Ahora la procesión está fuera, en el pequeño atrio. El dios efectúa una corta danza alrededor del pozo de las aguas lustrales y avanza hacia la escalinata. En ese momento, un sacerdote tropieza y se esfuerza por recobrar el equilibrio, pero ya el siguiente se tambalea a su vez y se desploma. La estatua, sin sujeción, parece saltar hacia la monumental escalera por la que rueda dando brincos, seguida por las miradas de la multitud petrificada.

Por muy guerrero, por muy parto que sea, Pattig no puede contener las lágrimas. No es el funesto presagio lo que le abruma. Para él se trata de otra cosa: es su fervor el que ha sido insultado. Ha querido creer en Nabu; semana tras semana, experimentaba la necesidad de contemplarle, macizo en su trono, infalible, sin edad, sonriendo a la decadencia de los imperios, haciendo caso omiso de las calamidades. ¡Y, bruscamente, esta caída!

Sin embargo, se le ocurre una idea que le impide abandonarse a las lamentaciones. Arrodillándose en el lugar del drama, no tarda en descubrir, clavado entre dos losas de mármol, un trozo de bastón. Lo extrae, lo examina y no le cabe la menor duda de que la punta superior ha sido aserrada. «¡Maldito palmireno!», murmura Pattig que recuerda a Sittai paseándose por el atrio, deteniéndose y clavando su bastón en el suelo antes de retorcerlo y arrancarlo como se haría con una mala hierba. Pattig se levanta y busca inútilmente con los ojos, a su alrededor, al hombre del traje blanco. «¡Maldito palmireno!», refunfuña una vez más, tentado de gritar «al asesino», «al deicida», de lanzar a la exaltada muchedumbre en persecución del sacrilego.

Pero los sacerdotes suben ya, llevando con inútiles precauciones las piezas rotas de la estatua, un trozo de brazo pegado aún al hombro, un mechón de barba colgado de un lóbulo de la oreja… La cólera de Pattig se transforma en tristeza resignada. Casi le reprocha a Nabu ofrecer semejante espectáculo. Se aleja, dispuesto a vagar hasta el alba por los senderos del templo. Por instinto, sus pasos toman de nuevo el camino del estanque oval y, con los ojos aún llenos de lágrimas, mira hacia el lugar donde se encontraba aquel hombre maldito.

Allí está Sittai. En la misma losa. En la misma postura. Tan blanco como siempre, desde el gorro hasta las sandalias, golpeando con la mano la empuñadura de un bastón singularmente corto. Pattig se planta ante él, le coge por la túnica y le zarandea:

– ¡Ay de ti, palmireno! ¿Por qué has hecho eso?

El hombre no deja traslucir ni sorpresa ni inquietud y tampoco intenta soltarse. Su elocución es tranquila y firme.

– Si es verdad que Nabu ha guiado los pasos de sus sacerdotes, es él quien les ha hecho tropezar. ¿O bien ignoraba, a pesar de su omnisciencia, que yo había roto mi bastón en aquel lugar?

– ¿Por qué le guardas rencor al dios Nabu? ¿Te ha castigado de alguna manera? ¿Se ha negado a salvar a un hijo enfermo?

– ¿Guardar rencor a esa viga esculpida? No puede ni afligir ni curar. ¿Qué podría hacer Nabu por ti o por mí si no puede hacer nada por él mismo?

– ¡Y ahora blasfemas! ¿No respetas la divinidad?

– El dios que yo adoro no se cae, no se rompe, no teme ni mi bastón ni mis sarcasmos. Sólo él merece un fervor como el tuyo.

– ¿Cuál es su nombre?

– Es él quien da los nombres a los seres y a las cosas.

– ¿Y por él has roto la estatua?

– No, la he roto por ti, hombre de Ecbatana. Tú que buscas la verdad, ¿la esperas aún de la boca de Nabu?

Pattig abandona la lucha y con aire ausente va a sentarse, ya vencido, en el borde del estanque. Sittai avanza hacia él y le pone la mano abierta sobre la cabeza. Un gesto de posesión al que acompañan estas palabras:

– La verdad es una amante exigente, Pattig, no tolera ninguna infidelidad; a ella le debes toda tu devoción, todos los momentos de tu vida son suyos. ¿Es realmente la verdad lo que buscas?

– ¡Nada más que eso!

– ¿La deseas hasta el punto de abandonar todo por ella?

– Todo.

– Y si fuera a ti a quien se le pidiera mañana romper un ídolo, ¿lo harías?

Pattig se sobresalta y se echa atrás.

– ¿Por qué tendría que ofender a Nabu? En este templo me han recibido como a un hermano, he compartido su vino y su carne y, a veces, alrededor de este estanque, las mujeres me han abierto los brazos.

– A partir de este día, no beberás vino, no volverás a comer carne y no te acercarás a ninguna mujer.

– ¿A ninguna mujer? ¡He dejado una esposa en mi pueblo de Mardino!

Es una súplica, Pattig está desconcertado, pero Sittai no le deja un instante de respiro:

– Tendrás que abandonarla.

– Va a dar a luz dentro de unas semanas. ¡Estoy impaciente por ver a mi primer hijo! ¿Qué padre sería si los abandonara?

– Pattig, si realmente es la verdad lo que buscas, no la encontrarás en el abrazo de una mujer ni en los vagidos de un recién nacido. Ya te lo he dicho, la verdad es exigente; ¿la deseas aún o has renunciado ya a ella?

* * *

Cuando, corriendo a su encuentro hasta el camino alto se lanza a su cuello, jadeante, y él la rechaza fríamente con las dos manos, Mariam se dice que su marido, por pudor, no quiere que el extranjero que le acompaña sea testigo de sus efusiones.

Con todo, se siente un poco herida, pero se guarda de demostrarlo y ordena que lleven a los dos hombres unos lebrillos de agua y toallas para que puedan lavarse el polvo de los caminos. Ella se escabulle tras una colgadura. Cuando reaparece, una hora más tarde, es un verdadero festín lo que lleva a la terraza. Mientras ella avanza con las primicias, dos copas del mejor vino de la tierra de Mardino, un sirviente la sigue cargado con una gran bandeja de cobre donde se superponen platos y escudillas. Totalmente concentrado en escuchar al hombre de blanco que le habla a media voz, Pattig no les ha oído acercarse.

Mariam hace señas al sirviente de que no haga ningún ruido al colocar los manjares sobre la mesa baja. Si dos platos se entrechocan, esboza una mueca, pero inmediatamente se tranquiliza con el espectáculo de esas golosinas a las que Pattig es tan aficionado: yemas de huevo duro rematadas con una gota de miel, lonchas finas de faisán con puré de dátiles… Los días en que su hombre va a Ctesifonte, Mariam ocupa así su tiempo, ingeniándose en prepararle los más sabrosos manjares; de esa manera, él tendrá siempre prisa por volver, y si está con amigos, antes que ir a una taberna descuidando sus obligaciones, los traerá orgullosamente a su casa, seguro de que allí estarán mejor atendidos que los comensales de un rey.

Después de una última ojeada para verificar que todo está en su sitio, Mariam va a sentarse en un cojín al otro extremo de la habitación. A veces, cuando su marido está solo, cena con él; nunca cuando tiene invitados, pero apenas se aleja, preocupada en comprobar a cada instante que a los comensales no les falte de nada.

Transcurren unos largos minutos. Absortos en su charla, Pattig y Sittai no han tendido aún la mano hacia la mesa. ¿Se han dado cuenta siquiera del festín que se les ofrece? ¿Han olido el aroma que invade la terraza? Mariam se apena en silencio. Aunque se hubieran parado en el camino para comer, deberían al menos, por pura cortesía, tomar una albóndiga, una aceituna, un sorbito de esas copas que ha colocado justo delante de ellos.

Pero ahora el invitado saca de debajo de su túnica una especie de chal que extiende sobre sus rodillas, extrae de él un pan negruzco, lo parte y se lleva un trozo a la boca. Mariam contiene la respiración. ¡Así que ese individuo desdeña todo lo que ella ha preparado para mordisquear un vulgar pedazo de pan! Y eso no es todo. Ahora desenrolla más el chal, saca de él dos pequeños pepinos arrugados y los moja en una garrafa de agua antes de darle uno a su anfitrión. Pattig, visiblemente azarado, se queda con la hortaliza en la mano, pero el palmireno mastica la suya ostensiblemente.