Выбрать главу

– Calacalacala.

– ¿Qué dice?

– ¡Caracalla! Con este nombre se asusta a los niños en Mardino cuando no está su padre para hacerles obedecer. Si se niegan a dormir o a comer, si se alejan demasiado de la casa o si ensucian las sábanas, Caracalla vendrá a degollarlos. Como degolló a mis primos, como estuvo a punto de degollarnos a todos aquí, grandes y chicos, apenas hace dos años.

– Ignoraba que los romanos hubieran llegado hasta Mardino.

– ¿En qué mundo vives, Pattig?

– En un mundo sin fuego ni guerra.

Y añadió, de nuevo impasible:

– Es en ese mundo donde va a crecer Mani.

– ¿Y yo, Pattig, en qué mundo voy a vivir sin mi marido y sin mi hijo?

– Ten confianza en los designios de Dios y no retengas más a este niño. Dámelo, soy su padre y me pertenece.

Se acercaba para coger al niño cuando Mariam comenzó a temblar. Utakim vino corriendo.

– Me prometiste volver a buscarle en el próximo Noruz.

– Tú que me has mentido y engañado ¿cómo te atreves a hablarme de promesas?

– Te lo suplico, Pattig -sollozaba Mariam-. Allí donde vives no encontrarás una nodriza para amamantarle; déjamelo aún estos pocos meses. ¿No vas a tenerlo tú toda la vida?

Los compañeros de Pattig le ordenaban que se llevara a su hijo sin tardanza, pero él flaqueó de nuevo frente a las lágrimas de una mujer a la que ya había hecho sufrir tanto, frente a la mirada asustada de un niño que le tomaba por un monstruo sanguinario.

A su regreso al palmeral, el culpable fue convocado por Sittai, que le ordenó escuchar de rodillas lo que tema que decirle:

– Si te encargué esa misión fue porque te creía el más capaz para llevarla a cabo. Pero no te engañes, Pattig, has de saber que ese hijo ya no es tuyo, pertenece a nuestra comunidad, pertenece a Dios, si no, ¿por qué Él le hizo venir al mundo justo cuando abandonabas a tu mujer y tu casa? ¿No ves en ello una señal, un mandamiento del Altísimo? He tomado ya una decisión: no volverás a Mardino, seré yo quien traiga al niño. Mañana me pondré en camino. Me acompañarán doce hermanos y no perderé el tiempo parlamentando con mujeres.

Dos

Sin duda, Mani debió de resistirse el día en que los Túnicas Blancas fueron a recogerle. Sin duda hasta gritaría, cuando le sumergieron tres veces en el agua del canal y le arrancaron la ropa, pero a pesar de su tierna edad, tuvo que conformarse con su ley, llevar la túnica blanca, comer su comida, esbozar sus gestos e imitar sus rezos. Muy pronto, el niño no supo ya quién era, ni por qué milagro había ido a parar en medio de aquellos extraños.

No volvería a ver a su madre y, durante años, ni siquiera oiría hablar de ella. ¿Y se puede decir que vivió con su padre? Se trataban, como lo hacían todos los «hermanos» del palmeral, pero Mani no era hijo de nadie, era hijo de la comunidad. Sólo podía llamar «padre» a Sittai, sólo a él debía obedecer, igual que Pattig le llamaba «padre» y le obedecía.

Obedecer, someterse, arrodillarse… el niño no podía hacer otra cosa. Sin embargo, desde el primer instante de su secuestro, algo en él siguió siendo rebelde. Como un jirón de alma refractario.

En el anodino paisaje de los devotos, ¿qué otra guarida puede haber si no es la soledad? Mani aprendió pronto a conquistarla, a cultivarla, a defenderla contra todos. Se buscó un espacio de descanso separado de la comunidad, un reino de niño que ningún pie de hombre pisaba, al que acudía en cuanto le era posible. Era un lugar donde el canal del Tigris serpenteaba por en medio de una hilera de palmeras, algunas de las cuales crecían rectas, muy juntas, formando una apretada media luna, y otras se inclinaban sobre el agua como para beber. Había que atreverse a saltarlas y, entonces, se encontraba uno en una península de aromas y de sombra, pero de una sombra que no ahuyenta la luz, sino que, por el contrario, la aspira, la filtra y la destila, para prodigarla a aquellos que saben recibirla. Allí, Mani se sentaba o se tendía, lloraba, exultaba o soñaba. Y a menudo hablaba solo, a voz en grito, sin miedo de descubrirse.

Pero esos momentos eran escasos, ya que en el palmeral jamás había tiempo libre. Se vivía siempre entre dos ritos, entre dos trabajos. Constantemente, Mani tenía que alejarse con pena de su refugio para ir a mezclarse sin placer con la multitud informe de los Túnicas Blancas. De todos aquellos hombres que se llamaban «hermanos», ninguno había sabido ser un amigo. A los ojos asustados del niño, habían seguido siendo, durante ocho años, diferentes carceleros que se vestían sin alegría y hablaban con brusquedad; y si Mani imitaba devotamente sus ritos hasta tal punto que parecía idéntico a ellos, era porque había probado los castigos que Sittai infligía a la menor falta, tanto a los mayores como a los pequeños: ayunos obligatorios, flagelación, acarreo de agua en barricas desbordantes o interminables letanías de arrepentimiento.

A veces, la penitencia era menos común, lo cual significaba una ocasión para sonreír o reír a carcajadas, una ocasión muy apreciada por los «hermanos», como cuando el viejo Simeón, culpable de haber proferido reniegos obscenos, fue condenado a trepar a una palmera y quedarse agarrado a ella, a la espera de que Sittai le autorizara a bajar.

Pero la víctima más asidua de ese humor provocado por las penitencias seguía siendo Maleo, un tirio, el más barrigón de los «hermanos» y el más joven, exceptuando a Mani. Era incluso más nuevo en la comunidad que este último. Su padre, un mercader de apariencia próspera, había llegado inopinadamente al palmeral tres años antes, sin que, a decir verdad, se supieran los verdaderos motivos de tan repentina fe. Se rumoreó entonces que acababa de sufrir reveses de fortuna, que había perdido familia y bienes y que, acosado por los acreedores, había buscado refugio en aquel lugar para ocultar sus desgracias y conseguir que le olvidaran. Al cabo de algunos meses, murió ahogado; sin duda, había perdido el deseo de vivir. De este modo, Maleo se convirtió, como Mani, en hijo de nadie.

Con la diferencia, sin embargo, de que Mani había abandonado Mardino demasiado joven, de que habían transcurrido demasiados años desde su infantil plenitud, vivida entre Mariam y Utakim, días felices que reposaban enterrados en un rincón confuso de su memoria. Sus más bellas reminiscencias de olores y de sabores permanecían modeladas en la amargura, en la insuperable amargura del niño desvalido, desamparado, abandonado, o al menos, mal protegido por el ser más querido. Desde entonces, sólo estaba presente en él esa adversidad cotidiana que le envolvía, esa muralla opaca que se erguía del palmeral al cielo, más allá de la cual nada osaba existir. Mientras que Maleo había vivido en el vasto mundo una verdadera infancia, cuyas costumbres conservaba y de la que sentía nostalgia.

Para convencerse de ello, bastaba con oírle reír. Entre los Túnicas Blancas, la risa comenzaba con un carraspeo, culminaba con una risa burlona e hiposa y se terminaba con una fórmula de mortificación. La risa de Maleo venía de otra parte. Se expansionaba, retumbaba y se pavoneaba; si nadie le hacía eco, se aumentaba de su propio soplo y cuando se la creía reprimida, estallaba en carcajadas, sobre todo en los momentos de intenso recogimiento colectivo. Esos descarríos le valían al joven tirio unos castigos apenas más ligeros que los que sufría al regreso de sus fugas; sin embargo, sólo eran ausencias de algunas horas, pero Sittai acusaba al adolescente de aprovecharlas para atracarse de toda clase de manjares prohibidos. Sin duda, no estaba en un error, ya que viendo al barrigón y mofletudo Maleo entre todos esos rostros invariablemente demacrados, quedaba claro que se resignaba mal a la frugalidad ambiente.

Ocurrió aquel día, a la hora de la segunda comida, la del crepúsculo, en la que, como de costumbre, todos los «hermanos» estaban reunidos en el refectorio, repartidos en tres largas mesas paralelas; Sittai presidía la de en medio, los más ancianos le rodeaban y Maleo se sentaba al otro extremo de la misma mesa, muy cerca de la puerta. Para comenzar, se pusieron a rezar. Pensar que se trataba de mascullar una oración para salir del paso sería desconocer las costumbres del palmeral. Después de haber recitado la habitual acción de gracias, Sittai se lanzó a una monótona homilía. Todos los «hermanos» estaban de pie, con la cabeza inclinada, esperando que terminara para saltar sobre la comida. Pero su maestro no tenía prisa. El hambre es una enemiga -explicaba-; antes que satisfacerla, el hombre virtuoso debe dominarla, como debería poder dominar todos los deseos de la carne. Era su tema preferido a la hora del apetito: el cuerpo -decía-, es una muía, su jinete es el espíritu, a veces no hay más remedio que pararse para alimentar al animal, pero no es él quien debe elegir el camino ni las etapas; vergüenza y desdicha para el jinete que se doblega a su montura.

Las mesas de los Túnicas Blancas estaban sobriamente abastecidas: aceitunas, pepinos, almendras, nabos, algunas frutas, pan y agua. Sin embargo, sesenta pares de ojos miraban de reojo estos modestos alimentos. Una dura jornada en los campos había seguido a la última comida, que se tomaba justo después de la oración del alba. Con todo, había que tener paciencia, meditar y mortificarse, puesto que al hambre se añadía la vergüenza de tener hambre y, por anticipado, los remordimientos por cada bocado de placer.

Maleo, sin poder aguantar más, adelantó una mano temblorosa hacia la cesta más cercana, no sin haber verificado antes que a su alrededor todas las cabezas estaban inclinadas y todos los párpados cerrados. Cogió un dátil amarillo, tierno y jugoso, que se apresuró a engullir antes de recomponer el más piadoso semblante.