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– ¿Aceptó ir?

– Al principio se asustó. Y no le culpé por ello. Yo también recelaba. Pensaba que quizá fueran unos chiflados, o criminales que deseaban causarle algún daño. Pero enviaron a un hombre a verme, abogado también. Me demostró sin lugar a dudas la corrección del asunto. Cuando el muchacho descubrió que podía ser realmente útil al mundo, se volvió loco por irse. Apenas conseguía retenerlo… Después de ese primer contacto con mis clientes, siguieron comunicándose conmigo de vez en cuando, cada vez que sus investigadores descubrían indicios o pistas sobre alguien especial con el que deseaban contar. Me aclararon lo que querían de mí, que obtuviese el acuerdo del interesado. Y ellos se encargan del resto. El dinero lo depositan en mi cuenta. He cerrado nueve tratos con ellos en los pasados cinco años. Y no sé mucho más.

Maro me escuchaba, acurrucado, sin apartar los ojos de mi rostro.

– Y todos los demás -preguntó-, ¿se marcharon sin saber adónde iban o para qué les querían?

– Sí. Eso forma parte del trato. Mis clientes insisten en eso. De lo contrario, no sería legal. Hay que confiar en ellos.

– Y yo… debo confiar en usted. No sé nada de ellos, excepto lo que usted me diga. Tengo que poner mi vida en sus manos.

Miró la alfombra y dibujó una serie de líneas sobre ella con el borde de su zapato-. Dígame, señor Denis, ¿confiaría usted en mí hasta ese punto? ¿Pondría su vida en mis manos?

La pregunta me sorprendió. Mi primera reacción fue contestar en sentido afirmativo, pero Maro se daría cuenta de que mentía.

– No -repuse-. Sería absurdo mentir. Para mí, eres como un animal salvaje. ¿Cómo podría confiar en ti?

– Entonces, ¿por qué hace esto, señor Denis?

– Ya te lo he dicho. Por dinero.

– ¿Ah, si! -grité-. Bien, créelo o no, como quieras. Me importa un comino.

Me sentía irritado y, puesto que carecía de sentido el ocultarlo, di rienda suelta a mis sentimientos:

– Si quieres, márchate ahora mismo y olvidaremos todo el asunto.

– ¿Qué es lo que busca realmente, señor Denis?

– ¡El dinero, Maro! ¡El dinero! ¡El dinero! -Chillaba, furioso contra él por haberme hecho perder el control.

Maro tembló y se estremeció mientras yo le gritaba. Me ardían las entrañas. Mis manos y axilas, en cambio, estaban húmedas y frías.

Nunca antes había experimentado aquel estallido, aquel flujo de cólera que me inspiraba un ardiente deseo de insultarle. Quería pegarle. Quería hacerle daño. Los dientes de Maro rechinaban y había levantado las palmas de las manos, tembloroso. Le odiaba. Algo me corroía por dentro, un deseo que pugnaba por liberarse, un ansia de machacar su rostro con todo lo que se me pusiera a mano.

Y de repente, le pegué.

No hizo esfuerzo alguno por defenderse. Le pegué en la cara una vez, y otra, y otra más, y Maro sonreía mientras recibía los golpes. Sus ojos giraron en las órbitas y mostraron dos esferas blancas, en contraste con la oscura carne. Le así por el cuello y aullé:

– ¡Mírame! ¡Mírame cuando te pego, bastardo! ¡Mírame cuando te pego!

Y de pronto, con la misma rapidez con que se había presentado, cedió la oleada. Pesado, agotado, empapado en sudor, me dejé caer en el sillón. Tenía los brazos y las piernas húmedos y temblorosos. Nos quedamos sentados en silencio por algún tiempo. Y luego, habló Maro:

– Ahora tal vez pueda confiar un poco en usted, señor Denis -dijo con suavidad, como para no romper el equilibrio.

– ¿Por qué? No he cambiado.

– Sí que ha cambiado. Un poco. Lo suficiente para inspirarme alguna confianza.

– Eso no basta. Has de confiar en mí por entero.

– Confío en usted sólo en la medida en que ha cambiado -dijo, al tiempo que agitaba la cabeza-. Del todo, todavía no. Pero me convencerá en cuanto vuelva a conectar la electricidad. ¿Nunca ha visto a un hombre colgado del extremo de un alambre cargado? No puede soltarse. Así ha estado usted durante algunos minutos. Tal vez la conectó únicamente para impresionarme. Sin embargo, una vez conectada…, ya lo ha conseguido. Lo sé muy bien. Yo vivo siempre con la electricidad conectada.

– Suena como un infierno.

– Infierno y cielo a la vez. Un cortocircuito, en verdad, porque vivo con las dos fases. En cuanto a lo de ponerme en sus manos y firmar esos papeles… Eso llevará su tiempo.

– ¿Cuánto?

– No lo comprende, señor Denis. Depende de usted. En cuanto esté dispuesto a confiar en mi.

Medité un largo rato sobre ello. Maro tenía razón. Algo tan sencillo, tan lógico, tan aterrador… él ya estaba listo. Era yo el que debía cambiar. Confiaría en mí tan pronto como yo confiara en él. Lo correcto, desde su punto de vista.

– No sé si llegaré a hacer lo que me pides, Maro. Me gustaría, pero no me creo capaz. Jamás he sido una persona confiada. ¿Sabes que dejé de confesarme a los trece años? Trataron de convencerme de que los curas jamás revelaban lo que oían. Por desgracia, mi padre solía hacer grandes donaciones a la parroquia. ¿Y sabes una cosa? Sigo creyendo que celebraba reuniones semanales con el padre Moran para hablar de mis confesiones. Desde luego, pudo haber descubierto aquel libro bajo mi colchón sin que se lo dijera el padre Moran, pero no logro meterme en la cabeza la idea de poner toda mi confianza en un sacerdote… Imposible, Maro. No se trata sólo de ti, sino de todo el mundo en general. Pertenezco a ese tipo de individuos que siempre se asegura de que conserva la cartera en su lugar cuando tropieza con alguien, sea quien sea. La semana pasada estuve hablando con un juez al que conozco. Me rozó al salir de la sala, y antes de darme cuenta, ya me había llevado la mano al bolsillo. Él no lo advirtió, pero eso no alivió mi vergüenza. ¿Cómo se te ocurre pedirme que confíe en ti ciegamente?

Maro sonrió y se encogió de hombros.

– Uno de nosotros habrá de ceder primero, y usted es el interesado en este asunto. Me necesita más que yo a usted, y estoy seguro de que no se debe sólo al dinero. De modo que tendrá que empezar primero por confiar. No hay otra solución.

Me quedé sentado, mirándole mientras examinaba mi piso.

– ¡Vaya lugar! Debe de costarle una fortuna. -Olisqueó y ladeó la cabeza para escuchar-. No hay mujeres aquí, ¿eh? Tampoco se ha casado.

– Estuve a punto -expliqué con un susurro- Hace veinte años, cuando yo tenía veintitrés. Rompimos nuestras relaciones una semana antes de la boda.

– ¿Pensó que andaba buscando su dinero?

– No. Contaba con el suyo propio. Y en abundancia. Procedía una antigua y acaudalada familia de Connecticut… Me negaba a creer que me quería. En mi interior, estaba seguro de que se veía con otros hombres. Nos separamos cuando ella descubrió que la espiaba. Aunque bien pudiera ser que… No, no nos hubiera ido bien. Supongo que he nacido para soltero.

Permaneció inmóvil y me estudió durante largo rato.

– Bueno, señor Denis -dijo por fin-, lamento todo eso. En lo que a mí respecta, lo que he dicho sigue siendo válido. Creo que ya es hora de que, por una vez en su vida, confíe en alguien. Y ese alguien puedo ser yo.

Amanecía cuando se marchó. Sentado, contemplé las paredes durante mucho tiempo. Cuanto más pensaba en ello, más despreciable me consideraba. ¿Cómo iba a confiar por completo en un tipo así? ¿Yo? Me parecía una locura tan enorme que hube de tomarme tres Bourbon antes de decirme ante el espejo:

– Debes demostrarle que confías en él. Debes confiar realmente en él. Debes poner tu vida en sus manos.

Eso exigió otro trago, y otro más, hasta que el espejo empezó a contestarme…