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Los sueños que me asaltaron entonces fueron confusos. Variaciones sobre el tema de poner mi vida en manos de Maro retrocediendo siempre ante la auténtica prueba. Por fin, cuando prendieron fuego al medio millón de dólares, encontré el valor necesario. Le entregué un machete y apoyé la cabeza en el tajo. Y el canalla la cortó. Sólo que su rostro cambió al final de la pesadilla. No era el de Maro, sino el de mi padre.

Una vívida sesión. Desperté a mediodía con resaca y la cabeza dándome vueltas. Me senté en el borde de la cama y permanecí así un buen rato, compadeciéndome y maldiciéndome por mi incapacidad de confiar en la gente. Sin embargo, eso no me llevaba a ninguna parte. Tenía que confiar en Maro y, si quería ser aún lo bastante joven para disfrutar del dinero, actuar muy de prisa.

El primer paso en el proceso de la confianza, decidí, consistía en conocerle en la medida de lo posible. Los nombres de las tres personas más íntimas para él se me aparecieron con toda claridad: el doctor Landmeer, el reverendo Tyler y una chica llamada Delia.

Mediante uno de mis contactos en la Clínica Municipal de Salud Mental, supe que el doctor Landmeer había acortado en seis horas semanales su consulta privada para dedicarlas a tres casos asignados por la institución. Me enteré asimismo de su afición favorita: la investigación en psicoterapia de la adolescencia.

A fin de que me hablara con entera libertad, pedí a mi amigo de la clínica que me presentara primero a los directores, como abogado de una de las grandes fundaciones filantrópicas manejadas por la firma Denis y Denis, abogados en ejercicio. Nuestro cliente, insinué, consideraba la posibilidad de otorgar donaciones sustanciosas para proyectos de investigación que valieran la pena.

Se acordó que yo vería al doctor Landmeer al día siguiente. El doctor me recordó bastante a uno de los analistas a los que me había enviado mi padre en mi niñez. Bajito y rechoncho, usaba gafas de gruesos cristales, que distorsionaban sus ojos castaños convirtiéndolos en volutas semejantes a los nudos de una tabla de madera de pino. Con gran entusiasmo, me invitó a pasar a su sala de consulta.

– El señor Williams, nuestro director -dijo-, me ha informado de que se interesa usted por la psicoterapia de la adolescencia, señor Denis.

– Tengo entendido que se trata de un importante campo de la investigación psiquiátrica. Me gustaría saber algo sobre el trabajo que realizan aquí hombres como usted.

Se acomodó en su sillón de piel y encendió una enorme pipa de espuma de mar.

– Siempre me pareció que se descuidaban demasiado las técnicas de trabajo sobre la adolescencia -expuso-. Al contrario, se necesita estudiar a fondo ese período comprendido entre la infancia y la edad adulta. Valoro su importancia porque padecí muchos de los problemas que padecen ahora esos chicos. Y a no ser por la ayuda de un hombre que se preocupó mucho por mi, yo… Bien, dejemos eso. Baste decir que me siento muy cerca de esos críos, abrumados por el miedo y la falta de cariño. No hay razón que justifique el fantástico número anual de jóvenes incapacitados o destruidos mentalmente. Un verdadero crimen.

– Precisamente por eso estoy aquí… Bien, ¿podría explicarme algo sobre los casos que le han sido encomendados por la clínica? Sin mencionar nombres, por descontado. Hábleme sólo de sus problemas y de sus progresos.

Me describió en detalle sus tres casos. Simulé interesarme en el joven violinista cuyas manos habían quedado paralizadas poco después de que su padre abandonara a su madre y formulé atrevidas preguntas sobre la brillante jovencita que, a los dieciséis años, adquirió la impulsión de desnudarse en público. Por fin, el doctor llegó al joven negro que padecía manía persecutoria.

– Un muchacho muy inteligente -dijo-, pero trastornado. Cree que todo el mundo le miente. La primera vez que vino a verme simuló todos los rasgos de conducta y la forma de hablar que las personas con prejuicios raciales asocian a los negros: enunciación muy lenta, andar pesado, torpeza…

Asentí, recordando el día en que vi a Maro en la calle.

– Ahora, por descontado, abandona esa pose cuando se encuentra conmigo -prosiguió el doctor-. El estereotipo negro constituye su coraza cuando trata con los blancos. ¿Sabe una cosa? Es inteligente, y lo bastante sensible para saber que la mayoría de la gente espera que se comporte así, de modo que los engaña con facilidad.

Y Landmeer continuó describiéndole. Resultaba evidente que Maro había frecuentado la consulta durante casi ocho meses sin revelar su percepción extrasensorial. Landmeer, en su deseo de impresionarme sobre la importancia de su trabajo, no habría dejado de mencionar tan extraño don en caso de conocerlo. Estaba claro que, aunque Maro confiaba en el doctor lo suficiente para prescindir de ciertas simulaciones, no llegaba al punto do descubrirse ante él de forma esencial.

Aquello me sirvió de aviso. A partir de aquel momento, se entablaba una especie de carrera entre el doctor y yo. Si Maro desnudaba por completo su alma ante Landmeer, el muchacho estaría perdido para mi y para el futuro, que precisaba de él.

– Dígame, doctor Landmeer, ¿es cierto lo que me ha explicado respecto a casos como éste? ¿Que las personas que se creen engañadas son capaces de llegar a la violencia?

– Comprenda que se trata de un paciente inestable, emocionalmente hablando. -Landmeer dio una chupada a su pipa-. Su hostilidad está muy enraizada. A los nueve años, su padre adoptivo, un clérigo, le reveló que había sido abandonado por sus auténticos padres poco después de nacer. El pastor oyó un día el llanto de un bebé, e intrigado, se acercó a una caja de cartón que había encima de un montón de basura. Al abrir la caja, descubrió en su interior al crío y una rata. Una transfusión aplicada con toda urgencia salvó la vida del niño, pero perduraron las cicatrices en sus brazos y su cuerpo.

– ¡Dios mío! ¿Por qué le explicó eso? ¿Por qué contarle a un niño de nueve años algo semejante?

– Según el chico, su padre adoptivo se lo dijo en un momento de cólera. Quería demostrarle que la Providencia le había guiado hasta la caja. Encuentro justificada hasta cierto punto la amargura que mi paciente siente contra el mundo.

– ¿Quién no se sentiría amargado sabiendo algo así?

– Exacto. Bien, respondiendo a su pregunta… Un paciente como éste, con un temor y una hostilidad tan profundamente enraizados, sin duda no experimentará ningún escrúpulo ante la violencia. No obstante, permítame señalar que, en este caso, tengo mucha confianza. El muchacho mejora poco a poco. Estoy seguro de que acabará por adaptarse a la sociedad.

– Me doy cuenta del interés de su trabajo con los jóvenes -dije, levantándome para despedirme-. No debería permitirse que la falta de fondos impidiera curar esos sufrimientos.

El calor y la gratitud que aparecieron en su rostro me abrumaron. En el mismo instante, tomé la decisión, si alcanzaba el éxito en mi pequeño proyecto con Maro, de donar una parte de mis honorarios para las investigaciones del doctor Landmeer.

Sin embargo, salí del despacho del doctor más confuso e inquieto que cuando había entrado. A lo largo de toda la conversación, tuve la sensación de que faltaba algo. La imagen que él me había dado de Maro no encajaba con los fragmentos que yo poseía sobre la personalidad del muchacho. Algo iba mal…

En casa del reverendo Tyler, descubrí otra faceta del carácter de Maro. El señor Tyler se mostró en extremo cooperativo cuando le informé de que efectuaba una encuesta para el Departamento de Bienestar Infantil, una encuesta sobre niños adoptados que se convertían en delincuentes habituales.

– He malgastado mucho tiempo con ese chico, señor. -El reverendo golpeó la mesa con el puño para subrayar sus observaciones-. Ha sido una lucha constante para atraerlo al rebaño. Maro había sido abandonado y, por consejo divino, le arranqué de las garras del diablo. Lleva encima la marca de Cain, sí. Sin embargo, confío en que salvaremos su alma.