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Sin embargo, como todo el mundo había descubierto, vivir en el Cajón era como el infierno en la tierra. Los arquitectos habían recurrido al denominado sistema psicomodular -un diseño básico en forma de L-, lo cual venia a significar que todo estaba por encima o por debajo de algo. El conjunto formaba una masa irregular de vidrios deslustrados, curvas y rectángulos blancos, a primera vista excitante y abstracto (la revista Life había dedicado varios reportajes fotográficos a las nuevas «tendencias arquitectónicas» sugeridas por el complejo residencial); en realidad, deforme y visualmente agotador para sus moradores. La mayoría de los cargos principales de la clínica abandonaron muy pronto su vivienda, y el Cajón quedó a disposición de toda persona capaz de dejarse convencer para vivir allí.

Faulkner miró al otro lado de la veranda, aislando de la confusión de blancas formas geométricas las otras ocho casas que distinguía sin mover la cabeza. A su izquierda, la de los Penzil, la más próxima; a su derecha, la de los McPherson. Las otras seis quedaban enfrente, en la parte más alejada de un entrelazado embrollo de jardines, abstractas ratoneras separadas por paneles blancos de un metro de altura, ángulos de vidrio y mamparas de rejilla.

En el jardín de los Penzil, había una serie de enormes cubos, de un metro de lado, con las letras del alfabeto, un juguete para los dos hijos de la familia. Solían dejarle mensajes a Faulkner sobre la hierba, a veces obscenos, otras oscuramente sibilinos. El de esta mañana pertenecía a la segunda categoría. Los bloques formaban las palabras:

ALTO y VETE

Tras especular sobre el significado de la frase, Faulkner fue tranquilizando su mente. Miró las casas con ojos inexpresivos. Poco a poco, los perfiles ya oscurecidos de las viviendas comenzaron a fundirse y debilitarse. Los largos balcones y las rampas, en parte ocultos por árboles de formas diversas, se transformaron en masas incorpóreas, gigantescas unidades geométricas.

Respirando con calma, cerró poco a poco su mente y luego, sin esfuerzo alguno, borró de su conciencia la identidad de las casas situadas frente a él.

Observaba ahora un paisaje cubista, una colección de azarosas formas blancas sobre un fondo azul. Varias motas verdes se movían con lentitud de un lado a otro. Se preguntó en vano qué representaban en realidad esas formas geométricas. Sabía que, tan sólo unos segundos antes, habían constituido una parte inmediatamente familiar de su existencia cotidiana. Pero, por más que las dispusiera de uno u otro modo en su mente, por más que buscara sus asociaciones, seguían siendo combinaciones al azar de formas geométricas.

Había descubierto en sí mismo ese mismo talento hacía sólo tres semanas. Un domingo por la mañana, mirando con desprecio el silencioso aparato de televisión de la salita, comprendió de repente que la total aceptación y asimilación de su forma física le imposibilitaba para recordar su función. Le costó un considerable esfuerzo mental recuperarse y lograr identificar otra vez la caja de plástico. Movido por la curiosidad, ensayó su nuevo talento en otros objetos y averiguó que resultaba particularmente eficaz con los aparatos ricos en asociaciones, como lavadoras, automóviles y otros productos de consumo. Desprovistos de sus atributos propagandísticos y sus imperativos sociales, quedaban tan alejados de la realidad que precisaba de poco esfuerzo mental para eliminarlos por completo.

El efecto era similar al de la mezcalina y otros alucinógenos, cuya influencia convertía las arrugas de un cojín en tan vívidas como los cráteres de la luna, y los pliegues de una cortina en los rizos que formarían las olas de la eternidad.

Faulkner había experimentado de manera metódica durante las semanas siguientes al descubrimiento, practicando su habilidad para cortocircuitarlo todo. El proceso fue lento, pero, de manera paulatina, pudo eliminar grupos de objetos cada vez mayores: los muebles de la salita, fabricados en serie, los superesmaltados aparatos de la cocina, su coche guardado en el garaje… El automóvil, una vez perdida su identidad, quedó en la penumbra como una enorme esencia vegetal, fláccida y reluciente. Faulkner casi perdió el juicio al tratar de volver a identificar aquella masa. «¿Qué demonios será?», se había preguntado inútilmente, mientras se retorcía de risa.

Y conforme se desarrollaba su talento, había empezado a vislumbrar que existía una ruta para escapar al mundo intolerable de Menninger Village, que le ahogaba.

Había descrito su habilidad a Ross Hendricks, otro profesor de la escuela de comercio, que vivía a pocas casas de distancia y era su único amigo íntimo.

– En realidad, quizás esté saliéndome del tiempo -especuló Faulkner-. Sin el sentido del tiempo, se hace difícil mantener la conciencia visual. Es decir, eliminar el vector tiempo del objeto que ha perdido su identidad libera a éste de todas sus asociaciones cognoscitivas cotidianas. Otra posibilidad consiste en que haya encontrado por casualidad un medio de anular los centros fotoasociativos que en estado normal nos permiten identificar objetos visuales, del mismo modo que a veces oyes hablar a alguien en tu propio idioma y ninguno de los sonidos tiene para ti el menor significado. Todo el mundo lo ha comprobado alguna vez. Hendricks meneó la cabeza.

– Sí, pero no centres en eso tu carrera -le contestó, observándole con atención-. No es tan sencillo ignorar el mundo. La relación sujeto-objeto no está tan polarizada como sugiere el Cogito ergo sum de Descartes. Te desvalorizarás a ti mismo en el mismo grado en que desvalorices el mundo exterior. Me parece que tu auténtico problema consiste en invertir el proceso.

Hendricks, por mucha que fuera su simpatía por Faulkner, no podía ayudarle. Además, resultaba placentero ver el mundo de otra manera, revolcarse en un panorama infinito de imágenes de brillante colorido. ¿Qué importaba que tuviera forma pero no contenido?

Un ruido agudo le despertó de pronto. Se incorporó, sobresaltado, y alcanzó torpemente el despertador, que debía despabilarle a las once en punto. Comprobó que sólo eran las diez cincuenta y cinco. Ni el despertador había sonado ni él había recibido la descarga de la pila. Y sin embargo, el ruido había sido muy claro. Nada extraño, con tantos servomecanismos y máquinas automáticas en la casa. Pudo haber sido cualquiera de los aparatos.

Una sombra cruzó el panel de vidrio opaco que formaba la pared lateral de la salita. Faulkner vio a través de ella, en el estrecho camino que separaba su casa de la de los Penzil, un automóvil que aparcaba y frenaba. Del coche salió una joven, vestida con una blusa azul, que entró en la otra vivienda. Se trataba de la cuñada de Penzil, una muchacha de veinte años que llevaba un par de meses viviendo con el matrimonio. En cuanto la recién llegada desapareció en el interior de la casa, Faulkner desató su muñeca y se puso en pie. Abrió las puertas de la veranda y paseó por el jardín, mirando hacia atrás por encima del hombro. La chica, Louise -Faulkner jamás había hablado con ella-, estudiaba escultura por las mañanas, y al regresar, solía darse una prolongada ducha, antes de tenderse a tomar el sol.

Faulkner se agachó, arrojó unas cuantas piedras al estanque y simuló enderezar algunas de las tablillas de la glorieta. Entonces advirtió que Harvey, un muchacho de quince años, hijo de los McPherson, se aproximaba hacia él desde el jardín adyacente.

– ¿Por qué no has ido a la escuela? -preguntó al chico, un joven larguirucho, de rostro inteligente y alargado bajo una melena de color castaño.

– Tendría que haber ido -contestó Harvey sin el menor embarazo-. Pero convencí a mi madre de que me sentía muy nervioso, y Morrison -añadió, refiriéndose a su padre- dijo que pasaba demasiado tiempo razonando. -Se encogió de hombros-. Los pacientes de aquí son excesivamente tolerantes.