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– Por una vez, he de darte la razón -convino Faulkner, echando una ojeada a la caseta de la ducha por encima del hombro.

Una figura sonrosada entró en la caseta, ajustó los grifos y se oyó el sonido del agua brotando a chorros.

– Dígame, señor Faulkner, ¿se da cuenta de que, desde la muerte de Einstein, en 1955, no ha habido un solo genio? Desde Miguel Ángel, pasando por Shakespeare, Newton, Beethoven, Goethe, Darwin, Freud y Einstein, todas las épocas han contado con un genio viviente. Ahora, por vez primera en quinientos años, dependemos sólo de nosotros mismos.

– En efecto -asintió Faulkner, con la mirada fija en la caseta-. Yo también me siento terriblemente solo cuando pienso en ello.

Acabada la ducha, lanzó un gruñido a Harvey, se encaminó de regreso a la veranda, se sentó de nuevo en la silla y ató la correa de la pila a su muñeca.

Con firmeza, objeto por objeto, empezó a descomponer el mundo que le rodeaba. Las casas de enfrente, en primer término. Las blancas masas de los tejados y balcones quedaron pronto convertidas en rectángulos unidimensionales; las líneas de las ventanas, en pequeños cuadrados de color, como las cuadrículas de un Mondrian abstracto. El cielo fue un liso campo azulado. Un avión lo cruzó a lo lejos, entre el rugido de sus motores. Faulkner eliminó con cuidado la identidad de la imagen y observó después la afilada y plateada flecha, alejándose como el fragmento de una fantasía en dibujos animados.

Mientras esperaba que los motores se apagaran, oyó otra vez el ruido extraño que había escuchado antes. Sonó a muy poca distancia, cerca de la ventana francesa situada a su derecha. No obstante, se hallaba tan inmerso en el caleidoscopio que se revelaba ante él que no llegó a despertarse.

Desaparecido el avión, centró su atención en el jardín. Suprimió en seguida la valla blanca, la falsa glorieta y el disco elíptico del estanque ornamental. El sendero se alargó hasta circundar el estanque y, en cuanto anuló sus recuerdos de las innumerables veces que había recorrido aquel trecho, se proyectó en el aire, igual que un brazo de terracota sosteniendo una enorme joya de plata.

Satisfecho por haber suprimido el Cajón y el jardín, comenzó a demoler la casa. Los objetos le resultaron más familiares, extensiones muy personalizadas de sí mismo. Inició su tarea a partir de los muebles de la veranda, transformando las sillas tubulares y la mesa recubierta de vidrio en un trío de espirales verdes. A continuación, giró levemente la cabeza y seleccionó el aparato de televisión, que estaba en la salita, a su derecha. El televisor se aferró con escasa fuerza a su identidad, y Faulkner no tuvo dificultad en apartar su mente de ella, hasta reducir la caja de plástico marrón, con sus falsos surcos de madera, a una masa amorfa.

Una por una, eliminó todas las asociaciones mentales de la estantería, el escritorio, las lámparas y los marcos de los cuadros. Como muebles arrumbados en algún almacén psicológico, todo quedó suspendido en el vacío. Los blancos sillones y los sofás semejaron adormecidas nubes rectangulares.

Vinculado a la realidad sólo por el mecanismo del despertador atado a su muñeca, movió la cabeza de izquierda a derecha, eliminando de manera sistemática todo vestigio de significado en el mundo que le rodeaba, reduciendo hasta el objeto más pequeño a su estricto valor visual.

Y poco a poco, también este valor visual se desvaneció. Las abstractas masas de color se disolvieron, arrastrando tras ellas a Faulkner, transportándole a un mundo de pura sensación psíquica, donde bloques de ideas flotaban como campos magnéticos dentro de una nube…

El despertador sonó con un estruendo estremecedor; la pila envió agudos espasmos de dolor al antebrazo de Faulkner. Sintió un hormigueo en el cráneo, que le hizo volver a la realidad, y se arrancó de un tirón la ligadura de la muñeca. Se frotó el brazo rápidamente y desconectó la alarma.

Permaneció sentado unos minutos, mientras seguía dándose masaje a la muñeca e identificaba los objetos que le rodeaban, las casas de enfrente, los jardines, su hogar…, consciente de que una pared de vidrio había quedado interpuesta entre ellos y su psique. Por mucho que concentrara su mente en el mundo exterior, una especie de pantalla continuaba separándole de ese mundo, una pantalla que aumentaba su opacidad de modo imperceptible.

También a otros niveles iban apareciendo mamparas.

Su esposa llegó a casa a las seis, agotada después de una jornada de duro trabajo. Se mostró consternada al encontrar a Faulkner deambulando en un estado de semiletargo y con la veranda sembrada de vasos sucios.

– ¡Oye, limpia eso! -chilló cuando Faulkner le cedió la silla y se dispuso a irse al piso de arriba-. No dejes la veranda así. Pero ¿qué te pasa? ¡Vamos, despierta!

Faulkner recogió un montón de vasos rezongando entre dientes, y trató de dirigirse a la cocina. Julia se interpuso en su camino cuando trataba de salir. Algo llevaba en mente. Tomó varios rápidos tragos de su martini y luego le lanzó unos cuantos comentarios insinuantes respecto a la escuela de comercio. Faulkner supuso que su mujer la había visitado con cualquier pretexto. Sus sospechas se vieron reforzadas cuando Julia se refirió a él mismo de pasada.

– Es muy difícil vincularse -le dijo Faulkner-. Dos días de vacaciones y ya nadie se acuerda de que trabajas allí.

Un colosal esfuerzo de concentración le había permitido no mirar a su esposa desde su llegada. De hecho, no habían intercambiado una mirada directa en toda la semana. Esperanzado, se preguntó si ese hecho la habría deprimido.

La cena significó para él una lenta agonía. El olor a la carne autococinada había impregnado la casa durante toda la tarde. Incapaz de tragar más de dos o tres bocados, no encontró nada en que centrar su atención. Por fortuna, Julia tenía mucho apetito, y él pudo fijarse en el pelo de su esposa mientras ésta cenaba y dejar que sus ojos vagaran por la habitación cuando ella alzaba la mirada.

Después de la cena, gracias a Dios, llegó el momento de la televisión. El crepúsculo difuminaba las demás casas de Menninger Village cuando el matrimonio tomó asiento a oscuras frente al aparato. Julia refunfuñó.

– ¿Por qué vemos la televisión todas las noches? -preguntó-. Me parece una absoluta pérdida de tiempo.

– Se trata de un interesante documento social -replicó Faulkner.

Hundido en su sillón de orejas, con las manos aparentemente enlazadas detrás del cuello, se tapaba los oídos con los dedos, eliminando los sonidos del programa.

– No prestes atención a lo que dicen -recomendó a su mujer-. Le encontrarás más sentido.

Observó a los personajes, que gesticulaban en silencio, como peces enloquecidos. Los primeros planos de los melodramas resultaban particularmente divertidos. Cuanto más intensa la situación, mayor la farsa.

De pronto, recibió un fuerte golpe en la rodilla. Alzó los ojos y vio a su esposa inclinada sobre él, con el entrecejo fruncido y los labios moviéndose con furia. Sin apartar los dedos de los oídos, Faulkner examinó el semblante femenino con indiferencia, especulando por un instante sobre la posibilidad de completar el proceso y suprimir a Julia, lo mismo que había hecho con el resto del mundo unas horas antes. Si obraba así, ya no tendría que preocuparse por poner el despertador…

– ¡Harry! -la oyó gritar.

Se irguió con un sobresalto. El estruendo del televisor se mezclaba con la voz de Julia.

– ¿Qué ocurre? Estaba dormido.

– Estabas en trance, querrás decir. ¡Por el amor de Dios, respóndeme cuando te hablo! Te decía que vi a Harriet Tizzard esta tarde.

Faulkner gruñó, y su mujer se apartó de él.

– Ya sé que no soportas a los Tizzard, pero he decidido que deberíamos conocerlos mejor…