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Por último, se produjo un breve contacto físico entre ambos. Faulkner se agitó para apartarla. Sintió que ella se aferraba a su brazo como un perro. Trató de quitársela de encima a empujones, mas ella le sujetó con más fuerza todavía, tirando de él en el colmo de la irritación.

Los movimientos de la mujer eran violentos y torpes. Faulkner trató al principio de ignorarlos. Luego, comenzó a refrenarla y alisarla, trabajando su angulosa figura hasta convertirla en otra más blanda y redondeada.

Siguió su tarea, modelando a la mujer como un escultor la arcilla. Fue entonces cuando escuchó una serie de crujidos, que un persistente chillido hacía apenas audibles. Terminada su obra -una masa de goma esponjosa que emitía un leve quejido-, la dejó caer al suelo.

Regresó a su ensueño, volviendo a asimilar el inalterado paisaje. El roce con su esposa le había recordado el único impedimento que restaba: su propio cuerpo. Había olvidado su identidad, pero sentía su gravedad y su calor, una sensación vagamente desagradable, igual que una cama mal hecha molesta a una persona de sueño agitado. Pretendía llegar al mundo de las ideas puras, a la serena sensación psíquica que no pudiera ser alterada por medio físico alguno. Sólo así escaparía a la náusea del mundo exterior.

En algún lugar de su mente, surgió una idea. Se puso en pie y abandonó la veranda, sin notar los movimientos físicos requeridos para ello. Se limitaba a flotar hacia el extremo opuesto del jardín.

Oculto por la glorieta de rosas, permaneció cinco minutos al borde del estanque. Se metió en el agua, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y avanzó con extrema lentitud. Al llegar al centro, se sentó, tras apartar las hierbas, y luego se tumbó en el agua.

Fue sintiendo poco a poco cómo la masilla que parecía su cuerpo se disolvía, se enfriaba y dejaba de oprimirle. Miró a través de la superficie del agua, quince centímetros por encima de su cara, y vio el disco azul del cielo, tranquilo y despejado por completo, expandiéndose hasta colmar su conciencia. Al fin, había encontrado el trasfondo perfecto, el único campo posible de formación de las ideas, un continuo absoluto de existencia, no contaminado por las excrecencias materiales. Contempló fijamente aquella imagen y esperó a que el mundo se disolviera y le liberara.

Las calles de Ascalón

Harry Harrison

de New Worlds, septiembre de 1962

Aunque se trata del cuarto relato tomado de una revista inglesa, no es obra de un británico, pese a que Harry Harrison lo parezca en ocasiones. Muy aficionado a viajar, ha vivido no sólo en Estados Unidos, Gran Bretaña e Irlanda, sino también en Dinamarca, Italia y México, aparte de efectuar numerosas visitas a otros países.

Nacido en Stamford, Connecticut, el jueves 12 de marzo de 1925, Harry Harrison tuvo una infancia solitaria, animada tan sólo por las emociones de la ciencia ficción. En primer lugar, trabajó como dibujante para revistas y películas de dibujos, y todavía hoy se ven de vez en cuando algunas de sus obras. Realizó numerosos dibujos de camafeo para la Worlds Beyond, de Damon Knight, y así ilustró su primer relato, Rock Diver (Buzo de las rocas), en el número de febrero de 1951.

En 1953, aceptó la dirección de las revistas de Raymond, SF Adventures, Rocket Stories y Fantasy Fiction, pero las publicaciones desaparecieron en seguida, y no precisamente por culpa de su director. De hecho, las esporádicas incursiones de Harrison en el campo editorial estuvieron todas destinadas al fracaso. Conjuntamente con Brian Aldiss, dirigió SF Horizons, y la revista duró dos números. En octubre de 1966, pasó a ser director de Impulse, que sucumbió cinco números después. En diciembre de 1967, se hizo cargo de Amazing y Fantastic, aunque sólo por un año. Cabe atribuir un éxito mayor a su trabajo como director de antologías, entre ellas la serie original «Nova», que publicó cuatro volúmenes entre 1970 y 1975.

Con todo, la literatura de Harrison constituye una verdadera realización. No tiene rival como escritor de acción palpitante y tensas aventuras planetarias y espaciales. Y novelas como la serie Deathworld (Mundo muerto), Planet of the Damned (Planeta de condenados) (1962) y Plague From Space (Plaga del espacio) (1964) son buenos ejemplos de lo dicho. También posee grandes dotes para lo humorístico, como se comprueba en las peripecias de su Stainless Steel Rat (La rata de acero inoxidable) y en la comicidad de Bill, the Galactic Hero (Bill, el héroe galáctico) (1965). Su novela sobre una desmesurada superpoblación, Make Room! Make Room! (¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!) (1966), fue llevada a la pantalla en 1973 con el título Soylent Green.

Sus obras breves resultan igualmente amenas, y con el reíato que sigue, Harrison se alinea entre los destructores de tabúes de la ciencia ficción. Lo escribió en principio para una antología de Judith Merril, que rebosaría de narraciones del mismo tipo, pero la editorial quebró. Harrison describe así la cadena de acontecimientos:

«Me devolvieron el cuento. Lo volví a enviar y regresó bastante de prisa de todos los mercados americanos. Al incluir a un ateo, les parecía demasiado candente. Ésa es la verdad. Ni siquiera mi buen amigo Ted Carnell quiso aceptarlo para la más liberal New Worlds británica. (Hell's Cartographers, p. 89.)»

Carnell acabó por adquirir el relato, después de enterarse de que Brian Aldiss lo incluiría en su antología Penguin Science Fiction. Nadie duda que esta narración fue un factor fundamental en la nueva manera de enfocar la ciencia ficción adoptada por autores y editores. Y una prueba de que la semilla de la revolución germinaba en Gran Bretaña.

El amortiguado retumbar de un trueno se expandió en alguna parte del cielo, más allá de las nubes eternas del Mundo de Wesker. El comerciante Gath se detuvo en seco al oírlo. Ahuecó la mano en torno a su oído sano para captar el sonido, mientras sus botas se hundían poco a poco en el barro. El ruido, cada vez más fuerte, prosiguió su expansión y luego se debilitó en la espesa atmósfera.

– Ese ruido es el mismo que hace tu nave celeste -dijo Itin, pulverizando lentamente la idea en su mente, en una muestra del impasible carácter lógico weskeriano, y dando vueltas a los fragmentos, uno por uno, para estudiarlos mejor-. Pero tu nave continúa en el lugar en que aterrizaste. Debe de estarlo, aunque no la veamos, porque eres el único capaz de manejarla. Y aun suponiendo que otra persona pudiera manejarla, la habríamos oído mientras se elevaba en el cielo. Puesto que no la oímos, y siempre que ese sonido provenga de una nave celeste, tiene que tratarse de…

– Si, de otra nave -asintió Gath.

Demasiado absorto en sus pensamientos personales, no tenía paciencia para aguardar a que la penosa cadena lógica weskenana llegara a su conclusión tras una serie sin fin de concatenaciones.

Era otra nave espacial, por descontado. Había sido pura cuestión de tiempo el que se presentara una, y no cabía duda de que ésta tomaba tierra empleando el radar, tal como había hecho el mismo Gath. La nave del comerciante debía de aparecer claramente en la pantalla de los recién llegados, que, con bastante seguridad, aterrizarían lo más cerca posible de ella.

– Será mejor que te adelantes, Itin -sugirió-. Ve por el agua, así llegarás con mayor rapidez a la aldea. Di a todo el mundo que vuelva a los pantanos, que se aparten de tierra firme. Esa nave aterriza guiada por instrumentos, y freirá todo cuanto se encuentre debajo de ella en el momento del aterrizaje.

La inmediata amenaza resultó lo bastante clara para el pequeño anfibio weskeriano. Antes de que Gath terminara de hablar, las orejas estriadas del extraterrestre se habían plegado como el ala de un murciélago, e Itin se deslizaba silencioso en el cercano canal. Gath avanzó chapoteando en el lodo, dándose toda la prisa que le permitía la succionante superficie. Acababa de llegar a los bordes del claro de la aldea cuando el estruendo se convirtió en un rugido terrible, y la nave espacial rompió la capa inferior de las nubes. Gath protegió sus ojos de la alargada lengua de fuego y examinó la forma creciente de la oscura nave, con sentimientos confusos.