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Animados por la perspectiva de dedicarse a una tarea domestica, Steenameert, Mistekka y Arvand se alejaron inmediatamente hacia un grupo de arbustos, cuyos contornos habían aparecido gradualmente bajo la luz de las estrellas. Vantara dirigió a Toller una mirada prolongada —que él interpretó como de desdén—; luego se dio vuelta y lentamente se encaminó tras los otros, dejándole con la sola compañía de Jerene.

—Tu tobillo necesita muchos más puntos, pero no hay luz suficiente —echó un vistazo al impulsor, que ahora se había convertido en una mancha rectangular de color gris—. Ahora te vendaré la herida, y mañana terminaré el trabajo como es debido.

—Gracias —dijo Toller, dándose cuenta de repente de que era incapaz de caminar sin ayuda.

La herida, aunque era bastante seria, parecía insignificante en comparación con su tamaño; y se sintió mortificado al descubrir que sentía frío, malestar y debilidad. Permaneció de pie pacientemente mientras Jerene le enrollaba la pantorrilla con una venda del equipo de campaña.

—En esto se demuestra la utilidad de mi educación campesina —dijo, terminando el vendaje con un nudo experto.

—¡Gracias otra vez! —Toller habló con burlona indignación, agradecido por haber sido distraído de su preocupación por el sol—. Mañana por la mañana podrás ponerme nuevas herraduras en los cascos; pero mientras tanto, ¿me ayudas a acercarme al fuego con los otros?

Jerene se levantó, paso un brazo alrededor de su cintura y le ayudó a caminar hacia el centelleo de luz naranja que ya había empezado a llamear en la oscuridad. Toller descubrió que avanzar por la hierba crecida era mucho mas difícil y doloroso de lo que esperaba, y se sintió aliviado cuando Jerene se detuvo un momento a descansar.

—Ahora merezco doblemente un ascenso —dijo, jadeando—. Pesas casi tanto como mi cuernazul…

—Me encargaré de arreglar lo de tu promoción en cuanto… —Toller se interrumpió, dudando si hacer promesas de un futuro que podía no existir—. Fuiste muy valiente corriendo a la máquina. La sangre se me heló por el miedo de que no pudieras alejarte a tiempo…

—¿Por qué estabas tan preocupado? —murmuró Jerene— Después de todo, ya había conseguido lo que me había propuesto hacer.

—Puede que fuese porque… —Toller sonrió, dándose cuenta de que Jerene estaba practicando un viejo juego con él, y de repente, mientras permanecían juntos en la oscuridad, ese juego se volvió más importante para él que todos sus temores por el futuro del planeta. La atrajo hacia sí y la beso con tierno ardor.

—La condesa va a ver lo que estamos haciendo —dijo Jerene, sin dejar de ser provocativa mientras el beso terminaba, y exhalaba su aliento caliente junto a su boca—. Y no va a gustarle…

—¿Que condesa? —dijo Toller, y ambos empezaron a reírse, mientras se abrazaban en aquella oscurísima noche.

Toller no esperaba poder dormir. Su herida había comenzado a palpitar como una máquina en marcha, y le resultaba inconcebible que pudiera quitarse la carga de la conciencia respecto a si su planeta estaría perdido en un vacío sin estrellas. Pero el calor del fuego resultaba agradable, y se sentía bien con Jerene echada a su lado, cubriéndole el pecho con una mano. Descubrió que estaba mas cansado de lo que creía.

Abrió los ojos con un sobresalto, tratando de solucionar el problema urgente de decidir dónde estaba. El fuego se había reducido a unas ascuas blanquecinas, pero producía luz suficiente para permitirle ver las figuras durmientes del pequeño grupo de guerreros, y de nuevo la gran pregunta repiqueteó en sus sienes. Alzó de golpe la cabeza, haciendo que Jerene suspirase en su sueño, y examinó los límites del planeta.

En una parte del horizonte, había un débil pero inconfundible reflejo de luz nacarada.

La visión de Toller se volvió borrosa por las lágrimas cuando captó el maravilloso significado de aquel vacilante resplandor, y se dejó caer para descansar.

Capítulo 20

La reina Daseene había sufrido un grave ataque, el cual probablemente tendría consecuencias fatales.

A medida que la noticia de la tragedia inminente empezó a correr desde Prad a otras ciudades y comunidades menores de Overland, la gente —ya angustiada por los inexplicables acontecimientos del cielo— se volvió aún más huraña y deprimida. Aquellos que tenían creencias religiosas o supersticiosas sostuvieron que la enfermedad de la Reina había estado predicha por la serie de augurios que habían transformado de un modo tan radical el aspecto del cielo. E incluso aquellos que no tenían tiempo de entretenerse con lo sobrenatural habían sido afectados por la conciencia de que algo muy extraño había sucedido al amanecer, tres días atrás.

Los madrugadores que se encontraban en el exterior en el momento crucial fueron extremadamente gráficos en sus relatos. Habían hablado del pavoroso momento inicial durante el cual una fuente feroz de luz amarilla, como un sol en miniatura, había aparecido en el cenit, centrada en el disco de Land. Apenas se había acostumbrado el ojo al intruso cósmico cuando múltiples capas de luminosidad, concéntricas hacia diferentes fuentes, habían irrumpido en un conflicto palpitante en el cielo del amanecer.

Y después, como increíble último acto del drama cósmico, el cielo había… muerto.

La misma palabra —muerto— se había empleado una y otra vez. Brotaba espontáneamente de los labios de observadores incultos que se habían pasado sus vidas bajo un cielo lleno de extravagantes configuraciones de luz, derramándose en adornos astronómicos de todo tipo.

El cielo pareció morir cuando de golpe Land se apagó, y lo mismo ocurrió con la Gran Rueda y un montón de espirales plateadas, miles de estrellas incontables, de las cuales las más brillantes formaban la constelación del Árbol, los riachuelos irregulares de nebulosa radiación que se extendían por las galaxias como delicados bucles, los cometas cuyas colas ahusadas y resplandecientes dividían el universo, los meteoros fugaces que animaban la cúpula de la noche, uniendo durante unos instantes una estrella con otra… Todo eso había desaparecido en un instante, y ahora el cielo parecía muerto…, más que nada por esos puntos de luz fríos, apartados e infinitamente remotos que, en vez de iluminar el cielo, servían solamente para enfatizar su falta de luz.

Toller Maraquine observaba la puesta de sol desde un balcón de su casa orientado hacia el sur, apoyado en sus muletas. Tenía ante él una bebida caliente sobre la ancha balaustrada de piedra, pero de momento la había olvidado mientras contemplaba el cielo, que adquiría unos colores aún más oscuros y sombríos. Reprimió un estremecimiento cuando la extrañeza de la oscura cúpula celestial se hizo más y más evidente.

No era sólo la ausencia del planeta hermano lo que le transtornaba; había pasado gran parte de su vida «fuera» de Overland, donde había contemplado la detallada convexidad del otro planeta suspendido sobre ellos —algo que la mayoría de los habitantes eran incapaces siquiera de imaginar—, y se acostumbraba con rapidez a los cambios del entorno. Su sensación de desconcierto, tenía que admitirlo, provenía del desolado vacío de la noche nocturna. Esforzándose al máximo por ser pragmático, sereno y racional, había tratado de sacudirse la sensación. ¿Qué más daba —se había preguntado— que el irrelevante cielo nocturno contuviese un billón de estrellas o simplemente unas cuantas? ¿Afectaría esa condición a la producción de una cosecha en un sólo grano? No.

Pero el problema era que la tranquilizadora respuesta negativa no era capaz de proporcionar tranquilidad suficiente. No tenía la menor idea sobre qué destino habrían seguido Land o Dussarra —por lo que él sabía, era como si esos planetas ya no existiesen en ninguna parte—, pero comprendía con una exactitud desoladora y estéril que Overland había sido, usando las palabras de Steenameert, «despedido». Ésta era una región extraña del continuo espacio-tiempo. Tenía esa cualidad estremecedora. De algún modo, en un abrir y cerrar de ojos, Overland había sido proyectado a un universo decadente que se había vuelto viejo y frío…, y la pregunta fundamental seguía planteada: ¿podría la vida humana, individual y colectiva, seguir igual que antes?