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Ahora parecía que el número de hombres y animales que huían por la llanura había disminuido. Solamente el viento continuaba soplando, y el fuego seguía alzándose en la distancia, como las nubes de polvo, cada vez mayores, que enturbiaban el cielo. Después empecé a notar, a través de las suelas de mis sandalias, el temblor del suelo. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca, y que el vello de mis antebrazos se endurecía. Incluso la tierra se agitaba bajo las manadas de boskos de los Pueblos del Carro.

Se aproximaban.

Su avanzadilla pronto estaría a la vista.

Me colgué sobre el hombro izquierdo el casco y la espada corta enfundada. En mi brazo izquierdo llevaba el escudo, y en mi mano derecha sujetaba la lanza goreana de combate.

Empecé a caminar hacia la nube de polvo que se alzaba en la distancia, cruzando aquella tierra que trepidaba.

2. Encuentro a los Pueblos del Carro

Mientras caminaba me preguntaba por qué razón lo había hecho, por qué yo, Tarl Cabot, que fui una vez habitante de la Tierra y más tarde guerrero de la ciudad goreana de Ko-ro-ba, las Torres de la Mañana, había llegado hasta allí.

En los largos años que habían pasado desde que llegué por primera vez a la Contratierra, había visto muchas cosas, había tenido amores, y encontrado aventuras y peligros. Pero ahora me preguntaba si lo que estaba haciendo no era lo menos razonable, lo más extraño y falto de lógica.

Unos años antes dos hombres, dos humanos de las ciudades amuralladas de Gor, culminaron un proceso de intrigas que se había alargado durante siglos. Efectivamente, en nombre de los Reyes Sacerdotes, esos hombres efectuaron en secreto un largo viaje. Su misión era entregar en custodia un objeto a los Pueblos del Carro; un objeto otorgado a ellos por Reyes Sacerdotes, para ser entregado al pueblo que, según la sabiduría goreana, era el más libre entre los más bravos y aislados del planeta, un objeto que les sería entregado para su salvaguarda.

Los dos hombres que transportaron ese objeto no dijeron nada a nadie, tal como les habían pedido los Reyes Sacerdotes. Se habían enfrentado juntos a numerosos peligros, y habían sido como hermanos. Pero luego, poco después de que cumplieran la misión que les habían encomendado, se enfrentaron en una guerra entre sus ciudades, y se mataron uno a otro. Y con ellos se perdió el secreto que ningún hombre conocía, salvo quizás alguien entre los Pueblos del Carro. Solamente en las Montañas Sardar pude tener conocimiento de la naturaleza del encargo que habían llevado a cabo, y de lo que habían transportado. Ahora suponía que yo era el único, entre los humanos de Gor, y con la posible excepción de alguna otra persona de los Pueblos del Carro, que conocía la naturaleza de ese misterioso objeto que una vez dos hombres valerosos habían entregado en secreto a las Llanuras de Turia. Y para ser sincero, no creo que aunque lo viese lo reconocería.

¿Podría yo, Tarl Cabot, humano y mortal, encontrar ese objeto y, tal como los Reyes Sacerdotes deseaban ahora, devolverlo a Sardar? ¿Podría conseguir que retornara a las cortes ocultas de los Reyes Sacerdotes para que allí cumpliese con su función única e irremplazable en este mundo bárbaro de Gor, la Contratierra?

No lo sabía.

¿Qué era ese objeto?

Se le podría describir de diferentes maneras. Era el protagonista de muchas intrigas secretas y violentas, la fuente de amplías disensiones internas en Sardar, de discordias desconocidas para los hombres de Gor. Era la preciosa esperanza encubierta, oculta, de una raza antigua y extraordinaria. Era un simple germen, un pedazo de tejido viviente, la potencialidad dormida del renacimiento de un pueblo, la simiente de los dioses. Era un huevo, el último y único huevo de los Reyes Sacerdotes.

¿Pero por qué era yo quien iba en su busca?

¿Por qué no lo hacían los Reyes Sacerdotes, con sus naves y su poder, con sus temibles armas y sus fantásticos aparatos?

Los Reyes Sacerdotes no pueden soportar la luz del sol.

No son como los hombres, y los hombres sentirían miedo si les viesen.

Los hombres no podrían creer que ellos fuesen los Reyes Sacerdotes. Los hombres conciben a los Reyes Sacerdotes como seres semejantes a ellos mismos.

Pudiera ocurrir que destruyesen el objeto, el huevo, antes de ser entregado.

Quizás ya lo hubiesen hecho.

Solamente porque se trataba del huevo de los Reyes Sacerdotes podía sospechar, podía tener la esperanza de que algo en el interior de esa misteriosa y presumiblemente ovoide esfera, algo, si todavía existía, estaba en reposo pero continuaba latiendo, y vivía.

Y si era yo quien tenía que encontrar ese objeto, ¿por qué no iba a destruirlo con mis propias manos? De esta manera podría destruir también la raza de los Reyes Sacerdotes, y podría ofrecer este mundo a los de mi clase, los hombres, para que hiciesen con él lo que les viniese en gana, libres de las restricciones, de las leyes y los decretos de los Reyes Sacerdotes que tanto limitaban su desarrollo y su tecnología. En una ocasión hablé con un Rey Sacerdote sobre este tema. «El hombre es un larl para el hombre», me dijo, «y si se lo permitiésemos, también lo sería para los Reyes Sacerdotes».

—Pero el hombre ha de ser libre —le repuse yo.

—La libertad sin la razón equivale al suicidio —contrapuso él—, y el hombre todavía no es racional.

No, no iba a destruir el huevo. No solamente porque contendría vida, sino porque era importante para mi amigo Misk, de quien he hablado en otra parte. Esta valiente criatura había dedicado gran parte de su vida al sueño de una nueva vida para los Reyes Sacerdotes, a pensar en una nueva fuente, en un nuevo principio. Quería ser capaz de renunciar a su lugar en un mundo viejo para prepararse una mansión en el nuevo. Quería tener y amar a un hijo de la forma en que Misk, un Rey Sacerdote, y como tal ni hombre ni mujer, podía amarlo.

Recordaba aquella noche de viento, cuando hablamos de cosas extrañas en las sombras de las Sardar. Después le dejé y fui montaña abajo, y le pregunté al guía del grupo con el que había viajado, el camino hacia la Tierra de los Pueblos del Carro.

Lo había encontrado.

Y ahora el polvo se levantaba cada vez más cerca, y la tierra parecía agitarse más que nunca.

Aceleré el paso.

Si triunfaba y lograba proteger a los Reyes Sacerdotes, ellos podrían salvar a los de mi raza de la aniquilación a la que les llevaría un acceso demasiado temprano al desarrollo tecnológico incontrolado. Con el paso del tiempo quizás se lograría que el hombre se convirtiera en un ser racional, y la razón, el amor y la tolerancia se acrecentarían en él. Sólo entonces el hombre y los Reyes Sacerdotes podrían volver sus sentidos hacia las estrellas.

Pero sabía que por encima de todo lo hacía por Misk, mi amigo.

Las consecuencias de mi actuación, si tenia éxito, eran demasiado complejas y tremendas para poder calcularlas, pues los factores en juego eran muy numerosos e intrincados.

Si me salían mal, no tendría más defensa que la de decir que lo hacía por mi amigo, y por la especie tan valerosa a la que pertenecía, por esos que antes eran odiados enemigos, a los que había aprendido a conocer y respetar.