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Después que Hezekiah Lavender tocó tres bobs sucesivas, las campanas volvieron a su sitio sin ningún contratiempo.

– Excelente -dijo el párroco-. No ha cometido ningún fallo.

– Bueno, hasta ahora -dijo Wimsey.

– El caballero lo hará bien -asintió el señor Lavender-. Bueno, chicos, otra vez. ¿Qué tocamos ahora, señor?

– Un setecientos cuatro -respondió el párroco consultando el reloj-. Tocadlas en el medio con un doble, delante, detrás y al centro otra vez, y repetimos.

– De acuerdo, señor. Y tú, Wally Pratt, presta más atención a la treble y no apartes la vista de tu campana, y no te despistes o harás que nos perdamos todos.

El pobre Pratt se secó la frente, se agarró fuerte con las botas alrededor de las patas de la silla y se aferró a su campana. Por nervios o por otra razón, empezó a tener problemas en la séptima entrada, se perdió, hizo que los compañeros que tenía al lado también se perdieran y empezó a sudar.

– ¡Basta! -gritó el señor Lavender muy enfadado. Si eso es lo mejor que sabes hacer, Wally Pratt, será mejor que abandonemos la idea de tocar este carrillón. ¿Estás seguro de que, a estas alturas, sabes qué hacer con una bob?

– Bueno, cálmate -intervino el párroco-. No te desanimes, Wally. Vuélvelo a intentar. Te has olvidado i le hacer la pausa doble en el setenta y ocho, ¿no es cierto?

– Sí, señor.

– ¡Se ha olvidado! -exclamó el señor Lavender, moviendo la barba-. Fíjate en el caballero. A él no se le olvidan las cosas, sólo las lógicas porque ha perdido la práctica.

– Ya está bien, Hezekiah -ordenó el párroco-. No debes ser tan exigente con Wally. No todos tenemos una experiencia de sesenta años.

El señor Lavender gruñó y volvió a empezar desde el principio. Esta vez, Pratt se concentró y la melodía sonó perfectamente hasta el final.

– Bien hecho, les felicito a todos -dijo el párroco-. Nuestra última adquisición nos dejará en buen lunar, ¿no crees, Hezekiah?

– Casi me pierdo en la segunda entrada -comentó Wimsey riendo-. Casi me olvido de dejar los cuatro espacios en la bob. Pero, bueno, no ha pasado nada.

– Lo hará muy bien, señor -dijo el señor Lavender-. En cuanto a ti, Wally Pratt…

– Creo, señores -se apresuró a interrumpir el párroco-, que será mejor que vayamos a la iglesia y dejemos que lord Peter se familiarice con su campana. Espero que vengan todos a tocar las campanas durante la misa. Y, Jack, asegúrate de poner a la medida correcta la cuerda de lord Peter. Jack Godfrey se encarga del mantenimiento de las cuerdas y las campanas -añadió a modo de explicación-. Además, nos las pone en orden.

El señor Godfrey sonrió.

– Tendremos que acortarla un poco -observó midiendo a Wimsey a ojo-. No es tan alto como Will Thoday.

– No se preocupe -le contestó el lord-. Como dice el viejo refrán: en el bote pequeño está la buena mermelada.

– Por supuesto -dijo el párroco-. Jack no quería decir nada malo. Sólo que Will Thoday es un hombre muy alto. ¿Dónde he dejado el sombrero? Agnes, querida. ¡Agnes! No encuentro el sombrero. Ah, aquí está. Y la bufanda, te lo agradezco, querida. Lord Peter, déjeme coger la llave del campanario y… ¡Dios mío! ¿Dónde la puse por última vez?

– No se preocupe, señor -intervino el señor Godfrey-. Yo llevo todas las llaves.

– ¿La de la iglesia también?

– Sí, señor, y la de la sala de las campanas.

– Oh, perfecto, excelente. A lord Peter le encantará subir a ver la sala de las campanas. Para mí, lord Peter, ver un conjunto de buenas campanas… ¿Qué dices, querida?

– Que no te olvides de la hora de la cena y que no entretengas demasiado a lord Peter.

– No, no querida. No te preocupes. Pero a él le gustará ver las campanas. Y la propia iglesia merece una visita. Lord Peter, tenemos una pila bautismal del siglo XII y el techo está considerado como uno de los mejores… Sí, sí, querida, ya nos vamos.

Detrás de la puerta los esperaba un panorama gélido. Seguía nevando con intensidad; incluso las huellas que habían dejado los campaneros hacía menos de una hora ya casi habían desaparecido. Avanzaron por el camino y cruzaron la carretera. Ante sus ojos, la iglesia se levantaba oscura y gigantesca. El señor Godfrey, que encabezaba la fila, guió a los demás con una antigua linterna por el cobertizo del cementerio y un camino delimitado por lápidas hasta la puerta sur, y la abrió tras un largo crujido del cerrojo. Los invadió un poderoso olor eclesiástico que era una mezcla de madera vieja, barniz, algo podrido, cojines para arrodillarse, libros de cánticos, lámparas de parafina, flores y velas, todo cociéndose a fuego lento en la calidez de las estufas de combustión lenta. La débil luz de la linterna enfocaba una amapola en un banco aquí, la base de una columna de piedra allá o el reflejo de las placas metálicas de las lápidas en las paredes. Los pasos resonaban de un modo extraño en la gran altura de la nave.

– Todo es de estilo transitorio -susurró el párroco-. Excepto la antigua ventana perpendicular del fondo del pasillo norte. Desde aquí no se ve. No queda nada de la construcción normanda original, sólo un par de tumbas debajo del cancel, aunque si presta atención, puede ver los restos del ábside normando debajo del santuario inglés. Lo verá mejor a la luz del día. Oh, sí, Jack, sí, perdón. Jack Godfrey tiene razón, lord Peter, no debemos entretenernos. Me dejo llevar por el entusiasmo con mucha facilidad.

Llevó a su invitado hacia la izquierda por debajo del arco de la torre y, desde ahí, siguiendo la estela de la linterna de Godfrey, subieron la empinada escalera de caracol del campanario, cuyos escalones estaban gastados después de tantos años de subir y bajar de la sala de las campanas. Después de la primera vuelta, la procesión se detuvo: se oyó el tintineo de unas llaves y la luz de la linterna se desvió a la derecha a través de una estrecha puerta. Wimsey, que seguía al grupo, llegó a la sala de las campanas.

No era nada extraordinario, a excepción de tener el techo un poco más elevado de lo habitual a consecuencia de la excepcional altura de la torre. Durante el día entraba mucha luz porque tenía una ventana de tres hojas en cada uno de los tres lados exteriores, mientras que en la parte baja del muro, orientado hacia el oeste, había un par de aberturas sin cristales, protegidas con una barra de hierro, que daban al interior de la iglesia, un poco por encima del nivel de las ventanas de la nave. Cuando Jack Godfrey dejó la linterna en el suelo y encendió una lámpara de parafina que estaba colgada en la pared, Wimsey vio las ocho cuerdas, anudadas con unos lienzos de lana a la pared mientras los extremos superiores se perdían misteriosamente por el techo de la sala. En ese momento la luz inundó la estancia y las paredes lomaron forma y color. Eran de yeso, con un lema de letras góticas que daba la vuelta siguiendo la hilera de ventanas: «No tienen discurso ni lenguaje, pero sus voces se escuchan por encima de ellos, su sonido llega a todas partes». Encima había varias placas de madera, metal e incluso de piedra que conmemoraban los carrillones más extraordinarios del pasado.