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En otro tiempo… la felicidad había estado allí, sólida, reconfortante.

Sobre la mesa permanecía abierto un libro de Georges Duby. Se inclinó para leer el título: El caballero, la mujer y el cura. Joséphine trabajaba sobre la mesa de la cocina. Lo que, en otro tiempo, había sido un ingreso suplementario, ahora servía para mantenerles. Investigadora en el CNRS, ¡especializada en la vida de las mujeres del siglo XII! Antes no podía evitar burlarse de sus estudios, hablaba de ellos con condescendencia, «mi mujer es una apasionada de la historia, ¡pero sólo del siglo XII! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!…». Le parecía que aquello tenía algo de aristocrático. «No es muy sexy el siglo XII, querida», decía pellizcándole el trasero. «Pero si fue entonces cuando Francia se embarcó en la modernidad, el comercio, la moneda, la independencia de las ciudades y…».

Y la besaba para hacerla callar.

Hoy, el siglo XII les daba de comer. Carraspeó para que ella se girara. No se había peinado y tenía el pelo recogido con un lápiz en lo alto del cogote.

– Voy a dar una vuelta…

– ¿Vendrás a comer?

– No lo sé… Hazte la idea de que no.

– ¡Y por qué no me lo has dicho antes!

No le gustaban las peleas. Hubiera sido mejor salir directamente mientras gritaba «me voy, ¡hasta luego!», y ¡hala! alcanzaba la escalera, y ¡hala! ella se quedaba con sus preguntas en la punta de la lengua, y ¡hala! sólo tendría que inventarse algo cuando volviese. Porque siempre volvía.

– ¿Has consultado los anuncios por palabras?

– Sí… hoy no había nada interesante.

– ¡Siempre hay trabajo para el que quiere trabajar!

Trabajar sí, pero no en cualquier cosa, pensó sin decírselo, pues ya conocía lo que seguiría. Habría tenido que irse, pero seguía pegado al quicio de la puerta.

– Ya sé lo que me vas a decir, Joséphine, ya lo sé.

– Lo sabes, pero no haces nada para que cambie. Podrías hacer cualquier cosa, simplemente para aportar algo al puchero…

El hubiera podido continuar la conversación, se la sabía de memoria, «socorrista, jardinero en un club de tenis, vigilante nocturno, empleado de una gasolinera…», pero sólo retuvo la palabra «puchero». Sonaba extraño relacionado con la búsqueda de empleo.

– ¡Te parecerá gracioso! -gruñó ella apuñalándole con la mirada-. ¡Debo parecerte muy prosaica cuando te hablo del sucio dinero! ¡El señor quiere una montaña de oro! ¡El señor no quiere cansarse por cuatro perras! ¡El señor quiere estima y consideración! Y, por ahora, el señor sólo tiene una única forma de existir, ¡irse a casa de su manicura!

– ¿De qué estás hablando, Joséphine?

– ¡Sabes muy bien de QUIEN estoy hablando!

Ella le miraba ahora de frente, envarada, con un trapo anudado en el puño, desafiándole.

– Si te refieres a Mylène…

– Sí, me refiero a Mylène… ¿Todavía no sabes si va a hacer un descanso a la hora de comer? ¿Por eso no sabes responderme?

– Jo, detente… ¡esto va a acabar mal!

Demasiado tarde. Ella ya sólo pensaba en Mylène y en él. ¿Quién se lo habría contado? ¿Un vecino, una vecina? No conocían a mucha gente en el edificio pero, cuando se trataba de chismorrear, los amigos aparecían rápidamente. Alguien ha debido de verle entrar en el edificio de Mylène, a dos calles de allí.

– Vais a comer en su casa… Ella te habrá preparado una quiche y una ensalada, una comida ligera porque, después, ella tiene que trabajar, ella…

Rechinó los dientes para marcar la palabra «ella».

– Y después os echaréis una pequeña siesta, ella cerrará las cortinas, se desnudará dejando su ropa por el suelo e irá a tu encuentro bajo el grueso edredón de bordado blanco…

El escuchaba, estupefacto. Mylène tenía un edredón grueso de bordado blanco. ¿Cómo lo sabía?

– ¿Has estado en su casa?

Ella lanzó una risa sarcástica y se ajustó el nudo del trapo con su mano libre.

– Aja, tenía razón. ¡El bordado blanco va con todo! Es bonito y práctico.

– Jo, déjalo.

– ¿Dejar qué?

– Deja de imaginar cosas que no existen.

– ¿Acaso no tiene un edredón de bordado blanco?

– Deberías dedicarte a escribir novelas. Tienes mucha imaginación.

– Júrame que no tiene un edredón de bordado blanco.

De pronto le invadió la cólera. Ya no podía soportarla. Ya no soportaba su tono de maestra de escuela, siempre con algo que reprocharle, diciéndole lo que tenía que hacer, cómo hacerlo; ya no soportaba su espalda encorvada, su ropa sin forma ni color, su piel enrojecida por la falta de cuidado, su pelo castaño, fino y lacio. Todo en ella olía a esfuerzo y parsimonia.

– ¡Prefiero irme antes de que esta discusión vaya demasiado lejos!

– Prefieres irte con ella, ¿eh? Ten al menos el valor de decir la verdad, ya que no lo tienes para buscar trabajo ¡holgazán!

Esa fue la gota que colmó el vaso. Sintió cómo la cólera le bloqueaba la frente y golpeaba sus sienes. Escupió las palabras para no tener que arrepentirse:

– ¡Pues sí! Nos vemos en su casa, todos los días a las doce y media. ¡Ella me calienta una pizza y nos la comemos en la cama, bajo el edredón de bordado blanco! Después recogemos las migas, le quito el sujetador, que también es de bordado blanco, y la beso por todos lados ¡por todos lados! ¿Estás contenta? ¡No deberías haberme obligado a decírtelo, te lo advertí!

– ¡Tú tampoco deberías haberme obligado! Si te vas con ella, no te molestes en volver. Haces tus maletas y desapareces. No será una gran pérdida.

Él se separó del quicio de la puerta, giró los talones y, como un sonámbulo, entró en su habitación. Sacó una maleta de debajo de la cama, la colocó sobre la colcha y comenzó a llenarla. Vació sus tres cajones de camisas, sus tres cajones de camisetas, calcetines y calzoncillos en la gran maleta roja con ruedas, vestigio de su esplendor cuando trabajaba en Gunman and Co., el fabricante americano de fusiles de caza. Había ocupado el puesto de director comercial de la zona europea durante diez años, acompañando a sus ricos clientes cuando iban a cazar a África, a Asia, a América, por la selva, la sabana o la pampa. En aquel tiempo creía, todavía creía en la imagen de ese hombre blanco de bronceado eterno, siempre entusiasta, que bebía con sus clientes, los hombres más ricos del planeta. Se hacía llamar Tonio. Tonio Cortès. Sonaba más masculino, más responsable que Antoine. Nunca le había gustado su nombre, tan suave y afeminado. Era necesario estar a la altura de aquellos hombres: industriales, políticos, millonarios ociosos, hijos de… Él hacía tintinear los cubitos de su vaso dibujando una sonrisa infatigable, escuchaba sus historias, prestaba atención a sus quejas, opinaba, moderaba, observaba el baile de hombres y mujeres, la mirada aguda de los niños, viejos antes de haber tenido tiempo de crecer. Se felicitaba de frecuentar ese mundo sin formar parte de él. «¡Ah!, El dinero no hace la felicidad», repetía a menudo.

Tenía un excelente salario, una paga extraordinaria triplicaba su sueldo a finales de año, un buen seguro médico, periodos de descanso superiores casi a los de sus vacaciones. Se sentía feliz cuando volvía a su casa en Courbevoie, construida en los años noventa para una población de directivos jóvenes como él, que todavía no tenían suficientes ingresos para vivir en París pero que esperaban, al otro lado del Sena, a poder entrar en los barrios ricos de la ciudad cuyas luces adivinaban por las noches. Un brillante pastel de neón que les desafiaba de lejos. El edificio había envejecido mal, y rastros imperceptibles de óxido procedentes de los balcones manchaban la fachada, y el naranja brillante de los toldos se había marchitado con el sol.