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– No irá.

– Bueno, habrá que encontrar una nueva excusa para nuestra madre. Ya sabes lo poco que aprecia sus ausencias…

– Francamente Iris, ¡si supieses lo poco que me importa!

– ¡Eres demasiado buena con él! Yo le hubiese dado con la puerta en las narices hace mucho tiempo. En fin… Tú eres como eres, no hay quien te cambie, pobrecita mía.

Y ahora, la compasión. Joséphine suspiró. Desde que era niña, ella era Jo, el patito feo, la intelectual, un poco ingrata, siempre metida en sus oscuras tesis, sus palabras complicadas, las largas búsquedas en la biblioteca juntándose con otros cerebritos con granos. La que sacaba buenas notas pero no sabía hacerse un trazo de contorno de ojos. La que se torcía el tobillo bajando las escaleras porque estaba leyendo La teoría de los climas de Montesquieu o enchufaba la tostadora al grifo mientras escuchaba una emisión de France Culture sobre los cerezos en flor en Tokio. La que se pasaba la noche con la luz encendida, inmersa en sus apuntes, mientras que su hermana mayor salía, triunfaba, creaba y embrujaba. Iris por aquí, Iris por allá, ¡podría componer un aria de ópera!

Cuando Joséphine se licenció en letras clásicas, su madre le había preguntado cuáles eran sus planes. «¿Qué vas a hacer con eso, pobrecita mía? ¿Servir de tiro al blanco a los alumnos de algún liceo del extrarradio de París? ¿Para que te violen sobre la tapa de un contenedor de basura?». Y cuando continuó con sus estudios, redactando su tesis y artículos que se publicaban en revistas especializadas, sólo había encontrado preguntas y escepticismo. «"Auge económico y desarrollo social en la Francia de los siglos XI y XII". Hija mía, pero ¿cómo quieres que alguien se interese por eso? Harías mejor escribiendo una biografía picante de Ricardo Corazón de León o de Felipe Augusto, ¡eso interesaría a la gente! ¡Podrían hacer una película o una serie! ¡Rentabilizar todos esos años de estudios que he financiado con el sudor de mi frente!». Después lanzaba un silbido de víbora irritada por el lento reptar de su retoño, se encogía de hombros y suspiraba: «¿Cómo he podido traer al mundo a una hija así?». Su señora madre siempre se lo había preguntado. Desde que Joséphine había echado a andar. Su marido, Lucien Plissonnier, tenía por costumbre replicar: «Fue la cigüeña, que se equivocó de casa». Y ante el poco humor con el que se acogían sus intervenciones, había terminado por callar. Definitivamente. Un 13 de julio por la tarde se llevó la mano al pecho y tuvo tiempo de decir: «Es un poco pronto para hacer explotar los petardos» antes de expirar. Joséphine e Iris tenían diez y catorce años. El entierro había sido magnífico, y su señora madre había estado majestuosa. Había organizado hasta el último detalle: las flores blancas en grandes ramos depositadas sobre el féretro, una marcha fúnebre de Mozart, la elección de los textos leídos por cada uno de los miembros de la familia. Henriette Plissonnier se había puesto un velo idéntico al de Jackie Kennedy y pedido a sus hijas que besaran el féretro antes de que lo cubriesen de tierra.

También Joséphine se preguntaba cómo había podido pasar nueve meses en el vientre de esa mujer que decía ser su madre.

El día en el que había sido contratada por el CNRS -estaba entre los tres candidatos elegidos de los ciento veintitrés que optaban al puesto-y se había precipitado hasta el teléfono para anunciárselo a su madre y a Iris, se había visto obligada a repetirlo, a desgañitarse, pues ni la una ni la otra comprendían su entusiasmo. ¿CNRS? ¿Qué iba a hacer ella en aquel antro?

Tuvo que hacerse a la idea: ella no les interesaba en absoluto. Hacía tiempo que estaba convencida de ello, pero aquello fue la confirmación. Sólo su boda con Antoine las había estimulado. Al casarse, se hacía por fin inteligible. Dejaba de ser un genio desgarbado para convertirse en una mujer como las demás, con un corazón que conquistar, un vientre que fecundar, un piso a decorar.

Pronto, la señora madre e Iris se sintieron defraudadas: Antoine no daría nunca la talla. La raya de su pantalón estaba demasiado marcada -falta de encanto-, sus calcetines eran demasiado cortos -falta de clase-, su sueldo insuficiente y de procedencia dudosa -vender fusiles, ¡eso es una infamia!-y sobre todo, sobre todo, se sentía tan intimidado por su familia política que se ponía a sudar profusamente en su presencia. No una ligera sudoración que dibujara aureolas delicadas en sus axilas, sino un sudor abundante que empapaba su camisa y que le forzaba a ausentarse para enjuagarse. Un defecto manifiesto que no podía pasar desapercibido y que ponía a todo el mundo en una situación incómoda. Sólo le pasaba delante de su familia política. Nunca había sudado en Gunman and Co. Nunca. «Debe de ser porque te pasas la vida al aire libre -intentaba justificarle Joséphine mientras le tendía la camisa de recambio que llevaba a todas las reuniones familiares-. ¡Nunca podrías trabajar en un despacho!».

De pronto, Joséphine sintió un arrebato piadoso hacia Antoine y, olvidando su actitud de reserva que se había prometido adoptar, se dejó llevar y se lo contó a Iris.

– ¡Acabo de echarle! ¡Oh, Iris! ¿Qué nos va a pasar ahora?

– ¿Has puesto de patitas en la calle a Antoine? ¿Definitivamente?

– Ya no podía más. Es bueno, no resulta fácil para él, es cierto, pero… Ya no aguanto verle sin hacer nada. Quizás me faltó valor, pero…

– ¿Estás segura de que eso es todo? No habrá otra razón que no me estás contando…

Iris había bajado el tono. Usaba ahora su voz de confesor, la que empleaba cuando quería arrancarle confidencias a su hermana. Joséphine no podía ocultarle nada a Iris. Siempre se rendía, incapaz de disimular el más diminuto de sus pensamientos. Peor aún: le ofrecía su secreto. Tenía la impresión de que era la única forma de atraer su atención, la única forma de ser amada.

– Tú no sabes lo que es vivir con un marido en paro… Cuando trabajo, llego a tener mala conciencia. Trabajo a escondidas, entre la piel de las patatas y las cacerolas.

Miró la mesa de la cocina y se dijo que tendría que recogerla antes de que las niñas volviesen del colegio para comer. Había hecho cálculos, le salía más barato que el comedor del colegio.

– Creía que al cabo de un año te habrías acostumbrado.

– ¡Qué mala eres!

– Perdóname, querida. Pero parecías haberlo aceptado. Siempre le defendías… Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora?

– No tengo la menor idea. Voy a seguir trabajando, eso seguro, pero necesito encontrar algo más… Alguna clase de francés, de gramática, de ortografía, no lo sé, yo…

– No debería de ser muy difícil, ¡hay tantos malos estudiantes hoy en día! Empezando por tu sobrino. Alexandre volvió ayer del colegio con un cero con cinco en dictado. ¡Un cero con cinco! Si hubieses visto la cara de su padre… ¡Pensé que iba a morirse de un ataque!

Joséphine no pudo evitar sonreír. El excelente Philippe Dupin, ¡padre de un mal estudiante!

– En su colegio, la maestra quita tres puntos por falta, ¡la nota baja muy rápido!

Alexandre era el hijo único de Philippe e Iris Dupin. Tenía diez años, la misma edad que Zoé. Siempre estaban conversando debajo de la mesa, con aspecto serio y concentrado, o construyendo, en silencio, maquetas gigantes, alejados de las reuniones familiares. Se comunicaban intercambiando guiños y signos que utilizaban como un auténtico lenguaje, lo que irritaba a Iris, que predecía un desprendimiento de retina para su hijo o, cuando se enfadaba de verdad, una segura idiotez. «¡Mi hijo va a terminar idiota y lleno de tics por culpa de tu hija!», pronosticaba señalando a Zoé con el dedo.

– ¿Las niñas están al corriente?

– Todavía no…

– Ah… ¿Y cómo se lo vas a decir?

Joséphine permaneció en silencio, rascando con la uña el borde de la mesa de fórmica, formando una bolita negra que tiró al fuego de la cocina.