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—Me patearon, me echaron, me despidieron.

—Choca esos cinco. Y luego explícate. ¿Les dijiste dit-dit-dit?

Pete lo miró con repentina admiración.

—¿Eso hiciste?

—Tengo una testigo. ¿Qué hiciste tú?

—Les dije lo que pensaba que era y creen que estoy loco.

—¿Lo estás?

—Sí.

—Bien — dijo George —. Entonces queremos oírlo... — Chasqueó los dedos. — ¿Qué pasa con la televisión?

—Lo mismo. El mismo sonido en audio, y la imagen tiembla y se desdibuja con cada punto o guión. En este momento es sólo un borrón.

—Maravilloso. Y ahora dime qué ocurre. No me importa lo que sea, mientras no sea una trivialidad, pero quiero saber.

—Creo que es el espacio. El espacio está distorsionado.

—El viejo amigo, el espacio — dijo George Bailey.

—George — dijo Maisie —, cáIlate por favor. Quiero oír esto.

—El espacio — dijo Pete — también es finito. — Se sirvió otra copa. — Recorres cierta distancia en cualquier dirección y vuelves al punto de partida. Como una hormiga arrastrándose alrededor de una manzana.

—Mejor una naranja — dijo George.

—De acuerdo, una naranja. Ahora supongamos que las primeras ondas de radio jamás emitidas acaban de terminar el viaje de vuelta. En cincuenta y seis años.

—¿Cincuenta y seis años? Pero pensé que las ondas de radio viajaban a la misma velocidad que la luz. Si es así, en cincuenta y seis años sólo pudieron recorrer cincuenta y seis años-luz, y eso no puede ser todo el universo porque se sabe que hay galaxias a millones o quizá miles de millones de años-luz. No recuerdo las cifras, Pete, pero nuestra galaxia sola tiene mucha más extensión que cincuenta y seis años-luz.

Pete Mulvaney suspiró.

—Por eso digo que el espacio debe estar distorsionado. Hay un atajo en alguna parte.

—¿Un atajo tan corto? No puede ser.

—Pero George, escucha lo que se está recibiendo. ¿Entiendes el código?

—Ya no. No a esa velocidad, al menos.

—Bien, yo sí lo entiendo — dijo Pete —. Ésa es la jerga de los primeros radioaficionados norteamericanos. Son los sonidos que llenaban el aire antes que se iniciaran las emisiones radiales normales. Es la jerga, las abreviaturas, la cháchara del granero al altillo de los aficionados con claves, con cohesores Marconi o detectores Fessenden... y pronto oirás un solo de violín. Te diré cuál es.

—¿Cuál?

—El Largo de Handel. El primer disco fonográfico transmitido por radio. Fessenden lo emitió desde Brant Rock en 1906. Oirás su CQ-CQ en cualquier momento. Te apuesto un trago.

—De acuerdo. ¿Pero qué era el dit-dit-dit que empezó todo esto?

Mulvaney sonrió.

—Marconi, George. ¿Cuál fue la señal más poderosa jamás emitida, cuándo y por quién?

—¿Marconi? ¿Dit-dit-dit? ¿Hace cincuenta y seis años?

—Eres un buen alumno. La primera señal transatlántica, el 12 de diciembre de 1901. Durante tres horas la gran estación de Marconi en Poldhu, con postes de más de sesenta metros, envió una S intermitente, dit-dit-dit, mientras Marconi y dos asistentes, en St. Johns, Terranova, remontaban una antena a ciento veinte metros en una cometa hasta que al fin captaron la señal. A través del Atlántico. George, con chispas que saltaban de las grandes botellas de Leyden en Poldhu y 20.000 voltios brincando de las tremendas antenas...

—Un minuto, Pete, hay algo que no encaja. Si eso fue en 1901 y la primera emisión radial fue en 1906, pasarán cinco años antes que la emisión de Fessenden llegue aquí por la misma ruta. Aun si hay un atajo de cincuenta y seis años-luz en el espacio y aun si esas señales no se debilitaron tanto en el viaje como para que no podamos oírlas... es una locura.

—Te previne que lo era — dijo Pete desanimadamente —. Caray. esas señales serían tan infinitesimales después de viajar tan lejos que en la práctica no existirían. Más aún, están en todas las bandas, desde las microondas para arriba, y en todas tienen la misma fuerza. Y, como dices tú, ya hemos recibido casi cinco años en dos horas, lo cual no es posible. Te dije que era una locura.

—Pero...

—Sshhh. Escucha — dijo Pete.

Una voz borrosa pero inequívocamente humana venía de la radio, mezclándose con los chasquidos del código. Y luego una música débil y cascada, pero inequívocamente de violín. El Largo de Handel.

Sólo que de pronto se agudizó como si escalara de clave en clave, hasta volverse tan estridente que lastimaba el oído. Y siguió hasta pasar el límite de lo audible y no pudieron oírla más.

—Apaguen ya esa maldita cosa — dijo alguien. Alguien la apagó, pero esta vez nadie volvió a encenderla.

—Yo mismo no lo creía — dijo Pete —. Y hay otro elemento en contra, George. Esas señales afectan también la televisión, y las ondas de radio no tienen la longitud adecuada para eso. — Meneó la cabeza lentamente. — Tiene que haber otra explicación, George. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que estoy equivocado.

Tenía razón: estaba equivocado.

—Descabellado — dijo el señor Ogilvie.

Se quitó las gafas, frunció el ceño, y se las caló de nuevo. Miró a través de ellas los papeles que tenía en la mano y los arrojó desdeñosamente sobre el escritorio. Los papeles resbalaron hasta descansar contra la placa triangular que rezaba:

B.R. OGILVIE
Jefe de redacción

—Descabellado — repitió.

Casey Blair, su mejor reportero, sopló un anillo de humo y lo atravesó con el índice.

—¿Por qué? — preguntó.

—Porque... caramba, es absolutamente descabellado.

—Ahora son las tres de la mañana — dijo Casey Blair —. La interferencia ha durado cinco horas y no hay un solo programa por televisión ni por radio. Todas las estaciones importantes de radio y televisión del mundo entero han dejado de trasmitir. Por dos razones. Una, sólo estaban gastando corriente. Dos, las secretarías de Comunicaciones de sus respectivos gobiernos les solicitaron que cesaran de trasmitir para colaborar en las campañas de rastreo. Hace cinco horas, desde el comienzo de la interferencia, que están trabajando con todo lo que tienen. ¿Y qué han averiguado?

—¡Es descabellado! — dijo el jefe de redacción.

—De acuerdo, pero es cierto. Greenwich, a las once de la noche hora de Nueva York (traduciré todas las horas a la de Nueva York) encontró algo en la dirección de Miami. Viró hacia el norte hasta qué a las dos la dirección era aproximadamente la de Richmond. Virginia. A las once San Francisco encontró algo en la dirección de Denver; tres horas más tarde viró al sur, hacia Tucson. En el hemisferio sur: señales captadas en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, viraron de la dirección de Buenos Aires a la de Río de Janeiro, mil quinientos kilómetros al norte. Nueva York a las once recibía señales débiles de Madrid, pero a las dos no recibía ninguna señal. — Soltó otro anillo de humo. — ¿Quizá porque las antenas de cuadro que usan sólo giran en un plano horizontal?

—Absurdo.

—Me gusta más «descabellado», señor Ogilvie. Es descabellado, pero no absurdo. Yo estoy muerto de miedo. Esas líneas, y todas las señales de que hemos oído hablar, corren en la misma dirección si uno las toma como líneas rectas trazadas como tangentes de la Tierra en vez de curvarlas alrededor de la superficie. Yo lo hice con un pequeño globo terráqueo y un mapa estelar. Convergen en la constelación de Leo. — Se inclinó y tocó con el índice la primera página del artículo que acababa de entregar. — Las estaciones que están directamente bajo Leo no reciben ninguna señal. Las estaciones que están en lo que sería el perímetro de la Tierra respecto de ese punto reciben las señales más fuertes. Escuche, si prefiere haga revisar esas cifras por un astrónomo antes de publicar la nota, pero hágalo pronto... a menos que quiera leer la noticia en otros diarios primero.