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—Pero la ionosfera, Casey... ¿no se supone que detiene todas las ondas de radio y las hace rebotar?

—Claro que sí. Pero quizá hay una filtración. O quizá las señales pueden atravesarla desde afuera aunque no puedan salir desde adentro. No es una pared sólida.

—Pero...

—Lo sé, es descabellado. Pero allí está. Y nos falta sólo una hora para cerrar. Será mejor que mande esta nota pronto y la haga componer mientras hace revisar mis datos y direcciones. Además, usted querrá cerciorarse de algo más.

—¿Qué?

—Yo no tenía los datos para corroborar la posición de los planetas. Leo está en la eclíptica; un planeta podría interponerse entre aquí y allá. Marte, tal vez.

Los ojos del señor Ogilvie se iluminaron y se opacaron de nuevo.

—Blair — dijo —, si usted se equivoca seremos el hazmerreír del mundo.

—¿Y si tengo razón?

El jefe de redacción tomó el teléfono y ladró una orden.

Titular del 6 de abril del Morning Messenger de Nueva York, última edición (6 de la mañana):

INTERFERENCIA RADIAL VIENE DEL ESPACIO SE ORIGINA EN LEO

Seres ajenos al sistema solar intentarían comunicarse.

Todas las emisiones de radio y televisión fueron suspendidas.

Las acciones de las empresas radiales y televisivas abrieron varios puntos por encima de la cotización del día anterior, y luego bajaron abruptamente hasta mediodía, cuando una moderada estampida de compradores las hizo subir un poco.

La reacción del público era ambigua; la gente que no tenía radio salió precipitadamente a comprar una, y las ventas subieron, especialmente en aparatos portátiles y de mesa. Por otra parte, no se vendió ningún televisor. Con la suspensión de las emisiones no había imágenes en las pantallas, ni siquiera imágenes borrosas. Los circuitos de audio, cuando se los encendía, emitían el mismo murmullo que los receptores de radio. Lo cual, como Pete Mulvaney le había señalado a George Bailey, era imposible; las ondas de radio no pueden activar los circuitos de audio de los televisores. Pero éstas los activaban, y eran ondas de radio.

En los aparatos de radio aparecían ondas de radio, aunque horriblemente trituradas. Nadie podía escucharlas mucho tiempo. Había momentos fugaces en que, por varios segundos consecutivos, uno podía reconocer la voz de Will Rogers o Geraldine Farrar, o pescar instantes de la pelea Dempsey-Carpentier o la excitación de Pearl Harbor (¿recuerdan Pearl Harbor?). Pero las cosas dignas de oírse eran raras. En general era una mezcla ininteligible de radioteatro, publicidad y jirones desafinados de lo que una vez había sido música. Era totalmente indiscriminado, y totalmente insoportable.

Peco la curiosidad es una motivación poderosa. Hubo un breve auge de venta de radios por unos días.

Hubo otros auges, menos explicables, más difíciles de analizar. Hubo un alza repentina en la venta de escopetas y armas portátiles que evocaba el pánico causado en 1938 por los marcianos de Wells-Welles. Las Biblias se vendían tanto como los libros de astronomía, y los libros de astronomía se vendían como pan caliente. Una zona del país demostró un repentino interés en los pararrayos; los constructores fueron inundados con pedidos de instalación inmediata.

Por alguna razón que nunca se ha aclarado del todo hubo una fiebre de venta de anzuelos en Mobile, Alabama; todas las ferreterías y tiendas deportivas los vendieron en pocas horas.

Las bibliotecas públicas y las librerías fueron despojadas de los libros de astrología y los libros sobre Marte. Sí, sobre Marte, pese a que Marte estaba en ese momento del otro lado del sol y que toda nota periodística sobre el tema enfatizaba que ningún planeta se interponía entre la Tierra y la constelación de Leo.

Algo extraño ocurría, y no se disponía de noticias sobre las novedades excepto a través de los diarios. La gente se apiñaba frente a los edificios de los diarios a la espera de cada edición. Los jefes de producción enloquecían.

La gente también se reunía en pequeños grupos de curiosos alrededor de los silenciosos estudios y estaciones de emisión, hablando en voz baja como en un velorio. Las puertas de la emisora estaban cerradas, aunque había un portero encargado de hacer entrar a los técnicos que intentaban encontrar una respuesta al problema. Algunos de los técnicos que habían trabajado el día anterior acababan de pasar más de veinticuatro horas en vela.

George Bailey despertó al mediodía, con sólo una pequeña jaqueca. Se afeitó y duchó, salió, tomó un desayuno ligero y se sintió mejor. Compró las primeras ediciones de los diarios de la tarde, las leyó, sonrió.

Su corazonada había sido correcta: fuera lo que fuese, no era una trivialidad.

Pero ¿qué era?

Las últimas ediciones de los diarios de la tarde lo anunciaron.

INVADEN LA TIERRA SEGÚN CIENTÍFICO

El cuerpo treinta y seis era el mayor que tenían; lo usaron. Ni un solo diario fue distribuido esa tarde. Los repartidores eran prácticamente asaltados cuando iniciaban su recorrido. Vendían diarios en vez de repartirlos; los más listos los vendían a un dólar el ejemplar. Los tontos y honestos que no querían venderlos porque pensaban que los diarios correspondían a los clientes regulares del reparto los perdieron de todos modos. La gente se los arrebató.

Las últimas ediciones apenas cambiaron el titular. Es decir, apenas desde un punto de vista tipográfico. Pero el cambio en el significado era tremendo. Decía:

INVADEN LA TIERRA SEGÚN CIENTÍFICOS

Es increíble el efecto que puede producir una sola S.

Carnegie Hall rompió esa noche todas las tradiciones con una conferencia a última hora. Una conferencia no programada ni publicitada. El profesor Helmetz había bajado del tren a las once y media y una multitud de reporteros lo estaba esperando. Helmetz, de Harvard, había sido el científico (en singular) que figuraba en el primer titular.

Harvey Amhers, jefe del directorio del Carnegie Hall, se había abierto paso en la multitud. En el trayecto perdió las gafas, el sombrero y el aliento. pero aferró el brazo de Helmetz y se colgó de él hasta que recobró el habla.

—Queremos que hable usted en Carnegie, profesor — gritó al oído de Helmetz —. Cinco mil dólares por una conferencia sobre los invasores.

—Desde luego. ¿Mañana a la tarde?

—¡Ahora! Tengo un taxi esperando. Venga.

—Pero...

—Le conseguimos público. ¡De prisa! — Se volvió hacia la multitud. — Abran paso. Es imposible oír al profesor aquí. Vengan al Carnegie Hall y él les hablará. Y corran la voz en el camino.

Tanto se corrió la voz que el Carnegie Hall estaba atestado cuando el profesor empezó a hablar. Poco después instalaron un sistema de altoparlantes para que la gente de afuera pudiera oír. A la una de la mañana las calles estaban atestadas en cuadras a la redonda.

No había en la Tierra un patrocinador con un millón de dólares a su nombre que no hubiera dado gustosamente un millón de dólares por el privilegio de patrocinar esa conferencia en televisión o radio, pero no fue emitida por radio ni por televisión. Ambas líneas estaban ocupadas.

—¿Alguna pregunta? — dijo el profesor Helmetz.

Un reportero de la primera fila se adelantó a los demás.

—Profesor — erijo —, ¿todas las estaciones rastreadoras de la Tierra han confirmado lo que usted nos dijo esta tarde sobre los cambios de dirección?