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—Sí, absolutamente. Alrededor del mediodía todas las indicaciones direccionales empezaron a debilitarse. A las tres menos cuarto, hora del Este, cesaron por completo. Hasta entonces las ondas radiales procedían del cielo, cambiando continuamente de dirección con respecto a la superficie de la Tierra, pero constantes con respecto a un punto en la constelación de Leo.

—¿Qué estrella de Leo?

—Ninguna estrella visible en nuestros mapas. Tampoco venían de un punto en el espacio o de una estrella demasiado débil para nuestros telescopios.

—Pero a las tres menos cuarto de la tarde de hoy (o mejor dicho de ayer, pues ya ha pasado medianoche) todos los rastreadores de dirección dejaron de funcionar. Aun así las señales persistían, y venían de todas partes por igual. Todos los invasores estaban aquí.

»No se puede llegar a otra conclusión. Ahora la Tierra está rodeada, totalmente cubierta, por ondas de tipo radial que no tienen un punto de origen, que viajan incesantemente alrededor de la Tierra en todas las direcciones, cambiando de forma a voluntad. Esa forma actualmente sigue imitando las señales radiales originadas en la Tierra que les llamaron la atención y las trajeron aquí.

—¿Cree usted que era de una estrella que no podemos ver, o pudo haber sido realmente un mero punto en el espacio?

—Quizá de un punto en el espacio. ¿Y por qué no? No son criaturas materiales. Si vinieron aquí desde una estrella, tiene que ser una estrella muy oscura para que nos resulte invisible, pues estaría relativamente cerca de nosotros... a sólo veintiocho años-luz, que es muy poco en términos de distancias estelares.

—¿Cómo puede usted saber la distancia?

—Partiendo del muy razonable supuesto de que iniciaron el viaje cuando descubrieron nuestras señales de radio: la emisión en código de Marconi hace cincuenta y seis años, las eses intermitentes. Como ésa fue la forma adoptada por los primeros en llegar, suponemos que iniciaron el viaje cuando encontraron esas señales. Las señales de Marconi, viajando a la velocidad de la luz, habrían llegado a un punto a veintiocho años-luz de distancia hace veintiocho años; los invasores, viajando también a la velocidad de la luz, necesitarían el mismo tiempo para llegar hasta nosotros.

»Como sería de esperar, sólo los primero en llegar cobraron forma de código Morse. Los siguientes llegaron con la forma de otras ondas que encontraron y pasaron, o quizás absorbieron, en su viaje a la Tierra. Ahora están vagando alrededor de la Tierra, como quien dice, fragmentos de los últimos programas que se irradiaron, pero todavía no han sido identificados.

—Profesor, ¿puede usted describir a uno de esos invasores?

—Tanto como puedo describir una onda de radio. De hecho, son ondas de radio, aunque no provengan de ninguna emisora. Son una forma de vida que depende del movimiento de las ondas, tal como nuestra forma de vida depende de la vibración de la materia.

—¿Tienen tamaños diferentes?

—Sí, en dos sentidos de la palabra tamaño. Las ondas de radio se miden de cresta a cresta, medida que se conoce como longitud de onda. Como tos invasores cubren todo el espectro de recepción de nuestros aparatos de radio y televisión es obvio que sucede una de dos cosas: o vienen en todos los tamaños cresta-a-cresta o cada cual puede cambiar su medida cresta-a-cresta para adaptarse a la sintonía de cualquier receptor.

»Pero eso es sólo en cuanto a la longitud cresta-a-cresta. En un sentido puede decirse que una onda de radio tiene una longitud general determinada por su duración. Si una emisora irradia un programa que tiene una duración de un segundo, una onda que lleva ese programa tiene un segundo-luz de longitud, unos 300.000 kilómetros. Un programa de media hora continua está, por así decirlo, en una onda continua de media hora-luz de longitud, y así sucesivamente.

»Tomando esa forma de longitud, cada invasor varía en longitud desde unos miles de kilómetros, una duración de una pequeña fracción de segundo, hasta un millón de kilómetros de longitud, una duración de varios segundos. El fragmento continuo más largo de cualquier programa que se haya observado ha sido de unos siete segundos.

—Pero, profesor Helmetz, ¿por qué supone usted que esas ondas son seres vivientes, una forma de vida? ¿Por qué no meras ondas?

—Porque si fueran «meras ondas» como dice usted, seguirían ciertas leyes, tal como la materia inanimada sigue ciertas leyes. Un animal puede trepar cuesta arriba, por ejemplo; una piedra no puede hacerlo a menos que la impulse una fuerza externa. Estos invasores son formas de vida porque demuestran volición, porque pueden cambiar de rumbo, y ante todo porque conservan su identidad; dos señales nunca se confunden en el mismo receptor de radio. Se siguen una a otra pero no llegan simultáneamente. No se mezclan como lo harían normalmente las señales en la misma longitud de onda. No son «meras ondas».

—¿Diría usted que son inteligentes?.

El profesor Helmetz se quitó las gafas y las lustró pensativamente.

—Dudo que alguna vez lo sepamos — dijo —. La inteligencia de tales seres, si existe, estaría en un plano tan distinto del nuestro que no habría un punto común desde el cual iniciar una comunicación. Nosotros somos materiales; ellos son inmateriales. No existe un terreno común a ambos.

—Pero si tienen algún grado de inteligencia...

—Las hormigas son inteligentes, en cierto modo. Llámelo instinto si quiere, pero el instinto es una forma de inteligencia; al menos las capacita para realizar algunas de las cosas que la inteligencia las capacitaría para realizar. Aun así no podemos establecer comunicación con las hormigas, y es mucho menos probable que podamos establecer comunicación con estos invasores. La diferencia genérica entre la inteligencia de las hormigas y la nuestra no sería nada comparada con la diferencia genérica entre la inteligencia de los invasores, si la tienen, y la nuestra. No, dudo que alguna vez nos comuniquemos.

El profesor estaba en lo cierto. Jamás se llegó a establecer comunicación con los invasores.

Las acciones de las compañías radiales se estabilizaron en la bolsa al día siguiente. Pero un día después alguien hizo al doctor Helmetz una pregunta crucial y los diarios publicaron su respuesta:

—¿Reiniciar las emisiones? No sé si alguna vez lo haremos. Por cierto no podremos hacerlo hasta que se vayan los invasores, y no tienen por qué irse. A menos que la comunicación radial sea perfeccionada en algún planeta lejano y sean atraídos hacia allá.

»Pero al menos algunos de ellos regresarían en cuanto reiniciáramos las transmisiones.

Las acciones de la radio y la televisión bajaron prácticamente a cero en una hora. Sin embargo, no hubo escenas frenéticas en centros financieros; no hubo ventas frenéticas porque no había compras, ni frenéticas ni de ninguna clase. Ninguna acción de las radios cambió de manos.

Los empleados y actores de radio y televisión empezaron a buscar otro trabajo. Los actores no tuvieron problema en encontrarlo. Todas las demás formas de espectáculo florecían como nunca.

—Van dos — dijo George Bailey. El barman le preguntó qué quería decir.

—No sé, Hank. Es sólo una corazonada.

—¿Qué clase de corazonada?

—Ni siquiera sé eso. Báteme otro de ésos y luego me iré.

La batidora eléctrica no funcionaba y Hank tuvo que batir la bebida a mano.

—Buen ejercicio. Es justo lo que necesitas — dijo George —. Te quitará un poco de grasa:

Hank gruñó, y el hielo tintineó alegremente mientras él inclinaba la coctelera para servir el trago.

George Bailey se tomó su tiempo para beberlo y luego salió a un chaparrón de primavera. Se detuvo bajo el toldo y esperó un taxi. También había un viejo esperando.

—Qué tiempo — dilo George.