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Las pocas máquinas de vapor estacionarias disponibles trabajaban las veinticuatro horas en esos primeros días, y lo primero que se les encomendó fue la activación de los tornos, estampadores, cepillos mecánicos y molinos que trabajaban para fabricar más máquinas de vapor estacionarias de todos los tamaños. Éstas, a su vez, fueron puestas a trabajar para fabricar aún más máquinas de vapor. El número de máquinas de vapor creció exponencialmente, tal como el número de caballos. El principio era el mismo. Uno podría, y muchos lo hicieron, referirse a esas primeras máquinas de vapor como a sementales. Al menos, no faltaba metal para fabricarlas. Las fábricas estaban llenas de maquinaria no convertible que esperaba para ser fundida.

Sólo cuando las máquinas de vapor — base de la nueva economía fabril — estuvieron en plena producción, fueron asignadas a la maquinaria destinada a manufacturar otros artículos: lámparas de aceite, ropas, cocinas de carbón, cocinas de petróleo, bañeras, y camas.

No todas las grandes fábricas fueron convertidas. Pues mientras continuaba el período de conversión, las artesanías individuales se desarrollaron en miles de lugares. Pequeños talleres de uno o dos operarios fabricaban y reparaban muebles, zapatos, velas, todas las cosas que podían hacerse sin maquinaria compleja. Al principio esos pequeños talleres hicieron pequeñas fortunas porque no tenían competencia de la industria pesada. Más tarde, compraron pequeñas máquinas de vapor para impulsar pequeñas máquinas y sobrevivieron, creciendo con el florecimiento causado por la normalización del empleo y el poder adquisitivo, expandiéndose gradualmente hasta que muchos de ellos rivalizaron con las fábricas más grandes en productividad y las superaron en calidad.

Durante el período de readaptación económica hubo sufrimiento, pero menos del que había habido durante la gran depresión de la década del treinta. Y la recuperación fue más rápida.

La razón era obvia: al combatir la depresión, los legisladores trabajaban en la oscuridad. No conocían la causa — mejor dicho, conocían mil teorías conflictivas sobre la causa — y no conocían el remedio.

Los trababa la idea de que el problema era temporario y se solucionaría por sí solo si no intervenían.

En pocas palabras, no sabían de qué se trataba, y mientras ellos experimentaban el fenómeno cobraba proporciones gigantescas.

Pero la situación que enfrentaba el país, y todos los demás países en 1957, era nítida y obvia. No habría más electricidad. Había que volver al vapor y la tracción a sangre.

Era así de sencillo y, claro, y no había peros ni alternativas. Y toda la gente — excepto los chiflados de siempre — respondió.

En 1961...

Era un lluvioso día de abril y George Bailey esperaba bajo el techo de la pequeña estación de ferrocarril de Blakestown, Connecticut, para ver quién vendría en el de las 3:14.

Entró a las 3:25 y frenó entre bufidos, tres vagones de pasajeros y uno para el equipaje. La portezuela del vagón de equipajes se abrió. Descargaron una bolsa de correspondencia y la portezuela se cerró de nuevo. No había equipaje, de modo que quizá no hubiera pasajeros.

De pronto, al ver a un hombre alto y moreno que bajaba del estribo del último vagón, George Bailey soltó un hurra de alegría.

—¡Pete! ¡Pete Mulvaney! ¿Qué diablos...?

—¡Bailey, por todos los cielos! ¿Qué haces aquí?

George aferró la mano de Pete.

—¿Yo? Yo vivo aquí. Hace dos años. Compré el Blakestown Weekly en el 59, por una bicoca, y me hice cargo... redactor, reportero y ordenanza. Tengo un impresor que me ayuda con esa parte, y Maisie se encarga de las noticias sociales. Ella es...

—¿Maisie? ¿Maisie Hetterman?

—Ahora es Maisie Bailey. Nos casamos cuando compré el diario y nos mudamos aquí. ¿A qué has venido, Pete?

—Viaje de negocios. Sólo pasaré la noche. Debo ver a un tal Wilcox...

—Ah, Wilcox. Nuestro excéntrico local... pero no me interpretes mal; es un individuo bastante listo. Bien, podrás verlo mañana. Ahora vendrás conmigo. Cenarás y dormirás en casa. Maisie se alegrará de verte. Vamos, tengo el carro afuera.

—Claro. ¿Has terminado can el asunto que te traía aquí?

—Sí. Sólo venía a enterarme de quién llegaba en el tren. Y has llegado tú, así que vamos.

Subieron al carro, y George empuñó las riendas y azuzó a la yegua:

—Vamos, Bessie. — Luego preguntó: — ¿Qué haces aquí, Pete?

—Investigo. Para una compañía de gas. Estuve trabajando en una gasa incandescente más eficaz, que dará más luz y será menos destructible. El tal Wilcox nos escribió que tenía algo en esa línea; la compañía me envió a echarle un vistazo. Si tiene lo que él dice, lo llevaré conmigo a Nueva York y dejaré que los abogados de la compañía se arreglen con él.

—¿Cómo andan los negocios, por lo demás?

—Muy bien, George. Gas, ésa es la clave ahora. En cada casa nueva se instalan cañerías para eso, y en muchas de las viejas. ¿Qué cuentas tú?

—Nos va bien. Por suerte teníamos una de esas viejas linotipias que fundía los tipos con un mechero de gas, de modo que la instalación ya estaba hecha. Y nuestra casa está encima de la oficina y el taller, de modo que sólo tuvimos que prolongar las cañerías hacia arriba. El gas es grandioso. ¿Cómo anda Nueva York?

—Bien George. Ha llegado a tener un millón de habitantes, y se ha estabilizado allí. No hay apiñamiento y sobra lugar para todos. El aire... vaya, es mejor que Atlantic City, sin el humo de los escapes.

—¿Aún hay suficientes caballos?

—Casi. Pero lo que está de moda es la bicicleta; las fábricas no alcanzan a cubrir la demanda. Hay un club de ciclistas en casi todas las cuadras, y los que están físicamente capacitados van y vienen del trabajo en bicicleta. Les hace bien, además; en pocos años los médicos estarán en apuros.

—¿Tú tienes una bicicleta?

—Claro, una anterior a la invasión. Hago un promedio de siete kilómetros diarios en ella, y como igual que un caballo.

George Bailey rió.

—Diré a Maisie que incluya un poco de heno en la cena. Bien, aquí estamos. Alto, Bessie.

Arriba se abrió una ventana, y Maisie se asomó y miró hacia abajo.

—¡Hola, Pete! — saludó.

—Un plato extra, Maisie — dijo George —. Subiremos pronto, en cuanto guarde la yegua y le muestre a Pete la planta baja.

Cuando salieron del establo, hizo entrar a Pete por la puerta trasera del taller.

—¡Nuestra linotipia! — anunció orgullosamente, señalándola.

—¿Cómo funciona? ¿Dónde está tu máquina de vapor?

George sonrió.

—Aún no funciona; todavía ponemos los tipos a mano. Sólo pude conseguir una máquina de vapor y tuve que usarla para imprimir. Pero he mandado pedir una para la linotipia, y llegará en un mes. Cuando la tengamos, Pop Jenkins, mi impresor, me enseñará a manejarla y se quedará sin trabajo. Con la linotipia en marcha, puedo encargarme de todo personalmente.

—¿No es duro para Pop?

George meneó la cabeza.

—Pop espera ese día con ansiedad. Tiene sesenta y nueve años y quiere jubilarse. Se quedará sólo hasta que yo pueda arreglarme sin él. Aquí está la imprenta... una pequeña Miehle, una joya; y la hacemos trabajar bastante. Y aquí al frente tienes la oficina. Desordenada, pero eficaz.

Mulvaney echó una mirada y sonrió.

—George, creo que has encontrado tu vocación. Tenías pasta para editor de pueblo.