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Y yo me preguntaba: ¿Cómo les saldrá tan fácil a ellos? ¿Cómo se las arreglarán para poner por orden todos los sonidos en ese fuelle de dentro? Fuencisla había dicho: «Déjenlo ustedes, se hará un lío de tanto pensar.» Claro que me hacía un lío. Ella es la que acertó, como acertaba en casi todo. En lo de los otros, quiero decir. Porque para sí misma, la pobre, era una catástrofe. Y eso luego quedó bien claro.

Una noche me desperté, di la luz y no estaba Lola. Acababa de soñar algo que me dio miedo, de caerse a un sitio oscuro sería, porque todas mis pesadillas tratan de lo mismo. Y me quedé encogido entre las sábanas. No se oían ruidos por la casa, ni del patio llegaban luces. Por fin me atreví a levantarme y salí al pasillo. Andaba desorientado, de eso que no sabes en qué puerta parar, como cuando te ponen un acertijo. Pedro a lo mejor estaría estudiando, porque se quedaba de noche, pero Pedro no me servía. Mamá sí. Puse el oído y había venido papá, hacían aquellos resoplidos raros. Total que tampoco. No tenía más solución que Fuencisla. Ya otras veces había ido a su cuarto de noche, y aunque estuviera dormida, me hacía sitio en su cama un ratito.

Subí el escalón que separaba los dos pasillos y luego un cajón de madera que había arrimado mamá a la derecha para que yo pudiera llegar a la llave, «porque hay que ver este niño la manía que tiene con las llaves de la luz». La busqué a tientas. Las de aquella casa eran doradas, redonditas, sobresaliendo de la pared con una lágrima dura en medio; ya no hay de ésas. Le di para abajo a la lágrima de oro y la bombilla encendida colgando de un cordón largo no ayudaba a que pareciera real lo que dejaba ver; y las sombras se escondían a paso de tortuga dejando un rastro sobre las baldosas. Eran baldosas rojas con adornos picudos en blanco y había que pisar con cuidado porque algunas se movían. Si te ponías bizco, el dibujo se veía de otra manera.

Anduve un poco y me paré delante del tapiz. No podía ser. Al otro lado se oía ruido de pasos llegando. «¿Será que estoy dormido todavía?», pensé allí quieto, pegado a la pared. Y la idea me consolaba un poco, porque dormido nadie te pide que tomes este camino o el otro, las cosas te caen encima y qué le vamos a hacer. Pero no. De repente el tapiz se movió de verdad, no había duda, alguien estaba allí manoteando para salir, y la bailarina se retorcía. Visto y no visto. El bulto se hizo carne. Y apareció Lola.

¡Dios mío, qué susto se pegó al verme! Más que yo todavía. Y se enfadó, porque a ella asustarse le parece cosa de gente neura. «¡Hijo, pareces un fantasma! ¿Se puede saber lo que pintas ahí?» Pero nos miramos, y pensaría que quién fue a hablar de fantasmas, porque enseguida se puso a hacer bromas y a disimular, aunque me conoce, claro, y sabe que tonto no soy, la que más lo sabe. O sea que le salían las mentiras fatal. «Es que estoy ensayando una función que voy a hacer con Mati en el instituto, yo me escondo y ella dice: "¡Lejos de mí, sombra fingida!" Es una función de miedo, ¿sabes?» Ahuecaba la voz y movía mucho los brazos. Yo no hacía más que mirar el tapiz. Y Lola se inclinó a darme muchos besos, me cogió en brazos y me llevó al cuarto: «Tú calladito, ¿entiendes?, chitón del gato-ratón. Anda, guapo, vamos a dormir, que es tarde.» Bueno, era un pacto. Ella también me había guardado otros secretos.

Pero yo al día siguiente, a una hora en que sabía que no andaba nadie por allí, me acerqué de puntillas al tapiz. Parecía otra vez clavado, pero sólo estaba abrochado con unos corchetes a la pared. Los desabroché hasta donde llegaba yo de alto, metí la mano y detrás había una puerta. La empujé, pero debía de estar cerrada con llave y no cedió.

Entonces me acordé claramente de que antes de aparecer Lola había oído unos pasos bajando. Aquella puerta, lo supe seguro, comunicaba con la casa de los vecinos de arriba.

IV. EL ÁNGEL CAÍDO

El teléfono estaba en el pasillo de delante, encima de un estante con hueco debajo para las guías. Madera oscura y con marcas de haber apagado allí algún pitillo. Al que más llamaban era a Máximo. Chicas. Maripositas a la luz, como decía Fuencisla, que presumía de aquellas conquistas como si fueran propias.

«Pues, guapa, échale un galgo», contestaba, si se ponía ella. Porque, quitando a papá, era el que menos paraba en casa. También podía decir «A saber» o «Perdona, niña, yo recados no cojo», antes de colgar y desaparecer refunfuñando hacia la zona de atrás. «Condenado chico, va a dar guerra, éste va a dar guerra seguro, y además a la chita callando, claro, con ese ángel que tiene, así cualquiera.» Y se sonreía porque le quería mucho. Le queríamos todos. Caía en gracia. Bueno, a Pedro no sé si le caía en gracia, pero pasar de él tampoco podía, una mezcla rara. Yo lo que no me explico es que pudieran vivir tanto tiempo en el mismo cuarto con lo distintos que eran; y Pedro dando siempre la brasa con aquello de «te lo digo por tu bien», como si llevara un triangulito de Dios padre en la cabeza y un permiso en la manga para meterse en la vida de todos por ser el mayor. Pero con Máximo lo tenía crudo. Marcaba tal barrera entre su territorio y los sermones de los demás, que no le salpicaba ni la metralla, una especie de escudo tipo guerra de las galaxias. Invisible, pero lo llevaba siempre puesto. ¿Cómo se las arreglaría? A mí me daba envidia.

Con trece, catorce y quince años y aquel pelo ondulado un poco largo, negrísimo, era de morirse de guapo. Con ángel, como decía Fuencisla. Tenía mucho de ángel, sí, pero también de demonio. Y quien se figure feo al demonio es que no ha ido al Retiro de Madrid, donde tiene estatua, subido en su pedestal, bien alto. Y allí se ve claramente, para el que no lo sepa, que se está cayendo del cielo. A ver. Como que primero era un ángel. Un poco a su aire, pero ángel. Lo empujaron al abismo los propios colegas con los que vivía, porque ya harto de estar en las nubes dijo «non serviam», o sea que obedecer no entraba en sus planes. ¿Y qué? ¿Iba a dejar de ser guapo por eso? Pues no, señor. En ningún libro lo dice, ni en esa estatua tampoco se ve. Sólo que se tambalea y se pone una mano por visera, como si le deslumbrara el sol. El ángel caído. Ése es el nombre de la estatua al demonio, de las pocas que hay, o puede que la única, una preciosidad. En cambio luego en los concursos de la tele no pregunta nadie por el escultor que la inventó, don Ricardo Bellver; tampoco aparece su retrato en las enciclopedias, una injusticia. Yo voy mucho a esa plaza y me fijo en todos los detalles de la estatua de don Ricardo, que sigue allí, tal como él la puso y con razón, mirando al cielo, por mucha serpiente que le quiera enredar los pies y se le suba al cuerpo. ¡Qué frente tan limpia la del ángel caído! Luego ya en lo que esté tramando detrás de esa frente no nos vamos a meter nadie. Es una cuenta que prefiere llevar él solo.

Pues bueno, Máximo igual, siempre estaba tramando algo aunque los ojos no dieran pistas. Ahí entraba el toque de intriga, en el choque de la mirada tan azul con los cambios de voz o de gesto, que de pronto sin hacer ruido se había convertido en otro y parecía un tigre a punto de saltar. «Algo prepara. ¿Qué será?» Se lo preguntaba uno por inocente que fuera. Que además en casa inocente no lo éramos ninguno. A papá y a Pedro los ponía nerviosos; como yo luego también cuando fui creciendo. Claro que mi estilo de despistar es diferente, un poco más retorcido a lo mejor.

Cierro los ojos fuerte para acordarme de cómo era Máximo cuando vivíamos en Segovia. Y en esa pantalla fluorescente de dentro, que se diferencia de la del ratón en que todo lo sirve revuelto, sin poner orden, tecleo máximo y me salen datos sueltos como estrellitas rodeando el nombre, chispas de risa y de distancia. Risa porque era gracioso sin hacer chistes ni contarlos nunca, saltan frases suyas que te tronchas como al oírlas por primera vez, no se oxidan. Y distancia porque lo veías patinando o tocando la guitarra pero él andaba lejos, a su bola. Escapando. Eso sí, telegramas no paraba de mandar a los que supieran descifrarlos. Intentarlo, por lo menos, yo lo intentaba.