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– Bien. Pero ¿qué cosas hay? ¿Son muebles grandes?

– Bastante grandes, sí -reconoció-. A mi padre, que en paz descanse, le encantaba lo grande.

– Pues eso es un problema. Pero bueno, algo habrá más pequeño, tú no te preocupes. Se me ocurre una cosa. ¿Por qué no me lo eliges tú? Piensa a ver.

No pareció disgustarle aquella oferta de pacto. Apoyó la frente en la mano. Yo seguía atento a los ruidos de fuera. No se oía nada. Al cabo de un rato, la cara de papá se iluminó.

– ¡Ya está! Hay una cosa que sé que va a encantarte. Un poco grande, sí. Pero tu cuarto de Madrid es el doble de éste, supongo que cabrá.

Sonreía, como un niño al que le han hecho un regalo. Gestos así son los que tengo que almacenar en mi memoria para cuando me da por no sacarle más que defectos al hijo de ese duque que nos cedió a los dos su apellido. Y me acordé del juego del «veo-veo», que era de acertijos. Él lo tenía que conocer.

– ¿Con qué color y con qué letrita? -le pregunté.

Claro que lo conocía. Se echó a reír.

– Pues mira. Color caoba. Y letra b de burro.

– ¿Una biblioteca?

Dijo que sí con la cabeza.

– ¡Un diez! Pero lo más importante es lo que contiene. ¡La Enciclopedia Espasa! En setenta tomos y doce apéndices.

– ¿De verdad? ¿Una de color negro con letras doradas? Mi amigo Isidoro decía que encierra todo el saber del mundo. ¿Y está completa?

– Completa -declaró, triunfante.

Me levanté y le di un abrazo.

– Gracias, papá. Que la carguen en el camión de la mudanza y se acabaron las discusiones. A la casa del río te prometo venir un día contigo, los dos solos, cuando vivamos ya en Madrid. Y así tampoco se tiene que enfadar mamá. ¿Vale?

Quedamos de acuerdo, pero nunca cumplí la promesa ni él me la recordó. O sea que en la casa del río, que es mía según los papeles, no he llegado a entrar ni quiero. Se me quitaron para siempre las ganas, que sólo de niño tuve una vez. Y aunque luego mamá pidió perdón, hicieron las paces y nunca he vuelto a verla pataleando y con los pelos de punta, quedaba claro que aquel bien inmueble se había convertido para los restos en tema tabú.

Del dinero sí se habló desde el principio, claro, porque ése se mueve, canta y eran cifras seguidas de una burrada de ceros, que llegaron de distintos sitios y se amontonaban hasta formar una montaña de arena con jorobas. Por mucha manta que le eches encima al montón se la comen al instante los diablos con ojos de dólar que corretean por debajo, se aparean, se reproducen y nunca mueren saciados. Es plaga de roedores tozudos que asoman el hocico por todas las ranuras, y casi nadie se ve libre de entrar a su servicio, cosa que he ido aprendiendo a lo largo de estos años últimos casi con resignación porque no le veo al asunto vía de escape.

Pero, en fin, a lo que íbamos. Aquel bien inmueble con su escudo en la puerta y atestado de trastos enormes se ha quedado inmóvil durante nueve años, no sé si con Saturio incluido. En mis sueños aparece como un furgón oxidado, hundido unas veces al fondo del mar y otras empantanado en mitad de un desierto, ofuscado por las tormentas de arena. No sé si quedan cadáveres dentro, ahorcados de una viga. Menos mal que se salvó la Enciclopedia Espasa. Está intacta. Mi abuelo, el duque, no debía de ser muy culto.

El día 21 de septiembre nos mudamos a Madrid, a la casa del pasillo con alfombra de rombos. El mueble de caoba conteniendo todo el saber del mundo hubo que ponerlo en la entrada, porque en mi cuarto no cabía. A mamá sé que no le gustó ni un pelo, pero no dijo nada. Desde la bofetada se había vuelto otra.

IV. DE TERREMOTOS

Desde que vivimos en Madrid -y no hace ni diez años-, hemos cambiado de casa tres veces. Y a mejor barrio. No es algo extraño entre gente a quien los negocios le van viento en popa, un detalle estadístico sin interés. Si no fuera porque también nosotros nos hemos convertido en una familia de poco interés. De futuro bastante previsible, en general. El mío incierto, claro, como el de todos los hijos de papá de mi edad, aunque en la Selectividad hayamos sacado una nota alta; yo un nueve, que es mucho. En eso no me diferencio de los miembros del grupo que suelo frecuentar. Nos enfrentamos al dilema light de decidir por dónde se tira y qué opción promete mejor salida económica, atentos a los decretos ministeriales que rigen la elección de posibles másters, becas, concursos y otros cepos para competir. Sabemos mucho de eso los adolescentes. Y de casi todo. Nos pasamos continuamente información, y abruma convertirse en un banco de datos. A veces ponemos cara de rebeldía, y hasta de asco. Pero la grandeza de Hamlet o de Gary Coo- per en Solo ante el peligro, eso es de otros tiempos. Ninguno de mis conocidos se va a ver vendiendo La Farola ni tiene la más leve intención de discutir con espectros acerca de la consistencia del ser. Lo importante es estar al día de todo, uncirse al carro del progreso. Llegamos a estar mucho más enterados de lo que hay que hacer para conseguir algo que de la naturaleza de ese «algo». Y bajo tanta avalancha de información se van sepultando los sueños.

Pero bueno, quería hablar de las casas de Madrid, buscarles un motivo. Y no es fácil.

La primera la habían tomado por medio de una agencia, y desde el principio se declaró que era «provi». A mi padre no le gustaba nada por ser alquilada y tener pasillo largo, que él eso lo ve como cosa antigua. No puede disimular lo que odia los pasillos. Hasta llega a apagar la televisión cuando sale uno y alguien avanza por él sigilosamente. Es la casa donde conocí a Olalla y duraríamos allí poco más de dos años.

De la siguiente papá destacó que entrábamos a estrenarla, que era nuestra y que él había discutido uno por uno con el arquitecto los detalles de distribución. Mi cuarto era enorme y entró con facilidad el mueble de caoba que alberga la enciclopedia. Durante la época en que vivimos allí, en mí se operó una transformación que no fue casual, pero sí galopante, de eso que te conviertes en otro. Ahora me aburre acordarme de aquel joven de conducta irreprochable, totalmente volcado en los saberes de tipo práctico, interesado por la economía, incapaz de inventar un disparate lingüístico. Alguna secuela ha dejado, no cabe duda. Pero los peldaños de ese proceso, que se inició con la segunda mudanza de domicilio, ya los contaré. Ahora no toca.

La casa de ahora se llama así: «La casa de ahora», llevamos en ella cinco años y es la más lujosa de todas: una pasada. Dos pisos antiguos en la calle de Velázquez, se tiraron los tabiques que unían derecha e izquierda y se remozó todo por dentro, una obra de cientos de millones. Portero de uniforme, ascensor de cristal con letras grabadas y banquito de terciopelo para sentarse, seis balcones magníficos a la calle. Para mí lo más absurdo es que le hayan metido siete cuartos de baño. Ya en la segunda casa, raras veces se quedaban mis hermanos a dormir, pero ahora ni de milagro, porque cada cual lleva su vida. Huéspedes nunca tenemos. O sea que se ha ido agrandando el espacio cuanto menos nos parecemos a la familia de antes. Un detalle nada banaclass="underline" en esta casa, desde el principio, mis padres duermen en habitaciones separadas.

Mientras no me empeño en sacar las cuentas del tiempo que ocupó cada una ni perseguir los cambios veloces que iban teniendo lugar por fuera de sus paredes, consigo recomponer su espacio y entenderlas a ratos por separado. Pero las veo expuestas a terremoto, como todo lo edificado sobre terreno volcánico, y acabo imaginando esos cimientos como un plano de Pompeya, antes de que el Vesubio, en agosto del año 79 (era cristiana), cubriera la ciudad y la hiciera desaparecer bajo un alud repentino de lava y ceniza. Nunca he visto las ruinas de Pompeya más que en grabados y algún documental. Pero su geografía para mí es la de la casa zurriburri.

Y cuando pienso eso, me duermo con miedo, porque todo lo construido encima está pegado con cemento de mala calidad. O sea que las tres casas de Madrid bailan una dentro de otra, víctimas de pequeñas sacudidas y a punto de desplome cuanto más quiero afirmar los pies en ellas. No hay manera, me vomitan de sí, y la memoria para anidar y echar raíces necesita no salirse de cauce.