Выбрать главу

A Loreto, una chica que va a estudiar medicina, rama psicología, y que me ama algo, se lo he tratado de explicar la semana pasado al salir de ver San Francisco en la filmoteca, mientras nos tomábamos una copa en un bar de Atocha. Empezamos a hablar de los terremotos y de lo alterado que me pone a mí pensar en ellos. Y luego, estimulado por su interés, al tercer gin tónic salió esto de las casas.

– Yo no sé si será un virus -le dije-, pero me sube la fiebre. Es exactamente igual que cuando la comida no se asienta y entran ganas de vomitar.

Ella insiste en sospechar que pueda ser algo neurovegetativo. Me informa, además, de que por culpa de la capa de ozono se están declarando padecimientos con síntomas atípicos.

– ¿Has tenido gripe este invierno?

– No, estoy vacunado. Debe ser un virus raro, como el que ataca a los ordenadores sin ton ni son. En mí, no cabe duda, guarda relación con las casas. Van asentadas en calles que recuerdo, pero también existen dentro de mi cuerpo presionando masa blanda que rechaza los elementos injertados. Da grima imaginar que van a despegarse y yo a salir disparado por los aires o por conductos subterráneos de un barrio a otro.

– ¿Eres poeta? -me pregunta extrañada.

– No, que yo sepa. De niño, ahora que lo pienso, sí era un poco poeta. Sobre todo cuando pensaba en lo raro que es hablar. Ahora lo que me gusta es leer cosas diferentes, aunque no sirvan para nada. Llevo dos días obsesionado con la historia de Pompeya, repentes que me dan. Hubo un superviviente, ¿sabes?, el que lo contó luego.

Loreto me miraba alucinada. Se puso de codos en la mesa.

– No me digas, ¿quién era?

– Plinio el Joven. Le escribió una carta a Tácito. Pero tengo miedo de ponerme un poco rollo.

– Que no, Baltasar, que no. Estoy harta de gente clónica. Tú nunca se sabe por dónde vas a salir.

– Eso dice mi padre. Menos mal que he vuelto a mi ser, me estaba convirtiendo en otro. Pero es una historia larga. Perdona, cuando tomo tres copas todo se me revuelve.

– No importa. Pero cuéntame antes lo de Plinio, no se te vaya a olvidar.

Había empezado a entrar mucha gente y el ruido era bastante inaguantable. Le propuse salir a la calle. El aire de la noche me sentó bien, y también me gustó, antes de salir, ver nuestra imagen reflejada en un espejo. Hacemos buena pareja y el gesto de ella era de total novia. Anduvimos sin hablar hasta donde tenía aparcado su coche. Entramos.

– ¿Adonde te apetece ir? -preguntó.

– Yo a la filmo a recoger mi moto. Ya no tengo más ganas de trasnochar. Me duele la cabeza.

No puso la llave de contacto.

– Pero antes cuéntame lo de Plinio, por favor. Saqué del bolsillo un cuadernito verde, pequeño. -Mejor te lo leo, es tan preciosa la carta que ayer la estuve copiando. Es que, ¿sabes?, tengo en mi cuarto la Enciclopedia Espasa, una herencia de mi abuela, es fantástico lo que se aprende.

Y a la luz de una farola, con el coche parado, le leí la carta de Plinio a Tácito, donde describe lo que vio:

Era la hora prima, pero su luz incierta todavía y como mortecina, cuando se conmovieron violentamente los edificios convecinos, de modo que viendo el gran peligro que, a no dudarlo, corríamos de quedar envueltos entre ruinas en aquel sitio estrecho, aunque a cielo descubierto, determinados a salir de la ciudad, y como a toda persona sobrecogida de pavor parece prudencia el obedecer el impulso ajeno antes que el propio, nos sigue en tropel una muchedumbre azorada, empujándonos. Paramos al raso y allí fue lo estupendo, allí fueron nuestros sobresaltos. Los carros, que hacíamos ir con nosotros, se tambaleaban tanto, con ser muy llano el piso, que ni cargados de piedras quedaban firmes en su sitio; las aguas del mar hacían un movimiento de resaca como si las repitiera el terremoto. Con ello se había ensanchado la playa y sobre la enjuta arena yacía una multitud de peces; y a la parte opuesta una nube negra y horrorosa rasgada por el espíritu del fuego en retorcidos y centelleantes surcos se hendía despidiendo largas llamaradas como de relámpagos pero mayores. Empieza entonces a caer ceniza y mirando atrás veo venir una oscuridad densa y amenazadora que a modo de torrente desbordado se echaba sobre nosotros… Luego aclaró un poco mas ello no nos pareció ser luz de día sino del fuego que se nos venía. Se detuvo a larga distancia, pero pronto volvió a cerrar la oscuridad y a caer una ceniza gruesa y copiosa que sacudíamos de nuestras ropas, pues de otra suerte nos hubiera cubierto y aun ahogado con su peso. Al fin, encareciéndose el negro vapor, se disipó como el humo o la niebla, se despejó el día y alumbró el sol, pero con luz pálida de eclipse, y nuestros ojos, perturbados aún, contemplaron el general trastorno, y la tierra toda cubierta de una capa de ceniza a semejanza de una nevada.

Levanté los ojos hacía Loreto, aislada de todo lo que no fuera escucharme. Pero había unas siluetas poco tranquilizadoras al otro lado de la ventanilla y me apresuré a echar el seguro.

– Arranca enseguida -le dije-. Pero no los mires. Tienes sitio. ¡Rápido!

Eran dos tipos jóvenes con muy mala pinta, agresivos. Empezaron a aporrear el cristal y la carrocería al ver que nos largábamos. Uno de ellos sacó una navaja. El otro se puso delante del motor con los brazos abiertos. Pero Loreto logró hacer un esguince hábil y los dejamos atrás. Nos insultaban a voz en cuello. Por fin los perdimos de vista.

– Ahora ya puedes correr. Pásate ese semáforo. ¿Estás asustada?

– No mucho, pero algo.

– Siempre anda rondando alguna amenaza de terremoto. Métete por la derecha. Ya pasó.

Cuando llegamos a la Filmoteca, los dedos le temblaban un poco. Se los acaricié levemente.

– Me da pena que te vayas -dijo-. Te quedan muchas cosas por contarme. Lo de cuando eras poeta de pequeño.

– Pero para eso hay que estar en vena. Nos queda mucho tiempo. Que descanses, guapa.

Me bajé, y antes nos dimos un beso.

– Eres demasiado -dijo.

Me monté en la moto y seguí su coche por Santa Isabel abajo. En un tramo de la calle la adelanté y le dije adiós con la mano. El aire que entraba por la ventanilla abierta le alborotaba el pelo.

La verdad es que Loreto es una chica muy dulce y me gusta cómo sonríe. Por su parte lo tengo fácil. Pero tampoco quiero convertirme en un conquistador profesional como Máximo, soy muy joven para meterme con novias de esas que te quieren ver todos los días. Y además sigo enamorado de Olalla.

V. LA RAYA INVISIBLE (inicio del capítulo)

Querida Olalla: me he enterado de que tu abuelo, el de los bebedizos, es Bruno el titiritero. Yo lo conocí porque vivía en el piso de arriba de nuestra casa de Segovia, y a su mujer Elsa. Creo que ella será tu abuela, y si no mejor que no me digas porque me armo jaleo. No sabes la rabia que me da que sólo me dejaras hacerte tres preguntas. Ahora se me ocurren muchas más, montones, pero son de las que necesitas ver la cara del que te va a contestar. Así que no sé para qué te escribo. Claro que eres tan rara que igual andas escondida por algún rincón de esta casa y al oír «Querida Olalla» vuelves a aparecer.

A veces me invento cosas para no aburrirme, y me las creo, o sea que igual podías no haber venido de verdad. Y lo dudaba un poco, hasta que he sabido lo de tu abuelo. Él también una vez me llamó niño cúbico, era de un cuento o algo. Luego he dicho tate, eso lo sabe Olalla. Cuando te vuelva a ver me gustaría que me contaras ese cuento. Aunque igual no tienes ganas o ya no tengo ganas yo de oírlo. A cada poco tiempo cambiamos sin que se note. Nosotros más cuando le pasa a otro, yo a los de mi casa es que no los sigo, me marean, pero ellos me mirarán a mí y pensarán lo mismo. Fue ideal que desaparecieras tan deprisa, lo más misterioso. Pero me acuerdo mucho de ti y me encantaría volverte a ver en persona. Eres tronchante. He hecho un dibujo de cuando te encontré en mi cuarto con un pie en alto y me avisaste que no pisara una raya en el suelo. Yo no la vi, pero seguramente estaba. Es lo que más se me ha quedado en la cabeza, lo más importante de todo, esa raya invisible.