Выбрать главу

– Me parece bien -dijo Valence.

– Bien. Antes de dejarme, hacia mediodía, Henri me pidió que le dejase hacer una llamada. La hizo ante mí, con una impaciencia que conozco. Llamó a uno de nuestros amigos más antiguos, que se ocupa en Roma de los mismos asuntos que Henri en París: la edición de arte.

– ¿Cómo se llama?

– Pietro Baldi. Cuando era más joven, era encantador, pero el dinero le ha sentado mal. Su inteligencia es mediana, se da cuenta e intenta compensarlo con medios más o menos simpáticos. Pietro es un habitual en la biblioteca, tiene fichas de entrada desde hace veinte años.

Lorenzo Vitelli hablaba en voz cada vez más baja. Indudablemente, era la vergüenza, pensó Valence.

– Hay algo más -dijo Valence.

– Es verdad -suspiró el obispo-. Como estaba un poco alarmado por la marcha de Henri, retomé con todo detalle las obras recientes que ha publicado Pietro Baldi, página por página.

Vitelli se levantó, sacó un libro de su biblioteca, lo ojeó y lo posó abierto ante Valence.

– Vea usted mismo -dijo.

– ¿Qué hay que ver?

– Este pequeño croquis de Bernini a la izquierda. «Colección privada. Anónimo.» Tengo la impresión de conocer este Bernini. Creo incluso haberlo visto aquí, en la Vaticana, cuando preparaba hace quince años mi volumen sobre el Barroco. Pero no estoy seguro, no estoy seguro en absoluto, de si me entiende.

– Y ¿qué interés habría en publicar un documento robado?

– Es el medio de la edición de arte, la competencia. Baldi se ha hecho una reputación gracias a sus hallazgos, a sus inéditos, a sus ilustraciones originales. Eso le da dinero, ¿comprende? Resulta muy embarazoso. No estoy nada cómodo dentro de esta investigación.

– Pero están los tres «emperadores». Le gustaría protegerlos.

El obispo sonrió.

– Están los tres, en efecto, y está también la Vaticana. Para todos los que verdaderamente han frecuentado esta venerable biblioteca, la idea de que sus entrañas secretas puedan vaciarse poco a poco es intolerable. Es como si le abriesen el vientre a usted. Es una enfermedad, esta Vaticana. Pregúntele a Maria Verdi, ya lo verá. Pero no se quede mucho tiempo con ella, se morirá de aburrimiento.

XII

Richard Valence aún sonreía de vuelta al hotel. Desde que había llegado a Roma esta mañana, no había tenido tiempo de instalarse. Una vez en su habitación, llamó a su colega en la cancillería. Acostado sobre la cama, esperaba con cansancio el momento de escuchar la voz moderada de Paul, que debía de sentirse muy aliviado tras evitar el enfrentamiento con Édouard Valhubert.

– Aquí Valence. ¿Se ha calmado el ministro?

– Todo va bien -dijo Paul-. ¿Y por ahí?

– Interrogue al ministro de mi parte sobre sus ocupaciones de ayer por la noche.

– ¿Está loco, Valence? ¿Es así como piensa silenciar todo el asunto?

– Es el hermano de la víctima, ¿no? Y si he entendido bien, Henri deja una herencia bastante sustanciosa. ¿Édouard Valhubert no habrá jugado últimamente con el dinero del Estado?, ¿no tendrá una necesidad apremiante de dinero?, ¿falsas facturas?, ¿dónde se encontraba ayer por la noche?

– ¡Valence -gritó Paul- está ahí para silenciar el asunto!

– Ya lo sé. Y sin embargo haré exactamente lo que me plazca.

– ¡Ya basta, Valence! ¡Alguien podría sorprender esta, conversación grotesca!

Richard Valence se rió.

– Le divierte reírse de mí, ¿es eso, Valence?

– Sí, es eso.

– Y su jodida mujer eterna ¿ha llegado? ¿La ha visto? ¿Cómo le ha sentado el haberse librado de su marido? ¿Sabe usted, al menos, que se iba de paseo a Roma casi todos los meses?

– Deje en paz a esa mujer, Paul -dijo Valence-. E interrogue de todas maneras al ministro -dijo antes de colgar.

Se acostó y cerró los ojos. Tenía tiempo de ir a visitar a aquel editor, Pietro Baldi. Le parecía que se trataba de una pista falsa. Pero había que ir. Todo aquello empezaba ya a contrariarle de manera imperceptible… Se permitió media hora de reposo.

XIII

Tiberio subió por la escalera más rápidamente que de costumbre. Claudio y Nerón lo esperaban. Era tarde, no habían comido y tenían aspecto de estar bastante borrachos. Tiberio dio un portazo, cogió las dos botellas y las rompió contra el alféizar de la ventana abierta.

– No es el momento adecuado, imbéciles -dijo.

– Podías haberlas roto de manera limpia -dijo Nerón-. Da igual. ¿Qué hay de nuevo?

Tiberio se puso en cuclillas cerca de Claudio y puso una mano sobre su hombro.

– ¿Y él? -dijo-. ¿Cómo va?

– Está borracho -dijo Nerón.

– Enséñame tu cara -dijo Tiberio.

Claudio se volvió. Tiberio lo examinó y frunció el ceño.

– Ha llorado todo el día, ¿no?

– Llamaba a su papá -dijo Nerón con una voz blanda.

– Y a ti ¿no se te ha ocurrido nada mejor que hacerle beber como a una esponja para ponerlo aún más triste? ¿Es lo único que te ha venido a la cabeza?

Nerón separó las manos con impotencia.

– Lo ha hecho él solito, ¿sabes?

– ¿Has hecho al menos algo útil hoy?, ¿has hecho como acordamos?

– Claro que sí, Tiberio. Me he cubierto con el hábito degradante del legionario que merodea por las tabernas. He seguido la pista de mis víctimas de calle en calle. Y aun estando gordo nadie me ha visto.

– Y ¿entonces?

– Entonces Ruggieri ha enviado a dos hombres al Vaticano y no pasó nada más. ¿Tú has seguido al enviado especial?

– Sí. No hay demasiadas razones para alarmarse por el momento. Pero, cuidado, el tipo parece inteligente. Mucho.

– ¿Mucho? -dijo Claudio.

– Mucho.

– ¿Y qué aspecto tiene?

Tiberio se encogió de hombros.

– Parece una especie de inflexible -dijo-, no sé. No estoy muy ducho en inflexibles. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Probablemente peligroso. No sé si podremos aguantar mucho tiempo contra él. Pero en teoría este tipo ha venido para reprimir las olas, no para provocarlas. Claudio, ¿sabes lo que vamos a hacer contigo?

– No sé -murmuró Claudio-. Cada vez que hablo se me saltan las lágrimas. ¿Qué vais a hacer conmigo?

– Te vamos a hacer engordar -sugirió Nerón.

Tiberio separó con un dedo las mechas mojadas que se pegaban a la frente de Claudio.

– Te levantaremos, te pondremos guapísimo e iremos a buscar a Laura.

– Laura… es verdad. Llega.

– Levántate, emperador. Arregla tu chaqueta. Estará aquí dentro de una hora, te necesitará, probablemente.

– Seguro -dijo Nerón.

Claudio se miró en un espejo, se enjugó la cara, se apretó la corbata.

– Tiberio, ¿puedo ir solo? Quiero decir ¿puedo ir sin ti?

– No es emperador por casualidad -dijo Nerón con una sonrisa mirando a Tiberio-. Conoce los golpes bajos para eliminar a los rivales y a los conspiradores.

– La vida de los conspiradores conoce de vez en cuando los reveses -respondió Tiberio acostándose sobre la cama-. Vete, Claudio. Vete solo. Estás muy guapo. Tus ojos brillan, estás muy guapo.

Una vez que la puerta se cerró de golpe detrás de Claudio, Tiberio se enderezó sobre un codo.

– Dime, Nerón, ¿ha llorado mucho?

– Como una Magdalena.

– ¿Qué piensas de todo esto?

– Pienso bien.

– ¿Cómo que bien?

– Deberías olértelo, Tiberio. Me gusta toda esta turbulencia patética, no puedo evitarlo. Me gusta y no puedes imaginarte cuánto.