»Desearía manifestarle la importancia que tiene, para el desarrollo eficaz de nuestro programa de colaboración internacional, el que la cuestión polaca quedara resuelta rápida y adecuadamente. De no hacerse así, todas las dificultades y los peligros sobre la unidad aliada, que tuvimos tan presentes al concluir las decisiones de Crimea, se presentarán ante nosotros de manera mucho más aguda aún…»
Si el mensaje no era tan enérgico como Churchill hubiese deseado, al menos suponía un paso adelante, e hizo que la nota personal de Eisenhower a Stalin fuese todavía menos procedente. Era el momento de demostrar firmeza en todos los frentes.
Roosevelt envió su mensaje el mismo día en que se preparaba para ir de vacaciones a Warm Springs. Habló brevemente con cada uno de los componentes de su Gobierno. Al hacerlo con Frances Perkins, le dijo:
– Me voy a San Francisco para inaugurar la Reunión, pronunciar el discurso inaugural y recibir a los delegados social y personalmente. Luego nos marcharemos a Inglaterra -añadió con tono confidencial-. Eleanor y yo vamos a hacer una visita oficial. He esperado mucho tiempo para ello. Deseo conocer al pueblo británico por mí mismo… He dicho a Eleanor que prepare sus vestidos y que se mande hacer algunos más, a fin de que tenga realmente un aspecto agradable.
– ¡Pero está la guerra! -protestó miss Perkins-. No creo que deba hacerlo. Resulta peligroso, pues los alemanes irán tras usted.
Roosevelt colocó una mano a un lado de la boca y murmuró como en secreto:
– La guerra en Europa terminará a fines de mayo.
El presidente también conferenció con Byrnes y el general Lucius D. Clay, elegido recientemente gobernador militar delegado en Alemania. Clay, disconforme con el nombramiento, ya que deseaba luchar en el Pacífico, permaneció escuchando en silencio mientras el presidente manifestaba que se sentía satisfecho porque se enviaba a Alemania a un general que era ingeniero a la vez. Roosevelt siguió hablando de sus estudios en Alemania cuando «adquirió una profunda aversión hacia la arrogancia y el localismo germanos».
Después de la entrevista, Byrnes dijo bromeando a Clay:
– General, ha hablado usted demasiado.
– Señor magistrado, aun cuando el presidente me hubiera dado una ocasión, dudo de que le hubiese contestado, a causa de lo que me impresionó su aspecto.
– Esa observación suya me preocupa -contestó Byrnes, el cual veía a Roosevelt con frecuencia y hasta ese momento no había reparado en el rápido empeoramiento del presidente.
Cuando éste abandonaba su despacho a fin de tomar el tren que le conduciría a Georgia, el almirante Leahy marchó junto a su silla de ruedas hasta la puerta sur de la Casa Blanca.
– Señor presidente, me alegra que se vaya de vacaciones -manifestó-. También me alegra por nosotros, ya que cuando no está usted trabajamos bastante menos que cuando se encuentra aquí.
Roosevelt se echó a reír y contestó:
– Está bien, Bill; aprovéchese mientras estoy de viaje, porque cuando vuelva voy a descargar muchos asuntos en usted, y tendrá que trabajar muy duro.
En el aeropuerto de Varsovia, doce dirigentes de la resistencia polaca, que vestían un abigarrado conjunto de prendas prestadas, tales como pantalones de caza y chaquetas de ceremonia, iban ascendiendo a un avión soviético para asistir, según les habían asegurado, a una entrevista con el mariscal Zhukov en su cuartel general.
Al principio varios de los polacos se habían mostrado reacios a salir de sus escondites, pero la mayoría arguyó que la invitación de Zhukov ponía de manifiesto que Rusia deseaba ser razonable. Sólo una entrevista como aquella podría proporcionar seguridad a su país. Como muestra de buena voluntad, los soviéticos accedieron a dejar en libertad a algunos dirigentes clandestinos, entre los que se contaba Alexander Zwierzynski, jefe de los Nacionales Demócratas del ala centro derecha. También les prometieron que los ocho dirigentes más importantes serían llevados en avión directamente desde el cuartel general de Zhukov hasta Inglaterra, para que informasen al Gobierno de Londres en el exilio. Los demás polacos, desde luego, regresarían sanos y salvos a su país.
Atraídos por tales promesas, los doce polacos ascendieron al aparato soviético en Okecie, sin saber lo que les iba a ocurrir. [32] Dentro del avión encontraron, quedando sorprendidos, a Zwierzynski. Este se mostraba abatido, y les dijo que había estado en un sótano, donde le golpearon brutalmente, y que luego le habían llevado al avión. Pidió luego que le explicasen lo que estaba sucediendo.
El aparato despegó y los polacos no tardaron en comprobar que se dirigían hacia el Este. Mientras comentaban llenos de ansiedad el hecho, un joven capitán soviético de agradable aspecto les informó que se dirigían a Moscú, ya que Zhukov había sido llamado allí inesperadamente.
Algunos de los polacos tenían la seguridad de que aquello era un rapto, pero otros consideraron que era lógica una entrevista en Moscú, donde podía tratarse con los más altos funcionarios soviéticos. Por otra parte, ¿no habían cumplido los rusos su promesa de dejar en libertad a Zwierzynski?
Los motores siguieron zumbando varias horas, hasta que pareció producirse una avería y el avión planeó sobre un banco de nieve, en el que aterrizó. Después de una larga espera, varios centenares de campesinos despejaron una carretera en la nieve y el grupo fue acompañado hasta una estación del ferrocarril, y desde allí les trasladaron a Moscú, a donde llegaron con hambre y terriblemente cansados.
Zbigniew Stypulkowski, miembro del Partido Demócrata Nacional, fue colocado junto con otros dos delegados en el automóvil que iba delante. Pasaron ante el ministerio de Asuntos Exteriores, donde se dijo que iban a quedarse, y al fin los coches se detuvieron delante de un lujoso edificio de mármol, que vigilaban unos guardias del NKVD.
– ¿A qué hotel de lujo nos han traído?-inquirió impresionado uno de los delegados.
– Es una cárcel -le contestó Stypulkowski.
Se abrieron las puertas y el coche entró en un patio rodeado por paredes en las que se advertían unas ventanas cubiertas con persianas de acero.
– ¡Esto es increíble! -exclamó atónito el compañero de Stypulkowski.
Se ordenó salir del automóvil a los polacos, y cada uno de ellos fue recluido en una celda. Stypulkowski rompió el papel que les autorizaba a celebrar conversaciones con los polacos de Londres y los angloamericanos, y comenzó a tragarse los pedazos. Aunque tenía la garganta reseca, al fin pudo concluir su tarea. En ese momento entró una hermosa muchacha que le dijo en tono perentorio:
– Rozdiewatjes! (¡Desnúdese!)
Como Stypulkowski se quitase sólo el abrigo y el sombrero, la muchacha golpeó impaciente con el pie en el suelo, y repitió:
– ¡Le he dicho que se desvista!
El polaco se quitó la camisa, ella le volvió a gritar y él se quitó los pantalones. Después de un detenido examen de cada uno de sus órganos, la chica preguntó:
– ¿Tiene sífilis?
Como él le respondiera negativamente, la rusa se marchó de la estancia. Se presentó a continuación un miembro del NKVD, el cual cortó todos los botones de las ropas de Stypulkowski, le rompió el forro del sombrero y desgarró las suelas de los zapatos, para ver si ocultaba algo. Después que le hubieron quitado el anillo, el reloj y la cartera, un guardia le ordenó que se vistiera. Le trasladaron entonces a otra celda, a lo largo de un largo corredor, donde fue sometido de nuevo a una detenida inspección. Por fin le llevaron al último piso, donde le introdujeron en una celda de paredes verde oscuro. Era la celda número 99, y el ventanuco de la misma daba a un sombrío patio…, el patio de la prisión de Lubianka.