Выбрать главу

El hermano de Claretta fue introducido en la estancia, y Valerio le preguntó:

– ¿Habla usted español? [61]

Petacci vaciló, y dijo:

– No, pero hablo francés.

– ¿Cómo es eso?¡Un cónsul de España que no habla español! -manifestó Valerio, sarcásticamente.

Petacci explicó débilmente que llevaba viviendo en Italia veinte años, pero que había visto a su padre en España hacía seis meses.

– Y cuando vio a su padre, ¿le habló en francés?-inquirió Valerio, bromeando.

Entonces el coronel se puso de pie y abofeteó a Petacci, mientras decía airadamente:

– ¡Sé muy bien quién eres, cerdo! ¡Eres Vittorio Mussolini! ¿Te acuerdas de cuando andabas rondando por los estudios cinematográficos?

– Pero…, está usted equivocado -tartamudeó el hermano de Claretta Petacci.

El enfurecido Valerio arrinconó a Marcello contra una pared y ordenó a Lazzaro:

– ¡Sáquelo afuera y mátelo…! ¡Ahora mismo!

Lazzaro extrajo de mala gana su pistola y ordenó a Petacci que saliera delante de él. Mientras bajaban las escaleras, Petacci seguía insistiendo que no era Vittorio Mussolini. Cuando atravesaron la plaza, la gente empezó a gritar:

– ¡Miren qué gordo está! ¡Que le maten!

Lazzaro contuvo a la turba con su arma, y condujo a Petacci hacia el monasterio de capuchinos, para pedir los oficios de un sacerdote. Luego encendió un cigarrillo y se lo entregó al prisionero.

– Es verdad que no soy cónsul español -admitió Petacci-. Pero tampoco soy Vittorio Mussolini. En realidad soy el jefe del Servicio de Inteligencia Italiano.

Lazzaro hubiese preferido que el prisionero se callase, para poder pensar mejor. Después de todo, ¿por qué iba él a matar a un hombre, sólo porque fuese Vittorio Mussolini?

Llegó en esos momentos un capuchino, y Lazzaro se retiró para que los dos hombres pudiesen hablar con más libertad. Al cabo de media hora, Lazzaro se aproximó, y Marcello le dijo: -No soy Vittorio Mussolini. ¡Soy Marcello Petacci!

– Bueno, ¿y qué?-contestó Lazzaro, que había entendido «Pertacci».

– Soy Marcello Petacci -repitió el prisionero.

– ¿Pertacci?

– No, Pertacci no; Petacci.

Eran las cuatro de la tarde cuando Valerio, Moretti y Neri llamaron a la puerta de la casa de los María. Valerio subió corriendo al tercer piso e irrumpió en la habitación donde estaban Mussolini y Claretta.

– ¡He venido a rescatarle! -gritó.

– ¿De verdad?-preguntó Mussolini, sarcásticamente.

Claretta comenzó a rebuscar entre un montón de ropa, y Valerio le preguntó, lleno de impaciencia:

– ¿Qué busca?

– Mi combinación…

El coronel les dijo que se diesen prisa, y les empujó luego escaleras abajo. Lía les vio salir por la puerta, y entró en el dormitorio. La funda de las almohadas estaba manchada con tinte de pestañas.

Mussolini y Claretta fueron llevados al poblado de Bonzanigo, hasta la plaza, donde algunas mujeres lavaban la ropa golpeándola contra la piedra de la fuente. Cruzaron bajo una antigua arcada, y luego ascendieron a un automóvil que allí había estacionado. Con dos hombres subidos en los estribos, el coche comenzó a descender lentamente por la colina, en dirección a Azzano. Dos pescadores curiosos les siguieron.

El vehículo había avanzado sólo unos cientos de metros, cuando se detuvo ante una gran puerta de hierro que constituía la entrada de una finca.

Valerio salió del coche. Obrando como si presintiese algún peligro, susurró:

– ¡Oigo ruidos! Voy a ver qué sucede.

Dijo a Mussolini y Claretta que permaneciesen en sus puestos y avanzó cautelosamente hacia una curva que había algunos metros más adelante. Luego regresó, y siempre en voz baja dijo al Duce y su compañera que se ocultasen detrás de la puerta.

Mussolini se mostró desconfiado, pero fue hacia donde le indicaban. Claretta se le reunió en seguida. Se produjo un embarazoso silencio, y de pronto Valerio gritó:

– ¡Por orden del cuartel general del Cuerpo de Voluntarios de la Libertad, debo hacer justicia al pueblo italiano!

Mussolini permaneció inmóvil, pero Claretta le rodeó el cuello con los brazos y exclamó:

– ¡No, no debe morir!

– ¡Apártese si no quiere que la maten también! -dijo Valerio.

Claretta se colocó a la derecha del Duce. Con el sudor resbalándole por el rostro, Valerio apuntó con el fusil ametrallador hacia Mussolini, y oprimió el gatillo. No ocurrió nada. Extrajo entonces su pistola, pero también se le encasquilló.

– ¡Deme su arma! -dijo Valerio a Moretti.

Este le entregó un fusil ametrallador que Bellini le había entregado hacía un mes tan sólo. Desde cuatro metros de distancia Valerio disparó una ráfaga de cinco tiros. Mussolini cayó de rodillas y luego se desplomó sobre el suelo.

En seguida, Valerio volvió el arma hacia Claretta.

Bellini había ido a recoger a otros seis prisioneros al cuartel de los finanzieri, situado en Germasino. De regreso por la escarpada que llevaba a Dongo, los prisioneros comentaban la belleza del paisaje.

– ¡Lástima que nuestra situación nos impida disfrutar más del panorama! -afirmó Pavolini.

– Yo me preguntó cómo hemos podido llegar hasta aquí -murmuró Casalinovo.

– ¿Y qué otra cosa esperaba?-replicó Pavolini, bromeando-. Mussolini siempre tiene razón en lo que hace.

Cuando Bellini salía de su coche, ante la Alcaldía, Lazzaro se aproximaba con Petacci. Lazzaro explicó que su prisionero aseguraba ser Marcello Petacci, y no Vittorio Mussolini. Un partisano intervino y dijo que había visto a Vittorio Mussolini muchas veces.

– Puedo asegurarles que ese cónsul español no es él. Cuando Petacci vio a los demás prisioneros, exclamó:

– ¡Esos me conocen!

Pero Pavolini, Casalinovo y Barracu le volvieron la espalda. Para ellos era peor que un alcahuete.

– ¿Conocen a este hombre?-preguntó Lazzaro.

Nadie contestó.

– ¿Conoce usted a ese hombre?-inquirió Lazzaro, dirigiéndose a Barracu.

– No -dijo el subsecretario, mirando a otro lado.

– ¿Y usted, Pavolini?

– No.

– ¡Digan quién soy! -gritó Petacci, enfurecido-. ¡Vamos, díganlo! ¡Todos, todos me conocen!

– Bueno, ¿conocen a este hombre, sí o no?-inquirió Lazzaro, con impaciencia. Por fin, Barracu admitió que le conocía.

– Bien, ¿quién es?

Se produjo un largo silencio. Barracu miró a Petacci, y luego dijo con sorna:

– Sólo le conocemos como «Fosco».

Los ojos de Petacci se abrieron de asombro. Al momento le sacaron de allí.

Unos minutos más tarde otro automóvil se detuvo ante la Alcaldía. Valerio se asomó por una ventanilla gritando lleno de agitación:

– ¡Se ha hecho justicia! ¡Mussolini ha muerto!

Bellini quedó anonadado. Luego musitó:

– Pero creí que habíamos convenido…

– Lo sé, lo sé. Pero no podíamos perder más tiempo. ¿Dónde están los demás? ¿Los tiene en su poder?

Bellini llevó a disgusto a Valerio hasta el primer piso de la Alcaldía, donde estaban encerrados todos los prisioneros en un gran salón de altas y ornamentadas paredes. Rubini se aproximó a Valerio y le rogó que no diese muerte a nadie más. El coronel se negó a acceder, y Rubini dijo indignado que renunciaría como alcalde.

Se solicitó la presencia de un sacerdote del monasterio, y se le dio tres minutos para que preparase espiritualmente a los prisioneros. Comenzó a llover. El cielo estaba oscuro, como fondo apropiado para el tétrico escenario de la plaza. La gente comenzó a reunirse con curiosidad no exenta de malsana satisfacción. Valerio quiso formar un pelotón de ejecución integrado a medias por sus hombres y por los de Bellini.

вернуться

[61] En español en el original. (Nota del traductor.)