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Poco después de anochecer, el coronel Woehlerman recibió la orden de informar inmediatamente al puesto de mando de Weidling, situado en Bendlerblock. El intento de romper el cerco de Berlín había sido abandonado.

Woehlerman pidió a su primer oficial de Estado Mayor que le acompañase con un fusil ametrallador, y su conductor se ofreció a acompañarle también para defenderle. Ya era casi imposible cruzar el Tiergarten, pues los rusos tenían en su poder el puente de Liechtenstein. Los tres hombres esperaron junto a la torre antiaérea hasta que cesó momentáneamente el fuego, y luego avanzaron por la avenida del eje Este-Oeste. Las granadas comenzaron a estallar sobre sus cabezas otra vez, y tuvieron que lanzarse de un salto al cráter abierto por una bomba. Aquello hizo que Woehlerman se acordase de Verdún. Como el bombardeo persistiese salieron del agujero y continuaron avanzando hacia el Este. En la Friedrich Wilhelmstrasse tuvieron que cruzar a la carrera bajo el fuego enemigo. La Neue Siegesallee (Avenida de la nueva Victoria) era un caos de ruinas. Los monumentos de los gobernantes de Brandenburgo-Prusia, desde Alberto el Oso hasta el kaiser Federico III de Hohenzollern, yacían derribados de sus pedestales. Con todo cuidado se internaron entre los escombros del patio del Departamento de Guerra, donde Stauffenberg y otros más habían sido fusilados el 20 de julio.

En el bunker reinaba una atmósfera opresiva, aciaga. Goebbels mandó llamar a su ayudante, Günther Schwägermann, y le informó acerca de los trascendentales hechos acaecidos en las últimas horas.

– Todo se ha perdido -dijo Goebbels-. Yo debo morir, junto con mi mujer y mis hijos. Usted se encargará de quemar mi cuerpo.

Goebbels entregó entonces a Schwägermann una fotografía con marco de plata del Führer y se despidió de él.

Entretanto, había otros en el bunker que estaban recibiendo las últimas instrucciones para la huida. A las nueve de la noche, el primer grupo de los seis en que se habían dividido los que iban a intentar escapar, correría hasta la entrada más cercana del ferrocarril metropolitano y avanzaría por el túnel hasta la estación de Friedrichstrasse. Allí saldrán de nuevo a la superficie, cruzarían el río Spree y se encaminarían hacia el Oeste o el Noroeste, hasta encontrarse con las tropas aliadas o las de Doenitz. Los otros cinco grupos seguirían el mismo camino, a intervalos regulares.

Kempka recibió el mando de un grupo de treinta mujeres. A las 20,45, el antiguo chófer de Hitler se dirigió a las habitaciones de Goebbels para despedirse de él. Los niños ya estaban muertos. Habían sido envenenados. Frau Goebbels pidió a Kempka, con voz serena, que la despidiese de su hijo Harald, y le dijese cómo había muerto.

Goebbels y su esposa abandonaron la habitación, cogidos del brazo. Con toda calma agradeció él al doctor Naumann su lealtad y comprensión. Magda sólo atinó a ofrecerle su mano, y Naumann se la besó.

Dijo Goebbels que se encaminarían hacia el jardín a fin de que sus amigos no tuvieran que llevarles desde el bunker. Estrechó por última vez la mano de Naumann, y acompañado de su mujer, que estaba pálida y silenciosa, se dirigió hacia la salida. El doctor Naumann, junto con Schwägermann y Rach, el chófer de Goebbels, miraron como en trance a la pareja que desaparecía por las escaleras de hormigón.

Un momento después se oyó un disparo y luego otro. Schwägermann y Rach subieron corriendo las escaleras y encontraron a Goebbels y su esposa tendidos en el suelo. Un asistente de las SS estaba observando. El había sido quien, por orden del mismo Goebbels, les había dado muerte. Schwägermann, Rach y el asistente vaciaron cuatro latas de gasolina y prendieron fuego al combustible. Sin esperar a ver el efecto que producían las llamas, regresaron al bunker, que también habían recibido la orden de incendiar. Derramaron la última lata de gasolina en el salón de conferencias y le aplicaron una cerilla.

Cuando el fuego comenzaba a hacer presa en la mesa que había sido centro de tan ásperas discusiones, Mohnke y Günsche condujeron el primer grupo fuera del bunker. En él se contaba el embajador Hewel, el vicealmirante Voss, las tres secretarias de Hitler y la cocinera. La mayoría de estas personas no habían estado afuera desde hacía bastante tiempo, y comprobaron que los destrozos eran mucho mayores de lo que habían imaginado. Todo Berlín parecía estar incendiado. Era de noche, pero las ruinas de la Cancillería se divisaban perfectamente a la luz de las llamas. Estalló una granada junto al grupo y una nube de grava pulverizada les envolvió. Los disparos de los fusiles y las ametralladoras parecían intensificarse por momentos, mientras iban arrastrándose uno a uno por un estrecho orificio que había en la pared de la Cancillería, cerca de la esquina de Wilhelmstrasse y Vosstrasse. Se escurrieron de uno en fondo unos doscientos metros, y luego desaparecieron por la entrada del metropolitano, situada frente al Hotel Kaiserhof.

Salieron de nuevo en la estación de Friedrichstrasse, y en medio de un intenso fuego de artillería cruzaron el río Spree por una pasarela metálica.

Unos cien hombres, casi todos altos oficiales, se agrupaban en el salón de Weidling, en el Bendlerblock. El general se hallaba detrás de su escritorio, con una expresión hosca en el semblante. Con voz pausada informó Weidling a los presentes acerca del matrimonio del Führer con Eva Braun, y de su posterior suicidio en el bunker.

– De acuerdo con su última voluntad -añadió-, sus restos fueron quemados en el jardín de la Cancillería. Por consiguiente, quedamos libres del juramento que le prestamos, y con gran dolor en mi corazón, pero viéndome incapacitado para seguir asumiendo la responsabilidad en esta batalla desesperada, he decidido optar por la rendición.

Agregó que pensaba enviar a su jefe de Estado Mayor, oberst (coronel) Theodor von Dufving, para que se entrevistase con los rusos y negociase con ellos.

– De ese modo terminará este terrible drama -concluyó diciendo Weidling.

Los presentes permanecieron en silencio. Se daban cuenta de que era el momento más ingrato en la vida militar de Weidling, y ninguno quiso hacer la menor objeción. Poco antes de la medianoche, Weidling dio instrucciones a Dufving acerca de la rendición. Esta se efectuaría con las siguientes condiciones: capitulación honorable para las tropas; alto el fuego inmediato; protección de los civiles contra el terrorismo; los soldados conservarían sus efectos personales y se les suministrarían alimentos, y los oficiales permanecerían junto a sus unidades.

Poco después, Dufving salía en dirección a las líneas soviéticas.

Kempka condujo a su grupo fuera de la estación de Friedrichstrasse, pero decidió esperar en el interior del teatro «Admiral Palace», antes de intentar el cruce del río Spree. A las dos salió cautelosamente del edificio y vio un reducido grupo que se aproximaba en la oscuridad. Lo dirigía Bormann, con uniforme de gruppenführer de las SS, y estaba integrado por el doctor Naumann, el doctor Stumpfegger, Rach, Schwägermann, Axmann y el coronel Beetz, uno de los pilotos personales de Hitler.

Bormann estaba buscando algunos tanques que les ayudasen a atravesar las líneas rusas. En ese momento aparecieron tres carros de asalto y tres camiones blindados. Kempka detuvo el primer vehículo. Su comandante se identificó como el SS obersturmführer (primer teniente) Hansen y manifestó que la suya era la última unidad de una compañía acorazada de la División Nordland.

Kempka ordenó al teniente que avanzase lentamente por la Ziegelstrasse, a fin de que el grupo pudiese seguirle a cubierto. Bormann y Naumann avanzaron a la izquierda de un tanque, seguidos inmediatamente por Kempka. De pronto, se inició una descarga de armas rusas antitanques y de otras de corto alcance. El tanque que protegía a Kempka estalló, y de su interior surgió una enorme llamarada. Kempka vio que Bormann y Naumann eran lanzados contra un costado, y tuvo la seguridad de que ambos habían resultado muertos. [66] Luego sintió que Stumpfegger caía sobre él, y entonces perdió el conocimiento.

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[66] Pero Werner Naumann sobrevivió. El, Bormann y otros cuatro se encaminaron hacia la estación de Lerter, donde se separaron. Arthur Axmann, jefe de las Juventudes Hitlerianas, asegura haber visto el cadáver de Bormann en horas avanzadas de la noche, pero es un testimonio sin comprobación. Un buen porcentaje de los que huyeron del bunker salieron con vida. De todos los dirigentes nazis, Martin Bormann es el que tenía más posibilidades de escapar, porque hasta en la misma Alemania su rostro era conocido sólo por unos pocos. Era un hombre reservado, y bien pudo haber huido en el anonimato. Una autorizada fuente de las SS ha testimoniado recientemente que Bormann ha sido visto en Sudamérica. Si alguno de los jerarcas nazis escapó con vida, ése fue sin duda Bormann. Este era un superviviente nato.