En el puente había dos puestos de control. Pasaron libremente el primero, pero les detuvieron en el segundo, donde les dijeron que allí se hallaba la nueva frontera entre Polonia y Alemania. Jan señaló hacia la ciudad incendiada -conocida como la Roma de Silesia- e inquirió si podía contribuir a salvar los históricos edificios de Neisse, ciudad que iba a formar parte de la nueva Polonia. Este argumento satisfizo de tal modo a un comandante ruso, que no sólo ordenó que les franquearan el paso, sino que mandó a un teniente y un soldado que los acompañasen. Mientras se encaminaban a la ciudad, el soldado raso, un hombre joven y fornido, les dijo:
– He sido oficial, pero me degradaron por matar a otro oficial que estaba violando a una muchacha.
Jan sospechó que se trataba de un miembro del NKVD que actuaba como espía, pues el teniente ruso le trataba con gran respeto.
En la ciudad, el pequeño grupo trató de reclutar soldados para apagar los incendios, pero todos ellos se hallaban ocupados en saquear los domicilios. Los rusos vagaban borrachos por las calles, disparando a sus propia imágenes, reflejadas en los cristales de las ventanas.
– ¡Los comunistas no actuamos como bestias salvajes! -gritaba en vano el fornido soldado soviético-. ¡Vosotros sois comunistas, lo mismo que yo, y no debéis incendiar una ciudad polaca! ¡Ellos y nosotros somos hermanos!
Sin ayuda alguna, los cuatro consiguieron al fin salvar unos pocos edificios durante la agotadora noche, y al amanecer el viejo frac de Jan estaba literalmente hecho jirones. El soldado ruso proporcionó nuevos trajes a los dos polacos, y les entregó unas escarapelas rojas y blancas, para que no los matasen por error.
Por la noche, los llevaron a un rancho de oficiales, donde se celebraba una fiesta, y allí fueron presentados como representantes del «primer Gobierno polaco». Jan tomó asiento entre dos agraciadas muchachas, oficiales del Ejército Rojo, que hablaban un polaco inteligible, pero que se mostraron muy atentas.
Mientras comían, siete músicos -prisioneros civiles alemanes, cada uno de ellos con un brazalete que decía «músico»-, interpretaron algunas piezas populares occidentales. Después de la cena, se inició,una extraña diversión. Los hombres comenzaron a bailar solos, o bien entre sí, pero rara vez con las muchachas. El entretenimiento prosiguió con renovado vigor hasta las tres de la mañana, y para aquel entonces los dos jóvenes polacos estaban tan imbuidos de su papel, que casi se lo creían ellos mismos.
Cuando se hizo de día, comprendieron que lo mejor era marcharse mientras aún tenían ocasión, pero antes de que llegaran al extremo occidental de la ciudad, dos coches se aproximaron a ellos, seguidos de un camión lleno de soldados que agitaban banderas polacas. Uno de los coches se detuvo, y de él bajaron las dos mujeres oficiales, vestidas ahora de calle. Ante la consternación de Jan, una de ellas le habló en correcto polaco.
– Nos alegra que se encuentren aquí -manifestó la muchacha-. Hemos venido para establecer el primer grupo de autoridades comunistas.
Luego presentó a los que iban en el coche como camaradas del Partido, y preguntó si podían ayudarles en algo.
El amigo de Jan pensó con rapidez, y manifestó: -Pertenecemos al departamento de cultura, y nuestra tarea es salvar los edificios de valor artístico y los museos.
Esta añagaza pareció lógica a los comunistas, pues no tardaron en instalar a los dos jóvenes en un despacho, proporcionándoles también un camión y un permiso para viajar hasta la frontera de Checoslovaquia, a fin de recuperar piezas valiosas de museo. Incluso les facilitaron cómodo alojamiento en un yate fondeado en el río. Todo lo que tenían que hacer, desde entonces, era descansar y esperar la hora de la victoria.
3
El rumor que Jan había oído, acerca de una contraofensiva alemana junto a la frontera checa, no carecía de fundamentos. Hitler estaba planeando, efectivamente, una ofensiva relámpago bien al sur, en Hungría concretamente, donde los rusos se preparaban a su vez para atacar la ciudad de Viena. Hitler tenía esperanzas de evitarlo atacando el primero, y ordenó a los Ejércitos Panzer Primero y Sexto que lanzasen una ofensiva desde el lago Balaton hasta un punto del Danubio situado al sur de Budapest, con el fin de dividir el Tercer Frente ucraniano del mariscal Tolbukhin en dos partes. Los alemanes se dirigían entonces sobre el norte, y aplastarían al Segundo Frente ucraniano del general Malinovsky. Como puede verse, la tarea del Sexto Ejército Panzer, mandado por el excéntrico general de las SS Sepp Dietrich, era sencilla, aunque descabellada al mismo tiempo. En un reciente y vano intento por salvar a Budapest, que se hallaba cercada, su ejército había perdido al menos el treinta por ciento de los tanques y de la infantería. Y ahora se proyectaba que avanzase más allá del Danubio.
El 3 de marzo uno de los hombres que iba a dirigir el ataque, el SS obersturmbannführer (teniente coronel) Fritz Hagen [19] fue a reconocer las posiciones de sus efectivos. Estaba lloviendo en esos momentos, y el joven Hagen, que era uno de los comandantes de carros de asalto más enérgicos del Waffen SS, y había ganado varias condecoraciones, dijo a su chófer que detuviera el vehículo. Señaló entonces hacia el vasto cenagal que se extendía ante ellos, y declaró a sus acompañantes:
– Señores, estamos ahora ante nuestro campo de batalla. Todos se echaron a reír, pero en seguida comprendieron el sarcasmo de Hagen.
En cuanto éste hubo regresado a Veszprém, llamó por teléfono al cuartel general del Cuerpo y manifestó:
– Lo que yo tengo son tanques, no submarinos. Tómenlo como les parezca, pero no pienso hacerlo.
– Tenga calma -le dijeron-. Estamos procurando solucionar ese obstáculo.
El cuartel general informó acerca de las desfavorables condiciones del tiempo al comandante del Grupo de Ejército Sur, general Otto Woehler, el cual prometió hablar a Hitler de un posible aplazamiento del ataque. Se ordenó a Hagen que trasladase sus tropas a las proximidades del punto de ataque, y que esperase allí hasta conocer la decisión del Führer. Sin embargo, el tiempo no era el único problema que tenía Hagen. A su izquierda, dos oficiales soviéticos se habían rendido a un alemán, el teniente Erich Kernmayr. Uno de los rusos era ucraniano, el otro, oriundo del Uzbekistán, era un ardiente comunista que creía que Stalin había traicionado a Marx y a Lenin, volviéndose imperialista. En cuanto al primero, manifestó hallarse harto de bolcheviques. Ambos revelaron que unos tres mil vehículos blindados soviéticos se hallaban preparados para atacar en masa.
Si no se aplazaba el ataque del Sexto Ejército Panzer, los alemanes serían aplastados en esa rara posibilidad que teme todo militar: un encuentro en que dos grandes fuerzas de asalto chocan con tremendo impacto.
Kernmayr acompañó personalmente a los dos rusos hasta el cuartel general del Grupo de Ejército Sur, pero el oficial de Inteligencia de Woehler, oberstleutnant (teniente coronel) conde Von Rittberg, no compartía su alarma. Rittberg dijo que el hecho era «muy interesante» y «que hablaría de ello al general durante la comida». Las horas pasaron mientras Kernmayr esperaba. Entretanto, Rittberg cabalgaba, jugaba al ajedrez y asistía a una fiesta de cumpleaños. Era casi de noche cuando regresó.
– El general se ha mostrado muy interesado por el relato de usted -dijo alegremente-. Verdaderamente interesado. Salude en mi nombre al general Gille.