Al cabo de un rato cesaron los gritos y el bosque quedó en silencio. Se oyó el canto de un sinsonte y unos diminutos insectos voladores se pusieron a dar vueltas cruzando los rayos de sol, cada vez más apagados.
Joe Pike seguía mirando la casa, como si flotara ajeno al tiempo y al espacio, como si fuera invisible a todos, allí oculto en el extremo del bosque.
Allí se sentía a salvo.
El bosque fue oscureciendo al tiempo que el cielo enrojecía, pero Joe Pike no se movió. Se apoderó del dolor, del miedo y de la vergüenza y se imaginó que los doblaba y los guardaba en unas cajitas que después metía en un pesado baúl de roble que había al pie de una escalera muy profunda. Cerró el baúl y tiró la llave. Se hizo tres promesas:
No va a ser siempre así.
Voy a hacerme fuerte.
No voy a sufrir.
Al caer el sol, su padre salió de la casa, se metió en el Kinsgwood y se marchó.
Joe esperó a que desapareciera el coche y entró en casa a ver cómo estaba su madre.
Voy a hacerme fuerte.
No voy a sufrir.
No va a ser siempre así.
Capítulo 11
La luz del sol matutino se filtraba por la torre de cristal que es la parte trasera de mi casa e inundaba la buhardilla. Lucy estaba desnuda, durmiendo boca abajo, con el pelo enmarañado por las horas anteriores. Me acurruqué a su lado, amoldándome a la curva de su cadera, disfrutando de su calor.
Le toqué el pelo. Con delicadeza. Le besé el hombro. El calor salado era un placer para los labios. La miré y pensé en la suerte que tenía de poder contemplar aquel panorama.
Tenía la piel de un dorado oscuro y las piernas y la espalda formaban una curva firme incluso mientras dormía. Lucy había ido a la universidad del estado de Luisiana con una beca de tenis y se había esforzado mucho para estar a la altura. Se movía con la elegancia espontánea de una atleta nata y hacía el amor con la agresividad y pasión con que jugaba al tenis, aunque con momentos de timidez que me conmovían.
El gato estaba posado en la barandilla que había en el extremo de la buhardilla, mirándola. Le había quitado el sitio, pero no parecía enfadado. Sólo curioso. Quizá también a él le gustaba el panorama.
– Duérmete otra vez -murmuró Lucy, entreabriendo los ojos, somnolienta.
Al oírla, el gato salió disparado escaleras abajo y maulló desde el salón. No se le podía hacer caso.
– No llegamos a ver tu sorpresa.
– Prepárate, porque te la daré esta noche -respondió, acercándose más.
Le pasé la lengua por la espalda.
– Estoy preparado para que me la des ahora.
– Eres insaciable -dijo riendo.
– No me canso de ti.
– Tengo que ir al trabajo.
– Les llamo y les digo que estás ocupada haciendo el amor con el mejor detective del mundo. Se harán cargo. Siempre pasa lo mismo.
Se apoyó en los codos y se incorporó.
– ¿Siempre?
– Se me ha escapado. Lo siento.
– Más lo vas a sentir cuando haya acabado contigo.
Saltó encima de mí y no me pareció que hubiera nada en absoluto que lamentar.
Más tarde llevé a Lucy a recoger su coche y después me dirigí a Parker Center sin avisar a Krantz. Pensé que me iba a montar una buena por haber ido a ver a Dersh, pero al cruzar el umbral me dijo:
– Espero que no hayas tenido problemas por la confusión de lo de la autopsia.
– No, pero la familia quiere el informe.
– Lo tendremos dentro de unos minutos. ¿Estás preparado para la sesión de puesta al día?
Hablaba como si fuéramos amigos y estuviera encantado de incluirme en el equipo.
– Estoy preparado. Por cierto, ¿ya tenéis el informe del criminólogo?
– Casi. Te daremos los dos informes a la vez.
Entonces sonrió y desapareció por el pasillo.
A lo mejor alguien le había dado un Prozac. A lo mejor su buen humor era una estratagema para llevarme hasta la reunión, donde Watts, Williams y él iban a molerme a palos por haber ido a ver a Dersh. En cualquier caso, seguía mintiéndome sobre el informe.
Ya en la sala de reuniones, Stan Watts me puso al día y me contó que habían investigado al ex marido (que estaba jugando al béisbol en Central Park en el momento del asesinato de Karen), habían acabado de peinar las casas de alrededor de Lake Hollywood (nadie había visto ni oído nada) y estaban interrogando a la gente con la que estudiaba y trabajaba la chica. Le pregunté a Watts si tenían alguna teoría sobre el asesino, pero me contestó Krantz diciendo que estaban en ello. Krantz, más relajado que nunca, asentía cada vez que Watts resumía un asunto. Seguían sin mencionar mi visita a Dersh, aunque tenían que saberlo, y su silencio me parecía aún más raro que el comportamiento de Krantz.
– ¿Cuándo van a estar los informes? -pregunté-. Quiero irme.
Krantz se puso en pie. Razonable, pero profesional.
– Dolan, a ver si consigues que te den ese papel. El señor Cole tiene prisa.
Al salir, Dolan le hizo un corte de mangas a sus espaldas.
Tras la reunión, volví a la sala general para buscarla, pero no estaba en su mesa. Krantz no era el único en estar de buen humor: Bruly y Salerno chocaron las palmas de las manos junto a la máquina de café y se alejaron riendo. Williams y el Corte Militar entraron por la puerta, y Krantz le tendió la mano al segundo, que también estaba sonriente.
Las otras veces que había estado allí se respiraba tensión, como si la sala y la gente que había dentro estuvieran atrapados en uno de esos campos eléctricos que ponen los pelos de punta, pero había pasado algo que les había relajado. Había cambiado el viento, había desaparecido la electricidad e incluso habían pasado por alto el hecho de que yo hubiera interferido en la investigación al ir a ver a Dersh. Y no era ningún detalle que pudiera pasar inadvertido.
Me serví un café, me senté en la silla de los castigados a esperar a Dolan y seguí pensando en ello hasta que apareció por la puerta el chico del carrito del correo. Chocó la palma de la mano con Bruly y se rieron hablando de algo que no llegué a oír. Salerno se acercó a ellos y los tres conversaron durante unos minutos antes de que el chico siguiera con su trabajo. El chaval también sonreía cuando los dejó, y me pregunté si sería por el mismo motivo que todos los demás.
– Eh, Curtis -le dije cuando pasó con el carrito por mi lado-. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Me observó con recelo. La última vez que le había intentado sonsacar información no me había ido demasiado bien. Proseguí, sin esperar respuesta:
– Tenías razón cuando me dijiste que estos tíos son los mejores en lo suyo. Les respeto muchísimo. Saben conseguir resultados.
– Claro.
– Estaba pensando que a lo mejor oyes lo que dicen de mí.
El recelo se convirtió en desconcierto.
– ¿Qué quieres decir?
– Supongo que se trata de consideración profesional, no sé. Ahora respeto mucho a esta gente y quiero que también me respeten.
Le observé esperanzado, y cuando se dio cuenta de adonde quería ir a parar, se encogió de hombros.
– Creen que eres bueno, Cole. No les hace gracia que merodees por aquí, pero se han informado sobre ti. He oído decir a Dolan que si fueras la mitad de bueno de lo que dice la gente tendrías una polla de treinta centímetros.